No era pecado: nunca lo fue. Ya lo avisaba el recién fallecido fotógrafo Leopoldo Pomés desde el nombre que eligió para bautizar sus memorias, publicadas hace escasamente dos meses. Ahí arrancaba a desmenuzar su vida desde su primer amor o su primera foto, ¿no fue acaso lo mismo? Decía que su oficio era mirar. Que siempre iba a favor de la persona que retrataba; que le gustaba dejarse seducir. Que había llegado a gritar de placer al ver florecer algunas de sus imágenes reveladas. Que era un hedonista militante y que había aprendido a sacudirse la culpa que le inyectó la educación religiosa.
No era pecado, nunca lo fue. La belleza, la verdad, la curva, la sugerencia. Contemplar a Ava Gardner en la Costa Brava para valorar de cerca su sexualidad mítica. Observar a Joan Miró chupando cabezas de gambas, hundiendo los dedos en la salsa y, lejos de sentir asco, pensar que ese aroma era excitante. Fotografiar a Cortázar con las manos grandes, pensativas, una encima de la otra, envuelto en un jersey grueso y trenzado, con sus ojos distantes de extraterrestre o de pez. Pensar en silencio que parecía un niño grande, fuera del tiesto.
Premio Nacional de Fotografía. Publicista. Realizador. Inventor de las burbujas Freixenet. Estratega de imagen de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Genio que observaba genios, catalán universal que atesoró la memoria visual de una Barcelona que ya no existe, la de la Gauche Divine. Modernísimo, irónico, sensible. Con el ojo abrazó a García Márquez y a Picasso. Creía que una buena obra resiste al tiempo, que no se acaba nunca, que “siempre queda algo por descubrir, una belleza que está dentro de un misterio”. Había mucho de seducción en la retina de Pomés, mucho de vampirización del otro. Una comprensión profunda de sus modelos. Cuando miraba a una rubia, como Hitchcock -pero sin despotismo-, la tocaba con una varita mágica.
Cuando Serrat soñó con ser Pomés
Cómo sería su parpadeo que hasta Serrat soñó con ser mejor que él; que eso no se sueña de cualquiera. El artista tenía la brillantez de Pomés en el pensamiento y lo demostró en Conillet de vellut -Conejito de terciopelo en castellano-, una canción que dio a luz en 1970 y que dedicó a su novia danesa Susan Holmquist, una de esas hermosuras hecha carne que dan auténtico pavor, por lo inasibles. Con sus cejas imperceptibles, como de trigo oscuro, con sus ojos enormes y lánguidos, como de hembra herida, con su frente despejada de niña ambiciosa y su clavícula saliente, siempre a punto de quedarse enganchada a una promesa nueva. Una mujer larguísima y audaz que vestía vestidos con corbata y que saltaría a la fama gracias a un concurso de belleza celebrado en Palma de Mallorca, donde quedó coronada como “Miss Naciones Unidas”.
Holmquist ha fallecido este marzo, a los 73 años, aunque, como escribiría Luis Alberto de Cuenca, “cuesta creer que el incendio inextinguible / de tu melena al viento morirá (…) y entonces emergerá la hermosa calavera que siempre hubo debajo / maquillada con tendones, y músculos, y piel, / y que mi cráneo no estará a tu lado”. Serrat la conoció a finales de los setenta y más tarde llegaría a reconocer que pensó en ella como la mujer de su vida. De ahí que le dedicara esos versos a ritmo de charlestón: “Era suave como el terciopelo / y miedosa como un conejo pequeño. / Snoopy era su héroe, le gustaba jugar como a un niño y me llevaba de la mano arriba y abajo, sin parar, como una cometa dando volteretas por el cielo, -es bonito el tiempo de amar-. Aquél no fue un tiempo perdido”.
Hablaba de ella como de un dulcecito díscolo, medio perverso, que se debatía constantemente entre la inocencia y la conveniencia. Luego relataba cómo ella sacaba los pies del tiesto “y me engañaba con cualquier objetivo, se me perdía en el agujero de una Nikon o una Hasselblad”: “Había que escoger: o escapar o hacer un ménage à trois”, cantaba, entre el sarcasmo y la amargura. “Pero eso es inmoral cuando se es un hombre como es debido: ibérico, macho y cristiano, y me quedé solo y jodido, conejito de terciopelo”.
A Serrat le pudo el ansia de escalar -parece que mediante métodos poco ortodoxos- de su romance extranjero: “El Elle, el Vogue y el Harpers Bazaar te fusilan en cada ejemplar. Dicen que Richard Avedon te ha dado un sitio en Nueva York: no te puedes quejar. Lo que soñabas ya lo tienes en la mano. Te conoce la gente, te ama un adolescente y un abuelo te quiere adoptar. ¿Eres feliz con tu nuevo amante, conejito de terciopelo?”, lanzaba. Y aquí aparece el fotógrafo Leopoldo Pomés, como un ramalazo de esperanza para Serrat. Formaba parte de su plan de reconquista.
Portada icónica de Marsé
“Hoy he visto el cielo abierto. Dios, que es bueno y sabe lo que he sufrido, me ha dejado sus consejos en un escaparate de casa Castells y me he comprado un libro, La fotografía es un arte. Antes de que pase un mes, seré mejor que Pomés. Ya sabes dónde me encontrarás (…), conejito de terciopelo”, guiñaba, dejándole un teléfono que resultó ser real.
Tan real que Serrat tuvo que cambiar de número porque no paraba de recibir proposiciones indecentes por esa vía. Otra curiosidad: la expresión francesa ménage à trois fue censurada y sustituida por un extraño silencio del intérprete -él se encogió de hombros y al tiempo dijo que “en la España de Franco no se hacían tríos”-. Sin embargo, su golpe romántico no surtió efecto y Susan Holmquist siguió su camino. Serrat publicó la canción en su cuarto álbum en catalán, el que supondría el retorno a esa lengua tras tres discos en castellano. Otro tren marchándose. Bueno: vinieron otros, pero quizá no con tanto glamour pérfido.
Tuvo que ser difícil para el cantante olvidarse de esa rubia sensacional, porque su rostro protagonizó una de las portadas más icónicas del libro español contemporáneo: ahí la edición de Lumen de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, donde Holmquist aparecía inmortalizada por Oriol Maspons. La imagen hablaba sola: ella, flequillo abierto, medio sonreía desde el asiento del conductor de un descapotable, con los brazos arqueados y mirando hacia ese lugar que sólo conocen dios y los helicópteros. Pura fotografía aérea. Era una musa incuestionable, representante de uno de los mitos de la España de los setenta: la belleza nórdica.
Holmquist era esa Teresa burguesa y seductora que leía poemarios de Nazim Hikmet y se citaba con el Pijoaparte, el charnego rebelde que derrapaba hasta Monte Carmelo. Esa misma Teresa, que, según detalló Juan Marsé a este periódico, “tendría hoy una aventura con uno de Podemos pero se casaría con uno de Ciudadanos”. Holmquist era Teresa, eso es seguro, y ni una ni la otra, como diría el mismísimo Leopoldo Pomés, eran pecado.