Julio Iglesias sonaba en el coche a las dos de la mañana del sábado -la noche es una niña que va pasando, que va creciendo- y yo fumaba con inquietud por la ventanilla, entre las luces naranjas, dando vueltas con mi novio por el polígono de Málaga como dos descarriados. Tiene cosas de blanca, tiene cosas de negra, tiene cosas de india, bonita mezcla que da esta tierra. Ese día, mientras almorzábamos en la playa, habíamos visto cómo una avioneta vieja, lenta y con recado sobrevolaba las aguas: “Scandalo. Porque te lo mereces”. Era el eslogan del puticlub más mítico de mi ciudad natal, un padrenuestro con el que yo me había topado cientos de veces desde que era una cría en los anuncios de la carretera, y volvió a repugnarme la impunidad del guiño publicitario para sementales desesperados.
“Porque te lo mereces”, releí, y me dio alergia imaginar al obrero exhausto, al empresario ufano, al esposo flácido y al joven misógino yendo a romper a la noche a los muelles del Scandalo, resoplando porque la vida es dura, porque el sexo nunca es bastante, porque llegan reventados del curro y sus mujeres gastan la mala costumbre de hablar, porque son molestas y sienten, porque eligen y no siempre están húmedas, porque el cuerpo en pareja se agota y ellos, entiéndanlos, son varones, y quien tiene un pene tiene un capitán, un faro guía, una voz demoníaca que ordena instintos. Pobres chicos. Necesitan un lingotazo y alguien que les diga lo que valen. Necesitan un gemido falso para rehacerse, aunque sea a golpe de fajo.
Me hace gracia la justificación esa de “somos tíos”: yo siempre he pensado que uno es más hombre cuanto más se sobrepone a la biología, y no cuando se deja arrastrar por ella. Menos aún si se vanagloria de hacerlo. Por eso decidí que quería ir al Scandalo y mirar a la cara a estos simios encamisados, a estos disminuidos con polito que se empapan en pachuli para disimular su hedor a Torrente. Quería dejar de pensarlos como seres mitológicos o patéticos para entenderlos como lo que son: no sólo lactantes de la viagra o hijos de las cobras discotequeras, sino cómplices de la explotación.
El tercer grado: qué hace una mujer aquí
Lo primero que me llamó la atención del puticlub -una vez terminó la canción de Julio Iglesias- es que nos costó encontrar aparcamiento: oigan, vaya fiestón pagano, menuda rave, qué despiporre. Estaba a rebosar. En la puerta me paró el segurata, que no daba crédito a la niña con vestido de flores que quería saltar al campo de juego del escroto: “¿Usted sabe dónde está?”. Le dije que sí, y me advirtió que debía avisar al encargado. Se presentó allí un anciano en traje y nos estrechó la mano antes de someterme al tercer grado. “Señorita, ¿es usted de Málaga?, ¿sabe que esto es un club de caballeros?, ¿ha venido alguna vez antes?”, y, muy especialmente: “¿No vendrá usted aquí a pillar a un novio, o a un padre, o a un cuñado? Mire que no queremos espectáculos”. Vaya por Dios: no querían shows en el Scandalo. Serán puteros, pero también gente discreta. En ningún momento se planteó que yo pudiese ser una mujer lesbiana.
Le conté que me apetecía tomarme una copa y me recordó que estaba prohibido sacar allí la cámara o el móvil -ni para mirar la hora, como una isla de vicio sin tiempo-; me indicó que si quería ir al baño, fuese al del hall, y nos aconsejó que no nos separásemos el uno del otro, no fuésemos a dar lugar a confusiones. Llega a saber que soy feminista, abolicionista y periodista y se cae al suelo. 10 euros de entrada, con mi whisky-cola incluido. Media hora de sexo, 70 euros.
El Scandalo me hizo sentir como en una película de Arturo Fernández, pero al menos olía bien. El espacio central es redondo y en el centro está la barra de las copas y la del streaptease. Casi todos los camareros eran hombres: sólo una chica servía copas, pero iba de uniforme, con camisa y polo, como ellos. La gente me miraba raro, como si fuera un fallo en Matrix: yo a ellos también, pero por otras razones. En un puticlub todo el mundo parece sospechoso de algo.
