Si Francisco Umbral hubiese estado ayer en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, durante la presentación de la revista literaria Actio nova, se habría fijado en el joven que fumaba solo en las escaleras, con los ojos fijos en el día claro; o en los árboles flaquísimos, despeluchados, que peinaban el olor a aceite y beso de la cafetería. Se habría quedado mirando, seguro, a esa niña de pelo azul Adèle -la boca entreabierta de atención- que toma nota a mano en el salón de actos, ¡sin ordenador ni nada!, y se incorpora levemente si escucha la palabra “feminismo”. Le habría dedicado, quizá, otra Carta abierta a una chica progre. Con sacos de ternura y una pizca, también, de admiración y escepticismo.
Si Umbral hubiese estado ayer en esa Facultad, habría mordisqueado los detalles hasta pasarlos por el ojo de aguja del lenguaje y habría escrito una crónica de esas que eran como la vida echada a andar. Pero estaba, de alguna manera, porque allí se le rememoraba con motivo de los 10 años de su muerte; porque allí se reunieron muchos que le leen y le estudian, más los que le investigan y le extrañan. Decía el periodista y patrono de la Fundación Francisco Umbral Manuel Llorente que el escritor habría acudido de buena gana a esa sala “a defender a las señoritas de Balthus” de la censura.
Umbral hubiese venido a hablar de Balthus y de sus ninfas, de cómo eran sus uñas. Hubiese venido a hablar de aquel pintor solitario, extraño y aristócrata, un poco como él era
Se refiere Llorente a la campaña en internet que reúne 10.000 firmas para que el Metropolitan de Nueva York retire el cuadro Thérèse Dreaming por ser considerado “sexualmente sugerente”. “Hubiese venido a hablar de Balthus y de sus ninfas, de cómo eran sus uñas (…) Hubiese venido a hablar de aquel pintor solitario, extraño y aristócrata, un poco como él era o como le hubiera gustado haber sido. Umbral creía que mediante el arte, a uno se le pueden abrir los salones del Palace”, allá donde hay “niñas en flor”. Explica que Umbral pensaría que “si se prohíbe el cuadro de Balthus donde aparece Thérèse ensimismada, tendrían que censurar también su obra, porque él se sentía Balthus, escribía a lo Balthus cuando no lo hacía a lo Proust, aunque fuese en un salón con vistas a la Plaza Canajelas”.
Habla Llorente de que Umbral siempre estaba dispuesto para “el mayor espectáculo del mundo”, que era ver a la gente “hablar, enseñorearse, empoderarse”; que a aquel hombre “altísimo, tímido y con una voz que no se correspondía con su interior de cristal” le gustaban las uñas largas y las adolescentes con collares como los que pintaba Balthus, y que de seguro “habría ido a ver la exposición de Mapfre donde cuelgan ahora sus óleos” y los de sus amigos Derain y Giacometti.
Su oficio: hilvanar la vida
“Vería jóvenes o jóvenas, mujeres con más sombreros esta temporada que la anterior, y se fijaría en si los estudiantes se tatuaban menos o en si los pircings ya no estaban de moda”. Cuenta que ese “empollón que iba a por nota en esto de la literatura” se hizo hombre por los Madriles a costa del “olfato, el gusto y la ironía de teclear la máquina de escribir como si fuera la de coser, e hilvanar así su vida”.
Manuel Llorente recuerda a Umbral como un tipo que “contaba la vida como venía, bajo un vaso de whisky, mientras atravesaba el folio a media tarde”, que reivindicaba las metáforas de Lorca y sus trágicas mujeres vacías, que tenía necesidad de aventarlo todo (“como Dominguín cuando pregonaba que había estado con Ava Gardner”) y que lo mismo charlaba con Carrillo y Marisol que escribía sobre ese dictador -ese- que merendaba chocolate mientras firmaba sentencias de muerte.
Umbral, hijo de Alberti
Uno escucha todo esto y lo entiende: es normal que la revista Actio Nova, de Teoría de la Literatura y Literatura comparada le homenajee y le dedique un monográfico. El profesor de Literatura Española en la UAM Óscar Barrero Pérez recuerda que “Mortal y Rosa está en casi todos los cánones de los 100 mejores libros del siglo XX”. Se pregunta en voz alta a sí mismo por la influencia umbraliana y se responde con una anécdota. Hace unos meses, dice, le llegó una alumna al despacho para que le tutelase el Trabajo de Fin de Grado. “¿Siglo XIX o XX? ¿Poesía o novela? ¿Antes o después de la guerra?”, pregunta él.
“Es que ya tengo claro sobre quién quiero trabajar: sobre Umbral”, le contestó la chica, sin dejarse encauzar. “Éste es su mejor relevo: el de sus lectores, y el de los lectores que mutan en investigadores. En cuanto a otros autores… me es difícil pensar en escritores capaces de emular una escritura tan personal como la de Umbral. Cuando le copian se nota mucho, ¡se nota demasiado su influencia!”.
La poeta Marina Casado, también presente en el coloquio, ha investigado a Umbral centrándose en su relación con la generación del 27. Da algunas pinceladas de su tesis: habla de su admiración por Lorca (al que le dedicó Lorca, poeta maldito, revolucionario por tocar aspectos arriesgados en plena España franquista), de su respeto por Aleixandre y de su esquizofrenia hacia Cernuda, del que decía que era “buen poeta y mala persona”. Detalla, sobre todo, ese amor loco y recíproco que sentía por Alberti: “Al principio, Umbral criticaba a Alberti porque a él no le apasionaba la poesía social o política, y Alberti estaba ‘entre el clavel y la espada’. Decía que era un ‘señorito’, que su ‘comunismo era sólo pose’. La concepción que Umbral tenía de la poesía era la del arte por el arte”.
La no-música (y las ninfas)
Luego, al conocerle en el 72 en Roma, se le empezó a soltar el labio: “¡Es el que más baja a la calle de toda su generación!”, dice, y empieza a valorar su “lirismo”. Cuando Luca de Tena acusa a Alberti de haber firmado sentencias de muerte durante la guerra, Umbral sale a partirse el pecho por él en forma de manifiesto. Compartían imaginario, y eso no se rompe en la vida: “La nostalgia por el paraíso perdido de la niñez, la marea como portadora de los recuerdos, la batalla entre la luz y la oscuridad y esa sensación de hombre deshabitado”. Hasta le hacían, los dos, odas a los cinco sentidos. El artículo y documentado artículo que le dedica a esta cuestión aparece en el monográfico de la revista.
La musicóloga María del Pilar Couceiro, amén de recordar el desprecio que Umbral sentía hacia la música -“un adagio más y me muero de tristeza”, “por qué hay que aguantar esto”, “a Valle-Inclán me lo han estropeado convirtiéndolo en ópera”-, se esfuerza por reivindicar el ritmo que le latía dentro al escritor, el que ella llama “música rota”. La Doctora peruana Ana Godoy Cossío -buena prueba del interés que despierta el escritor en todo el mundo- destripa ante los asistentes el arquetipo femenino en la obra de Umbral. El favorito, el más inquietante y el más interesante literariamente, señala, es el de “la ninfa o la nínfula”, ese híbrido entre niña y mujer.
Se refiere a la influencia que ejerció Lolita, de Nabokov, sobre él, y se refiere a la primera fruta “prohibida y deseada”. Lo que Balthus pintó, Umbral lo escribió. ¿Cómo censurarlo? Lo decía nuestro escritor: “Todo en el aire es pájaro”.