Veinte minutos de vítores y aplausos despiden al intelectual desterrado en la estación de tren de Salamanca. Miguel de Unamuno sube a un convoy con destino a Madrid, primera parada de su forzado periplo hasta Fuerteventura, donde debe ser confinado. Esa misma mañana del 21 de febrero de 1924, el catedrático de Lengua Griega había acudido a la Universidad, de la que también era vicerrector, para dar su clase habitual. No parece amedrentarle en exceso el mandato de destitución de sus cargos recibido la noche anterior. De sus alumnos se despide con una recomendación simple y obvia, inteligente: "Para el día próximo, la lección siguiente".
Las críticas vertidas por Unamuno hacia Miguel Primo de Rivera y su régimen dictatorial en distintas publicaciones y artículos de prensa habían movilizado al Directorio Militar, cuya resolución fue enviarle lo más lejos posible, al lugar más inhóspito de las islas Canarias, donde las noticias aterrizaban con más de una semana de retraso. El autor de El Cristo de Velázquez llega a Puerto Cabras el 12 de marzo, de la mano de su compañero de destierro Rodrigo Soriano, y se instalan en una pequeña pensión, de nombre Hotel Fuerteventura y que hoy acoge su casa museo, enclavada entre la iglesia y la cárcel.
"Si bien sufre al estar separado de los suyos y de su país, se siente enseguida atraído por la isla; ensalza el clima —"una eterna primavera"—, la comida buena y muy sana, y apenas le decepcionan los paisajes desolados", relatan Jean-Claude Rabaté y Colete Rabaté, biógrafos del intelectual. De hecho, Unamuno escribe esta primera postal de lo que contempla: "La isla es de una pobreza triste; algo así como unas Hurdes marítimas. Es una desolación. Apenas si hay arbolado y escasea el agua. Se parece a La Mancha. Pero no es tan malo como nos lo habían pintado. El paisaje es triste y desolado, pero tiene hermosura. Estas colinas peladas parecen jorobas de camellos y en ellas se recorta el contorno de éstos. Es una tierra acamellada".
Los majoreros acogen al catedrático como a una suerte de bendición, un acontecimiento único que revoluciona la tranquila isla y comienza a poner en valor sus atractivos; algunos de ellos, como el funcionario Francisco López, el joven pescador Antonio Hormiga, el párroco Víctor San Martín y, sobre todo, Ramón Castañeyra, entablan una gran amistad con él. Los primeros días en Fuerteventura los dedica Unamuno a leer los únicos tres libros que había guardado en su maleta —un ejemplar del Nuevo Testamento en su original griego, La Divina Comedia de Dante y los Cantos de Giacomo Leopardi—, a dar paseos por tierra y mar y a pescar calamares y comer marisco.
También protagoniza Unamuno una curiosa anécdota en la pensión en la que se hospeda. Sintiéndose libre y cómodo, vivo y feliz ante el agradable resultado de su destierro, sale a la azotea a tomar el sol "enteramente desnudo", lo que provoca las quejas de algunos vecinos al dueño Francisco Media, el "posadero". Este le llama la antención al intelectual vaco, a lo que responde: "Yo no los miro. Que no me miren ellos a mí".
Cartas y censura
Sin embargo, a pesar de esa comunión mística que desarrolla con Fuerteventrua, dedicándole versos a esa "mar eterna y maternal ", "que adormece nuestros sueños", Unamuno no puede controlar su naturaleza inquieta. Recibe e intercambia un montón de cartas —estrechamente vigiladas por la censura dictatorial— con su familia y sus amigos de España, pero también le mandan correos de apoyo sus colegas de América y Europa. No le importa estar bajo lupa, el autor de San Manuel Bueno, mártir sigue embistiendo contra el régimen de Primo de Rivera, "el Ganso Real", y "sus soldadotes vesánicos, borrachos, jugadores, sifilíticos y cretinos".
Unamuno contempla la costa a la espera de un barco que ha de sacarle del confinamiento, siempre en contacto con su esposa Concha, su "baluarte y más hondo consuelo". Sigue inmerso en días tranquilos, con una rutina continua: "Baños de sol por la mañana, almorzar, siesta, partida de ajedrez con Mr. Flitch [su traductor al inglés], lectura, tertulia, cenar, paseo nocturno y de vez en cuando excursión". Incluso impone la costumbre entre los hombres de la isla de no cubrir sus cabezas con sombrero y se sube al lomo de un camello, dejando una instantánea histórica.
A bordo de una goleta de nombre L' Aigon, sale finalmente Unamuno de Fuerteventura en la madrugada del 9 de julio, cuatro días después de enterarse de su amnistía, y emprende una nueva "evasión" con destino París —pues como le cuenta a su amigo Santiago Alba, "nuestra patria espiritual no es la España de hoy—, a donde llega en la noche del 28 de julio. No se olvidará el autor de Niebla fácilmente de las amistades que hizo en la isla y de sus bellos paisajes. En una carta desde la capital francesa le confiesa a Ramón Castañeyra:
"Me preocupa mucho esa isla, me preocupa mucho lo que tengo que hacer para pagarle mi deuda de gratitud. Lo que he de escribir sobre ella en una obra que aspiro a que sea una de las más duraderas de mi tierra nativa. ¡Ah! ¿Cuándo volveré a ver esas peladas montañas desde la mar en una barquita de Hormiga? ¡Qué raíces echó ahí mi corazón!".
Casi cuatro meses duró la estancia de Unamuno en Fuerteventura, un destierro que se convirtió en un regalo inesperado. En ningún momento se sintió encerrado en una cárcel de arena, como pretendían Primo de Rivera y sus secuaces, sino que vivió allí "los días más entrañados y más fecundos de su vida de luchador por la verdad": "En mi vida he dormido mejor. ¡En mi vida he digerido mejor mis íntimas inquietudes! Estoy digiriendo el gofio de nuestra historia".