Machado es el autor al que todos nuestros políticos aspiran: por su ecuanimidad, por su dignidad, por su raciocinio, por su capacidad de expresarse con contundencia pero sin histrionismos, por su aura liberal que auguraba cambios sin rayar en la rebeldía infértil ni en la violencia verbal. Fue víctima del franquismo, pero tampoco se erigió como un revolucionario feroz: quizá por eso es transversal, quizá por eso cohesiona. Machado llueve a gusto de -casi- todos los espectros políticos.
Hoy se le enarbola indistintamente: lo recuperó Rajoy, lo menta Felipe VI, lo regala Pablo Iglesias, hasta lo visita Quim Torra -recuerden cómo le tiró los tejos a Sánchez en la fuente del poeta, todo después de que cierto sector del independentismo lo criminalizase por “españolista” y “anticatalanista”-. Hoy es el presidente del Gobierno quien se acuerda de él y lo incluye en su agenda: acudirá a velar sus restos y respirará de su inspiración y lucidez. Aquí algunas enseñanzas vitales y políticas del padre de Campos de Castilla de las que Sánchez puede tomar nota:
La patria crítica
En tiempos de complejos identitarios -y en la era de un PSOE al que se le afea haberse conchabado con el independentismo catalán-, Pedro Sánchez debe recuperar, de la mano de Antonio Machado, el poder de la patria. El poeta amó a España sin exaltaciones absurdas, sin golpes en el pecho, sin untar banderas en el rostro de nadie. La amó con la distancia suficiente para mirarla con ojo crítico sin dejar de saberla hermosa. Ahí cuando se refería a “una España implacable y redentora / España que alborea / con un hacha en la mano vengadora, / España de la rabia y de la idea”. Sólo ese país justo y digno que late tras nuestras cortezas podrá neutralizar a esa “España charanga y pandereta, / cerrado y sacristía (...) Esa España inferior que ora y bosteza / vieja y tahúr, zaragera y triste / esa España inferior que ora y embiste / cuando se digna usar la cabeza".
En su Autobiografía, Machado recordó que tenía “un gran amor a España” a la vez que “una idea de España completamente negativa”: “Todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo. Mi vida está hecha más de resignación que de rebeldía; pero de cuando en cuando siento impulsos batalladores que coinciden con optimismos momentáneos de los cuales me arrepiento y sonrojo al poco, indefectiblemente". Es decir, Machado amaba a su país desde la zona templada del espíritu, allá donde, como señalaba Azaña, se encuentra la República.
Respeto a “la cosa pública”
Le hubiese venido bien a Sánchez visitar a Machado antes de que sus adversarios le criticasen por su polémico viaje en Falcon 900B al FIB: quizá así habría recordado que su trabajo es estar al servicio de todo el pueblo y no consentirse ningún capricho con dinero público. Como señaló a este periódico el poeta Pablo García Casado, “el discurso político de Machado es republicano, pero es perfectamente asumible por una persona de izquierdas o de derechas, porque se basa en respetar la ‘cosa pública’”: “Se basa en el no aprovechamiento individual de las cosas, sino en lo colectivo, en la sociedad civil. Se basa en ser ciudadanos, no súbditos”.
Honestidad
La figura de Machado era un gran ejemplo de honestidad, capacidad que no le sobra a ningún político. Ahí su Juan de Mairena repitiendo “la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. O: “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad. Por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino. Os hago esta advertencia pensando en algunos de vosotros que habrán de consagrarse a la política”. Hay que huir, en política, de las verdades interesadas.
Ir más allá del símbolo
La del Pedro Sánchez es, en gran parte, una política del símbolo. Se hace lo que se puede con lo que se tiene, de acuerdo, pero no hay que olvidar que no basta con las imágenes poéticas: hay que actuar en el fondo para que se celebre el avance. Lo decía Juan de Mairena: “Uno de los medios más eficaces para que las cosas no cambien nunca por dentro es renovarlas -o removerlas- constantemente por fuera. Por eso -decía mi maestro- los originales ahorcarían si pudieran a los novedosos, y los novedosos apedrean cuando pueden sañudamente a los originales”.