Jóvenes universitarios
Me sorprendió la cantidad de hombres jóvenes que había. Algunos eran atractivos. Vi a un tipo enano y calvo reírse a carcajadas con pocos dientes y golpear el trasero de una prostituta, como quien toca un tambor tribal. Vi a tres asiáticos, a una decena de ingleses y a un montón de árabes. Vi a un niño que no tendría más de veinte, pijo y modosito, con la estética de un estudiante del CEU: camisa de marca impoluta, melena, cara pálida. ¿Estaría estrenando así sus primeros años de vida sexual? Un señor grande y con gorra me guiñó el ojo y me giré hacia la puerta.
En poco rato contemplé cuatro vaginas desde varios ángulos, porque las chicas del pole dance se desnudaban completamente y abrían las piernas colgadas de la barra. Eran hermosas y sonreían muy dulce, cerrando a ratos los ojos con pestañas postizas. Cuando las vi bailar y desvestirse, pensé que nadie sueña con eso de niña, con danzar en un garito del polígono rodeadas de salidos. Pensé que me gustaría hablar con ellas, pero me dio vergüenza molestarlas: no creí que necesitasen conversación, sino otras oportunidades. ¿Cómo habría sido su vida hasta llegar allí?
Sonó una canción de 50 sombras de Grey. Sonó algo de Bryan Adams, de un pasteleo insoportable al que no le encontré ninguna lógica: ¿a qué habéis venido, a enamoraros o a ser un eslabón necesario del negocio de la trata? Vamos a aclararnos.
Ellas vestían tops y medias de rejilla. La mayoría eran latinoamericanas. No encontré ni un solo culo natural en todo el local: todas llevaban implantes en las nalgas. Recordé unas declaraciones de Torbe en las que decía que el macho va al puticlub porque necesita variedad, porque quiere tener sexo con altas, bajas, gordas, flacas, rubias, morenas, con los pezones de una tonalidad o de otra. En el Scandalo había mujeres de toda clase, para todos los gustos, y ese mercado de la carne y el rasgo me mataba de tristeza: unas se apoyaban sobre el pantalón de los hombres sentados en taburetes altos, otras les reían las gracias, otras fumaban cachimba con ellos en la terraza. Todas, probablemente, deseaban estar en otra parte.
Torbe también decía que él era putero porque "pagar, al final, es ahorrar". Porque no le rentaba salir con una mujer y apoquinar cena, copas y algo de baile para que a las cuatro de la mañana dijese que estaba cansada y se fuese a casa sin llegar a feliz término. Claro: es más fácil aprovecharse de la situación vulnerable de una mujer prostituida.
Sonrisa de ganador
“Papi, ¿subimos ya?”, preguntó una chica a un españolito que ya había soplado los cincuenta. Vi cómo un tío que venía de arriba, de las plantas de las habitaciones con la faena ya terminada, se reunía con sus dos colegas, que le esperaban en la barra, con sonrisa de ganador. Un hombre recién eyaculado parece inofensivo. Vi algo que me dejó más atónita aún: ¡a un chaval ligando, como quien tontea en un bar al uso! Cogía su copa con timidez y se acercaba a la prostituta con mucho cuidado, hablándole sin parar cerca de la oreja, pero sin rozarla. ¿Qué intentaba demostrarse a sí mismo: que esa mujer se iba a ir a la cama con él por elección propia; con consentimiento real, con deseo? ¿Quería creer que esa belleza tenía derechos laborales o condiciones de higiene y sanidad garantizadas -cuando en un oficio así es imposible-; quería convencerse de que ese encuentro respetaba la dignidad humana? Sentí un asco rayano en la ternura.
Ellas hablaban inglés con fluidez. Escuché a una decir: “Me cago en la puta”, y torcí el gesto. Para que luego digan que el lenguaje no arrastra machismos milenarios. Un guiri toqueteó torpemente el pezón de una prostituta. Una joven voluptuosa y pelirroja nos sonrió a mi pareja y a mí, por si acaso íbamos buscando trío. Apuré la copa y salí de allí. En la zona de aparcamientos había dos coches abiertos, con chavales poniendo música y echándose las primeras copas, entre risas y algarabía, como antes de empastillarse en Fabrik. Cuando entrasen por la puerta, sabrían que todo lo que había allí dentro se podía comprar y se sentirían poderosos e invencibles. Pensé en el viejo dicho misógino: no, la culpa no era “de los padres, que las visten como putas”. La culpa es de los padres, que los educan como puteros.