A finales de enero de 1939, huyendo de los bombardeos de la aviación franquista y roto su corazón por lo que la derrota en la Guerra Civil suponía para la libertad en España, llegó Antonio Machado a Collioure, un hermoso pueblo costero francés situado a veintiséis kilómetros de la frontera, acompañado de su madre Ana Ruiz, su hermano José, la mujer de este, Matea Monedero, y el escritor Corpus Barga. Como más de medio millón de españoles, se vieron empujados al exilio, al silencio.
En la estación de tren, un joven empleado de ferrocarriles llamado Jacques Baills —que había escrito años atrás unos versos de Machado en su cuaderno— les recomendó hospedarse en el Bougnol-Quintana, un pequeño hotel económico de tres plantas. El autor de Campos de Castilla y sus familiares, sin francos y sin ropa, hallaron allí el cariño y el cuidado de Pauline, la dueña de la pensión. Pero la situación era crítica: Antonio estaba enfermo y su madre, exhausta —“¿Llegamos pronto a Sevilla?”, le había susurrado a Barga, que la cargaba en brazos—.
Machado, hombre tranquilo, reflexivo, huía de los almuerzos bulliciosos en el comedor del Bougnol-Quintana, donde vociferaban los soldados republicanos. Él comía con los suyos en un rincón apartado, casi sin hablar; y desde la terraza del primer piso atisbaba el puerto, un bello paisaje dominado por el mar, tan presente en su poesía. “¡Quién pudiera quedarse aquí en la casita de algún pescador y ver desde una ventana el mar, ya sin más preocupaciones que trabajar en el arte!”, le diría a su hermano.
Pero Machado había quebrado por dentro, sentía que se precipitaba al borde del río por la ruptura de su España y la vida de su madre que se apagaba. Enfermaría gravemente el poeta sevillano, muriendo el 22 de febrero en torno a las tres y media de la tarde. Ana Ruiz, que estaba en coma y fallecería tres días más tarde, despertó. Al no ver a su hijo en la cama de al lado rompió a llorar, a pesar de que José le había asegurado que se lo habían llevado a un sanatorio. “¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha pasado?”. Antonio ya no estaba, y ninguna mentira podía engañar a su madre.
Por Collioure paseaba este lunes, a cuatro días del 80 aniversario de la muerte de Machado, el hispanista Ian Gibson, hombre bonachón, simpático, entusiasta de la España republicana y de la vida —y desgracias— de sus ilustres poetas. Perseguido por una abultada cuadrilla de periodistas que alteraba la normalidad del tranquilo y precioso pueblo francés, señalaba el investigador irlandés, desde el puente del puerto, el balcón desde el que Machado tuvo que contemplar el mar. “Este es un sitio casi sagrado”, dice emocionado.
“Lo que pasó aquí es el símbolo del éxodo de la gente que tuvo que huir, perseguidos por los aviones alemanes e italianos. Si Lorca representa a todos los fusilados por el franquismo, Machado a todos los exiliados”, explica Gibson. Colliure fue el fin del trayecto del poeta andaluz —a quien su paisano granadino llamaba “monumento de ceniza” por los cigarrillos que devoraba—, y su esencia la ha querido recoger ahora el hispanista en una biografía breve, titulada Los últimos caminos de Antonio Machado (Espasa), de un hombre que desde sus primeros versos pensó en su último día.
Del hotel en el que exhaló su último aliento, evocando su infancia en Sevilla, salió Machado en un ataúd bordado con una bandera republicana que una señora había cosido durante toda la noche. Su cuerpo lo portaron doce soldados españoles presos en el Castillo Real de Collioure, anónimos, que volvieron a sus celdas tras el entierro. Gibson recorre ahora ese pequeño trayecto entre el Bougnol-Quintana —cuyo el propietario, al parecer, ha puesto en venta— y el cementerio, apenas cien metros por una estrecha callejuela, rememorando a un hombre cuya “dignidad era su sufrimiento, su estoicismo”.
También con un grito de diálogo para aproximarse a la idea que tenía Machado para su país, en la que no hay cabida para los muertos enterrados en las cunetas, según Gibson: “Es muy triste que no se haya hecho bien el tema de la Memoria Histórica y que los políticos sigan a la greña. Esta situación habría enfadado a Machado, que quería una España dialogante, sin odio”. No como la reaccionaria y dictatorial a la que se unió su hermano Manuel, quien escribió poemas de alabanza al general franquista Queipo de Llano. La paradoja reside en el presente en ese afán, tanto de la izquierda como de la derecha, de apropiarse del legado del poeta, al que no han leído bien.
En el pequeño cementerio de Colliure —que el presidente Sánchez visitará el próximo domingo— descansan los restos de Machado, acompañado de su madre, en una tumba sobria, sencilla, como era él. Cuatro banderas republicanas, varios ramos de flores y un buzón de mensajes para el poeta acompañan el nicho. Es el lugar de peregrinaje del exilio de la posguerra y de la obra machadiana. “Si desaparece de aquí, desparece su huella. Él representa a todos los que tuvieron que salir. Si primero sacan a la momia de Cuelgamuros y España está más unida, con una derecha más razonable, veríamos, pero sería injusto para Collioure”, reflexiona el también autor de Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca. en relación a una posible exhumación, como intentaron Franco en 1958 y Fraga en 1966.
Cuando Gibson se enfrenta a la tumba de Machado, le aborda el respeto, la emoción. Incluso el taladro que amenaza con estropear el momento se calla. Y empieza a recitar, como tanta gente que homenajea al poeta, los primeros versos de Retrato, ese poema que acaba con una estrofa premonitoria: “…y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo ligero de equipaje / casi desnudo, como los hijos de la mar”. Las rosas caen sobre el cuerpo de Machado, y dice Gibson: “Son para la madre también. Pobre Ana”.