Los diarios de Anne Lister, la lesbiana rebelde que detalló sus intimidades sexuales en pleno siglo XIX
Esta es la historia de la pionera en la que se inspira la serie 'Gentleman Jack' de HBO: promiscua, empresaria, política, alpinista... una mujer contra todos.
27 julio, 2019 03:04Anne Lister fue muchas cosas que no estaban bien vistas en el Reino Unido del siglo XIX: mujer, lesbiana, andrógina, promiscua, valiente, rebelde, empresaria, alpinista, escritora, viajera de Yorkshire. Y todo lo fue sin complejos, enfrentándose a los que la humillaban por su estilo de vida, por su aperturista manera de pensar, de relatar, de imponerse. Siempre hizo lo que quiso y se vistió como gustó: le apasionaban las ropas gruesas y las botas negras, los guantes rudos, el pañuelo al cuello, el sombrero enorme sobre la cabeza, por si se le presentaba una buena ocasión para quitárselo. “¡Eso es un hombre!”, le gritaban por las calles de Halifax, donde nació. Y ella, sin inmutarse, mantenía la mirada alta y el pasito corto.
Lo escribe Coetzee: “El cráneo y el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo”. Anne Lister fue sólida desde cría. A ella le resbalaban los “marimacho” que le espetaban, pero su madre, alertada por la expectación que la niña rara causaba, la mandó a un internado para corregirla.
Daba igual dónde pisara, porque siempre traía la ebullición. Tanto fue así que las maestras del centro, al observar que su personalidad tenía efectos en el resto de alumnas, la apartaron en un dormitorio en el ático. Allí charlaba consigo misma, es decir, volcaba sus frustraciones, sus deseos espinosos y sus sensaciones en un diario que la acompañó desde que supo escribir. Era severa y concreta, metódica: anotaba siempre a qué hora se levantaba y a qué hora se acostaba, lo que comía, la correspondencia que enviaba y recibía, la temperatura del día y lo que había aprendido en esa jornada.
Estudiaba con avidez, era inusualmente brillante, especialmente porque se dejaba serlo. En esa época no era habitual que las mujeres aspirasen a la vida intelectual de los hombres -ni siquiera tenían permitido pisar las universidades-, pero ella bebía con pasión del griego, del álgebra, del francés, de las matemáticas, la filosofía, la astronomía. No quería ser un hombre. Quería ser tan poderosa como ellos. Y disfrutar profundamente de su vida sexual, también, claro. Y todas las estrategias que volcó en ello estaban, de nuevo, detalladas en su diario.
Gentleman Jack: serie de éxito
Ha sido en estos textos en los que se ha basado la serie de HBO Gentleman Jack -viene de “caballero Jack”, que era como llamaban, maliciosamente, los vecinos de Halifax a la autora-, creada por Sally Wainwright y protagonizada por Suranne Jones. La producción anda arrasando: los capítulos se van hilvanando a través de las más de cuatro millones de palabras que se conservan de Anne Lister, y, ojo, la mayor parte de los conceptos están escritos en un código secreto… para ocultar las intimidades de sus relaciones lésbicas. El código, que ella misma creó, mezclaba el álgebra, la puntuación, los signos del zodiaco y el griego y latín.
Su primera experiencia sexual fue con Eliza Raine, una compañera de internado con la que tuvo que compartir la habitación de la exclusión durante una época. Ambas disfrutaron del morbo de descubrirse en el mismo edificio colegial, sin que nadie se enterase, pero Eliza -una niña de la alta sociedad- se estaba enamorando en serio, mientras que Anne, interesada, sólo pensaba en pillar un poco de la pasta de su amante. La idea que tenía nuestra heroína -a veces malvada, siempre compleja y por ello relevante- era que el dinero la llevaría a conseguir el estilo de vida que ella quería, sin necesidad de casarse con un hombre para que él se lo pusiera en bandeja.
Aquello no iba a ninguna parte, porque Eliza comenzaba a desarrollar una feroz dependencia sentimental y sexual hacia Anne y ésta estaba pensando en ampliar sus conquistas. Cuando fue explorando su propio cuerpo y su propio placer, descubrió que necesitaba picotear de acá y de allá. Leyó mucho para comprenderse, pero al final se acabó aceptando de forma no sólo natural, sino hasta divina.
Promiscuidad brutal
Al ser rechazada por su idolatrada, Eliza quedó tan destrozada anímicamente y deprimida que acabó en un psiquiátrico. La escritora siguió jugando a ganar: se acercaba constantemente a chicas que en principio se decían heterosexuales pero que siempre acababan prendadas de ella. Largas sesiones de té, paseos, conversaciones y sexo, pero siempre fingiendo ante la sociedad que eran buenas amigas, mujeres bien relacionadas. Cuando Anne notaba que alguna de sus compañeras estaba sintiendo demasiado, huía sin mirar atrás, dejando un reguero de cadáveres emocionales en el camino.
No le daba tiempo a su propio olvido. Cerraba una puerta y rápidamente tenía una nueva presa. Lo que no imaginaba es que su último capricho, una dulce jovencita hija de un médico llamada Mariana Belcombe, se acabaría convirtiendo en el amor de su vida. Uno de esos romances que te marean durante veinte años. “Qué pena que me quieras, que te quiera, y que siempre falte algo, sobre algo, huya algo”, como escribió el poeta Jesús Beades. Viajaban decenas de kilómetros para verse -su amada vivía en York-, pasaban semanas juntas y cuando estaban separadas se escribían todos los días. Hasta intercambiaron anillos. A todos los efectos, eran una pareja.
Pero un día Mariana cedió a casarse con un viudo millonario, destrozando a Anne: nuestra protagonista volvió entonces a su vida promiscua, llegando a tener un affaire con la hermana de Mariana. Sin embargo, al año volvieron a encontrarse y reanudaron su aventura. “Hicimos el amor… ella me pidió que le fuera fiel, que me consideraba casada. Ahora empezaré a actuar y pensar como si fuera mi esposa”, escribió Anne en sus diarios. Después pasó de todo: la escritora huyó un tiempo a París -donde exprimió aún más sus líos de alcoba-, viajó por todo el mundo, recibió la herencia de su tío James, se dejó encandilar por Vere Hobart, hermana del conde de Buckinghamshire -aunque ella también se acabó casando con un hombre-, se hizo empresaria del carbón y se pilló por otra niña rica, Ann Walker, de 29 años.
Trágico final
Con Walker, después de muchas idas y venidas, acabaron “casándose” a su manera: es decir, tomando la comunión de la mano en la iglesia Holy Trinity en York, haciendo las veces de ceremonia. También se instalaron juntas en la mansión de Shibden y recibieron numerosas burlas y cartas dirigidas al “capitán Lister” felicitándoles -irónicamente- por su enlace. “Tenían intención de molestar… pero fracasaron”, guiñó Anne en su diario. Tampoco acabaron bien. La escritora entró en política y Ann, su esposa, pasaba mucho tiempo sola, depresiva, desatendida. Lloraba a menudo. En uno de sus locos viajes al Cáucaso, Anne murió por la picadura de un insecto que la llevó a unas fiebres terribles. Ann pasó ocho largos e insoportables meses intentando transportar su cuerpo hasta Halifax. La heredó, pero a cambio se volvió loca.
Cuando un par de médicos, la policía y un abogado entraron en su casa a buscarla, la encontraron detrás de una puerta, tirada en el suelo, tapada por mil papeles y con dos pistolas cargadas. Acabó en el mismo psiquiátrico que Eliza Raine, el primer amor de Anne.