Con el trabajador, no con el señorito
Habla Juan de Mairena a sus alumnos: “De ningún modo quisiera yo educaros para señoritos, para hombres que eludan el trabajo con que se gana el pan. Hemos llegado ya a una plena conciencia de la dignidad esencial, de la suprema aristocracia del hombre; y de todo privilegio de clase pensamos que no podrá sostenerse en lo futuro. Porque si el hombre, como nosotros creemos, de acuerdo con la ética popular, no lleva sobre sí valor más alto que el de ser hombre, el aventajamiento de un grupo social sobre otro carece de fundamento moral”.
Es una oda al pueblo, a la causa común, al esfuerzo compartido que sustenta, en nuestro caso, un Estado de Bienestar. “Hay un trabajo necesario que, lejos de enaltecer al hombre, le humilla, y aun pudiera degradarle, es el que debe repartirse por igual entre todos, para que todos puedan disponer del tiempo preciso y la energía necesaria que requieren las actividades libres, ni superfluas ni parasitarias, merced a las cuales el hombre se aventaja a los otros primates”. Es decir: la cultura.
Azaña y su legado
Su condición de político de izquierdas y de presidente de la Segunda República cuando estalló la Guerra Civil ha suscitado dos corrientes enfrentadas sobre su figura, su legado. Manuel Azaña sí pertenecía claramente a una de esas dos Españas de las que hablaba Machado: a la republicana, a la anticlerical. Reivindicado en anteriores ocasiones por Felipe González o Aznar, es el actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el que evoca ahora Azaña, de quien tiene un busto en su despacho de la Moncloa.
Azaña era un defensor de la libertad y los derechos de la ciudadanía, de la conciencia democrática y el patriotismo cívico; un hombre honrado, muy crítico consigo mismo y con la incultura, capaz abrazarse al sosiego en la tempestad de la contienda fratricida: "Es conforme a nuestros sentimientos más íntimos el desear que haya sonado la hora en que los españoles dejen de fusilarse los unos a los otros", decía antes incluso de que estallase la Guerra Civil. Era un liberal auténtico, que defendía que ninguna ideología debía embargar "la totalidad del alma del hombre".
Uno de los deberes del Ejecutivo de Sánchez es apostar más por la Cultura, y ahí encuentra en Azaña un ejemplo inmejorable. "El impulso a la cultura que dio el gobierno republicano en apenas dos años y medio no lo ha dado nuestra democracia en todo este tiempo", explicaba en una entrevista a este periódico el dramaturgo José Luis Gómez, que dedicó hace unos meses una obra al político y escritor.
"Los miles de maestros, la revolución educativa que pone en pie la República, las misiones pedagógicas, La Barraca, el Teatro Español con Cipriano Rivas Cherif, Margarita Xirgu… todo esto la democracia no ha sido capaz de hacerlo. El Festival de Mérida es impensable sin Azaña. Y hubieran podido hacer más si el momento histórico hubiese sido clemente, pero fue absolutamente inclemente".
¿Y qué decía Azaña sobre Cataluña? En un discurso pronunciado el 27 de mayo de 1932 como presidente del Gobierno en marco del debate parlamentario acerca Proyecto de Estatuto de Autonomía, dice: "Es un concepto incompatible con la Constitución que Cataluña sea un Estado… Las regiones, después que tengan la autonomía, no son el extranjero, son España… Cataluña es una parte del Estado español".
Coraje fue lo que demostró Azaña para enfrentarse a las deslealtades que bajo su gobierno se sucedían desde el nacionalismo catalán: "Nuestro pueblo está condenado a que, con monarquía o con república, en paz o en guerra, bajo un régimen unitario o bajo un régimen autonómico, la cuestión catalana perdure, como un manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias". No se equivocaba.