Una gran parte del mundo de la cultura está afectada de melancolía. No se trata de pequeños síntomas melancólicos, sino de una verdadera epidemia crónica. Una enfermedad del espíritu que, en el caso de la cultura, se manifiesta por medio de dos rasgos generales: el ensimismamiento y la visión utópica.
“La melancolía es ese espectáculo de grandes descontentos, de agravios compartidos por todos, de quejas…” reflexionaba en el siglo XVII Robert Burton. Es un estado de ánimo que surge de la ociosidad, de la inacción o de la constatación de la imposibilidad de provocar cambios, de manera que, tal y como Lars von Trier nos transmitía con angustia en una de sus mejores películas, Melancholia (2011), conduce a la parálisis, a la placidez de una vacua e inútil espera.
Basta con revisar las hemerotecas para encontrar ejemplos de lo arraigada que está la epidemia: la obsesiva lucha contra la piratería, el victimismo de la industria del cine, los sucesivos informes de SGAE o AISGE sobre la caída de la recaudación y la precaria situación de los intérpretes… son algunos ejemplos. Además, los cambios profundos a los que la cultura -y por extensión, la sociedad- se enfrentaron en los años pasados, fueron el acicate para consolidar un relato melancólico en amplios sectores de la cultura que hoy, recuperada la senda de crecimiento económico, aún sigue siendo el dominante.
Problemas sin resolver
Un relato en el que una cultura que sufre no recibe respuestas (pro)activas, sino reactivas o, dicho de otro modo, se gestiona lo coyuntural en lugar de lo estructural, lo urgente frente a lo importante. Ante la caída del público de las salas de cine, la propia industria se inventa la fiesta del cine resolviendo así el problema de recaudación de una semana, pero manteniendo el problema inalterado el resto del año.
Un relato que, ante las graves circunstancias, las respuestas han sido contingentes, parciales desde cada subsector cultural o, sencillamente, proteccionistas. Con una consecuencia clara: la sensación y posterior constatación de que nada o poco se ha solucionado ya que, años después, los problemas siguen siendo los mismos, si no peores.
Las consecuencias son una desconexión de la sociedad y una pérdida de la capacidad de acción
Esta frustrante ausencia de soluciones estructurales lleva de la inacción inicial al ensimismamiento final. De esta manera, el mundo de la cultura está cada vez más replegado sobre sí mismo. Las consecuencias son una desconexión de la sociedad, una pérdida de la capacidad de acción, un aumento de las disfuncionalidades y el debilitamiento tanto del conjunto de la cultura como de sus sectores.
Decía el sociólogo alemán Wolf Lepenies que cuando los intelectuales siguen un programa y unas ideas colectivamente lo que hacen es crear lo que él denominó unas “políticas del espíritu”. Pues bien, parece que estamos ante unas políticas del espíritu que oscilan entre la melancolía y la utopía.
¿Utopía o realidad?
El mismo Lepenies explicaba en su libro ¿Qué es un intelectual europeo? que el pensamiento utópico nace de la imposibilidad de ejercer una influencia sobre la realidad y de actuar sobre la sociedad. El pensamiento utópico es aquel que se dibuja como una visión antitética e ideal de la realidad y la sociedad de la que se quiere escapar. Es un juego de y con las ideas para conformar un mundo idealmente mejor.
Es más fácil corregir ideal y generalmente los problemas que buscar e implementar correcciones parciales y pragmáticas
Cualquier asunto concreto, problemático o no, que salte a la esfera pública, se eleva con rapidez a su respectivo debate político planteado de manera más o menos general y más o menos ideal. Todo lo que sea debatir políticamente sobre cualquier asunto de cultura es, automáticamente, hablar de “política cultural”. Una práctica que, en lo cultural, escora los debates hacia la polarización política y la simplificación de los argumentos imposibilitando así los matices y la exploración de propuestas todavía desconocidas.
Sin duda, es más fácil corregir ideal y generalmente los problemas que buscar e implementar correcciones parciales y pragmáticas, aquí reside la esencia de ese pensamiento utópico extendido en nuestro mundo de la cultura, desde los escritores hasta los bailarines pasando por empresarios, editores y productores.
Toca gestionar y aterrizar en lo concreto muchas políticas, prácticas y experiencias culturales
Resulta clarividente ver lo arraigado que está el estado melancólico y lo mucho que cuesta distanciarse de él. Por una parte, las viejas industrias culturales (música, libro, audiovisual…) llevan años enrocadas en una doble reivindicación: la lucha contra la piratería y la bajada del mal llamado “IVA cultural”. De esta manera han conseguido que toda la legislación (canon digital, tasa Google, etc.) surgida en los últimos años, se haya producido de manera reactiva y conforme a sus intereses, por no hablar de su infatigable lucha por rebajar el tipo del IVA a sus actividades.
Lejos están de aprovechar el ya existente consumo cultural en internet para explorar e innovar nuevas formas de negocio. O en lugar de pedir la rebaja del IVA, colocarse a la cabeza de los sectores que más se comprometen desde la equidad con el esfuerzo fiscal y explicarlo así a la sociedad (una forma de reconstruir la credibilidad y la confianza de ésta en la cultura). Lejos de la incertidumbre política de estos últimos años, y despejada la tentación a evocar en el mundo de la política soluciones ideales y globales tan propio de las campañas electorales, toca gestionar y aterrizar en lo concreto muchas políticas, prácticas y experiencias culturales.
Deberes al alcance
El reto reside, si se quiere abandonar el inmovilismo melancólico, en, por ejemplo, fortalecer una nueva industria cultural emergente (aquella que se relaciona con las nuevas tecnologías, internet, mundo digital), en reconectar con la sociedad y sus nuevos hábitos de consumo cultural, en ordenar las competencias de las políticas culturales entre las diferentes Administraciones, en aplicar nuevas gobernanzas a las instituciones culturales basadas en la transparencia, la corresponsabilidad, la eficiencia y la ética…
La cultura alberga en sí mismo la capacidad de curarse de sus propios males nostálgicos
Y así un conjunto de medidas y debates que nos sitúen en la senda de las reformas estructurales para un sector, como el de la cultura, que de tanto y tan profundo cambio, las necesita con urgencia. Por tanto, con unos debates públicos sobre cultura con tendencia al ensimismamiento y el pensamiento utópico, esa melancolía no hace nada más que expandir sus efectos sobre nuestras realidades.
Ahora que la tozuda realidad económica parece querer concedernos una tregua, el mismo mundo de la cultura alberga en sí mismo la capacidad de curarse de sus propios males nostálgicos. El futuro puede evocar, desde la incerteza, muchos e inquietantes interrogantes, pero también, nuevas oportunidades culturales que renueven la confianza en la belleza de lo inútil (Nuccio Ordine). Es la melancolía la que impide identificarlas y aprovecharlas.
* Investigador, analista y consultor cultural. Politólogo.