¿The River o The Pretender? ¿Racing in the Streets o For Everyman? ¿Born in the USA o Running on Empty? Broadway ha sido esta semana el escenario de un duelo extraordinario. En el Teatro Walter Kerr, en la calle 48, a escasos metros de Times Square, Bruce Springsteen. En el Beacon Theatre, un poco más uptown, entre la 74 y la 75, Jackson Browne. Dos de los más grandes forjadores de historias de la música contemporánea frente al exigente público neoyorquino, y ante su propia leyenda.
El músico de Nueva Jersey, camiseta y pantalón oscuros, camina hacia el centro del minimalista escenario con la confianza de saber que lo tiene todo ganado. Los 900 asistentes se rinden antes de empezar, y más cuando ven que, por las escasas
dimensiones de este teatro de tres pisos, casi lo pueden tocar. En el escenario, un micrófono en el centro y un piano de cola a la derecha. Nada más.
El músico de California, camisa y pantalón también oscuros, recorre el stage del Beacon arropado por sus cinco músicos y sus dos coristas. También sabe que Nueva York es uno de sus feudos. Tres mil personas, en pie, lo ovacionan antes de que suene la primera nota.
Sobre el escenario de la calle 48, Bruce comienza a relatar su vida. Con un humor y una inteligencia encomiables, desgrana cada detalle importante, desde cómo consiguió su primera guitarra –con un esfuerzo hercúleo de su madre- hasta la
decepción que le causó dejar de recibir lecciones sobre cómo tocar ese instrumento. “Di clases dos sólidas… semanas: ¡era demasiado difícil!”.
Su espectáculo es, básicamente, la narración de su autobiografía intercalada con las canciones que mejor la acompañan. Su enorme capacidad para comunicarse con 80.000 fans en un estadio se vuelve aún más precisa y elaborada ante un
puñado de afortunados admiradores sentados en las butacas de un precioso teatro neoyorquino. Growing up y My hometown suenan, con una acústica celestial, deliciosas. Con las canciones desnudas, sin nadie que las ampare, El Jefe las hace
vibrar más de lo que lo hace la E Street Band. Thunder Road, un poco después, estremece a quien tenga algún latido en el corazón y hace creer a los presentes que, si el nirvana existe, seguramente sea eso: una carretera del trueno y la voz dulce y al mismo tiempo vigorosa de un músico de Freehold.
Unas veinte calles más arriba, Jackson se sienta al piano y comienza a tocar los acordes también divinos de Before the Deluge. No todo el mundo se atreve a comenzar un concierto con una canción de más de seis minutos incluida en un disco grabado hace 44 años y que, como muy pocas otras cosas, con el tiempo cobra vigencia y lucidez. Pero por eso Jackson es quien es.
“Gracias por venir. No sabéis lo felices que nos hacéis, Nueva York”, dice al concluir el último acorde de Re. Por su expresión sin fisuras, por las líneas de su rostro, parece sentirlo de verdad.
Jackson, sonriendo de pie sobre el escenario, tiene frente a sí a miles de fans. Bruce ha preferido enfrentarse a muchos menos cada noche; y ahora no sonríe: sus palabras viajan apuradas, claras, y aturden a sus seguidores cuando explica lo importante que para él ha sido su madre, y los siete años que lleva sufriendo Alzheimer.
Los dos músicos dominan el territorio; saben cuánto dar, saben cuándo hacerlo. Juguetean con la audiencia. La seducen, la aplacan. Los dos llevan toda la vida, prácticamente, creando música y poesía de la nada. O al menos, de dónde antes no
había nada. Ambos nacieron a finales de los años 40. Los dos conservan, cerca de los 70, un aspecto envidiable. Una mujer mira a Jackson cuando este se da la vuelta y suspira a su compañera: “Mira ese culo”. Será el rock.
Springsteen se coloca una preciosa guitarra negra y afirma que, a pesar de las canciones que ha escrito, en realidad nunca ha conocido esas fábricas, ni esos trabajos duros a los que alude. “¿Sabéis qué? Nunca en mi vida he trabajado en esos lugares de los que hablo. Nunca he ido a una oficina o a algún sitio similar de 9 a 5. De hecho, nunca he estado trabajando cinco días a la semana… hasta ahora. ¿Y sabéis? ¡No me gusta mucho…!”, bromea. O tal vez no.
Pero The Boss sí se ha esforzado puliendo su talento, y mucho. Entre Greetings from Ashbury Park y High Hopes hay otros 15 discos y más de 120 millones de copias vendidas en todo el mundo. El esfuerzo y la obsesión por triunfar resultan esenciales en el músico norteamericano.
Como él mismo recuerda, ahora sentado al piano, justo antes de entonar My father´s house, los comienzos fueron difíciles. “Escuchaba en la radio a muchos músicos y pensaba: vaya, yo no soy peor que ese, ni que eso otro, ni que aquel. Pero, claro, ¿cómo podía esperar que me descubrieran si vivía en un pequeño pueblo de Nueva Jersey?” Así que se fue a California.
Browne hizo también, en sus comienzos, ese mismo viaje, aunque el inverso. En la costa este grabó con la cantante alemana Nico su fascinante These Days. En el Beacon, canta ese tema que escribió cuando tenía 16 años y que resulta, con el
paso del tiempo, aún más emocionante.
Al final de la canción pide que no le recuerden sus fracasos: “No los he olvidado”. Springsteen se sintió frustrado mucho tiempo, señala junto al piano, porque no le descubrían. El éxito y la notoriedad llegaron con Born to run en 1975, pero no
parecen haberlo cambiado demasiado.
Sentado frente al Yamaha, sus dedos recorren el teclado con funcionalidad; con sensatez, incluso, pero sin apenas virtuosismo. Quizá ello contribuya, porque le da mayor credibilidad aún, a que su público disfrute más de los temas que hace
tocando un instrumento que no es el suyo. Como Tenth Avenue Freeze-out. Al terminarlo recuerda a Clarence Clemons: “Todo en él era grande: su talento, su brazo, sus problemas. Lo echo mucho de menos”.
Browne no dijo eso mismo. Pero puede que lo sienta. Con el saxofonista de la E Street Band grabó en 1985 You´re a friend of mine, una pieza que logró un notable éxito comercial.
Jackson coge la Gibson de autor que él mismo ayudó a fabricar y repasa su Lives in the balance, su alegato contra la política exterior norteamericana en Centroamérica y I am alive, la canción con la que resurgió en 1993 tras su ruptura con la actriz Daryl Hannah, actual pareja de Neil Young.
Browne tiene un repertorio de 13 discos de estudio con muy pocas canciones irrelevantes; la mayoría, excelentes; algunas, del todo exquisitas, aunque para paladares exigentes, como Farther on, que suena ahora, esa pieza fundamental de su álbum Late for the sky. O Sky blue and black, que la sigue, otros seis minutos intentando entender qué pasó, y por qué, entre Hannah y John Kennedy Jr. mientras la actriz aún era pareja del músico.
Springsteen recoge un poco más su tono de voz y habla de Vietnam y de sus dos grandes amigos de juventud, Bart y Walter, que murieron en el país asiático en el 68 y el 69. Él no fue a esa guerra porque suspendió, una vez convocado por el
Ejército, su examen físico. “Me pregunto quién fue en mi lugar” pronuncia con una voz abatida, justo antes de cantar, con una rabia suprema, con unos acordes potentísimos, su gran protesta, Born in the USA.
Jackson busca el uno a uno con el público, que le pide canciones. “¿Creéis que puedo escuchar lo que decís? ¡Si me pedís 30 canciones a la vez…!”, ríe. “Bueno, tocaré una que ninguno de vosotros nunca me pediría”. Y tiene razón, nadie solicita escuchar For taking the trouble.
Springsteen habla de su padre, y de las horas que este pasaba en la cocina de su casa. “Entonces yo era demasiado joven y demasiado estúpido para entender su depresión”. Y cuenta que a veces sueña con él. “Me veo tocando ante miles de personas en un estadio. Y entonces, en un asiento de pasillo, lo veo a él. Me acerco y le miro; le acaricio el brazo; luego, juntos, miramos al escenario y vemos a un guitarrista incendiándose y me da la sensación de que es él, y le digo: papá, así te recuerdo yo; eres tú el que se está incendiando en el escenario”.
Bruce recuerda que se enamoró de una voz en 1984 y llama a Patti, que acude a cantar, él al piano, Tougher than the rest. La mujer de Springsteen, de negro y con la melena roja acariciándole la espalda, sigue resultando atractiva. Su voz arropa deliciosamente a la de su pareja. El músico habla entonces de lo importante que es, -y el coraje que exige- quitarse la careta delante de tu compañera. Juntos bordan Brilliant disguise.
Jackson tiene al Beacon entregado y hace un regalo: “Toquemos una canción de Warren Zevon”. Y se suelta con maestría en Lawyers, Love and Money. Regresa al piano y suenan los acordes de The Pretender, esa canción tan fácil de amar si uno
se sumerge en su mensaje, si uno se fusiona con su melodía. Cuando termina, el mundo entero se para. Y él, agradecido, se marcha por el lateral derecho del escenario.
Springsteen hace recordar el doloroso resurgimiento de Nueva York tras el 11 de septiembre de 2001 con una excelente The rising. Luego, transforma, como si fuera un juego de magia, Dancing in the dark en una canción irreconociblemente deliciosa, un millón de veces más poderosa, en acústico, de lo que es cuando la cantan miles de personas de forma simultánea. Nadie lo creería, si no pasara de verdad.
Land of hope and dreams devuelve a los presentes al mundo real, y al final apoteósico de un concierto que nunca lo fue. Lo que sucede en el Walter Kerry de Broadway es mucho más que eso.
Unas calles más arriba se reclama más de Jackson Browne. Sonriendo, hace salir a su excelente banda y dice: “Esta canción aprendí a cantarla igual que vosotros: escuchándola en la radio. La escribí con Glenn Frey”. Por supuesto, nadie se tomó
con calma ese Take it easy monumental que converge –qué suerte- en Lady of the well, una de las más brillantes canciones del californiano. Manhattan asiste, esta noche, a un hermoso duelo entre pacifistas del que ambos salen ganando. Del que, por fortuna, ganamos todos.