“La risa de mi hijo. He perdido la risa de mi hijo”. Lo escribía Francisco Umbral en Mortal y Rosa, una de las obras más poéticas, brillantes y lacerantes del siglo XX acerca del duelo por la muerte de un niño, ese soldadito rubio que mandaba en el mundo. El libro hiere en sí mismo, pero heriría más no leerlo, porque pesca las palabras justas del pozo de la depresión y las saca a flote -para horror y alivio de todos-; porque nombra y cerca lo que antes era sólo una maraña de desgarro e incomprensión. “Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú (…) Lo que queda después de ti es un universo fluctuante, sin consistencia, como dicen que es Júpiter, una vaguedad nauseabunda de veranos e inviernos, una promiscuidad de sol y sexo, de tiempo y muerte”. Lo que queda después, claro, es el luto, la forma de expresar públicamente la pena por la marcha de un allegado.
Formalmente, en España el luto ha virado bastante desde mediados de los setenta hasta ahora: ahí la muerte aún era un evento exaltado que se solemnizaba con infinitos símbolos exteriores. Entonces se entendía como un drama social, una desgracia que afectaba al individuo próximo al difunto pero también a la comunidad. Entonces aún importaba la costumbre, la ceremonia, el culto: ahora, según indican los expertos, somos una sociedad huérfana de ritos.
Es el cambio de modelo hacia el utilitarismo, y, por otra parte, una tendencia hacia ocultar lo desagradable, lo doloroso, lo feo. El Estado de Bienestar nos empuja a la felicidad pública y publicada; a sonreír en las fotos y a mostrarlas al mundo; a ser el más guapo, el más querido, el más exitoso. Estar triste es un estigma. Estar triste es improductivo y es de fracasado: eso nos dicta el sistema. Ahora la desazón se resuelve con un 'post' emotivo en Facebook e incluso, a veces, con performances disparatadas, como la de Jordi, el influencer que convirtió la muerte de su abuelo en un reguetón.
Todo sirve hoy para llamar la atención. La diferencia sustancial es que antes uno se minimizaba, se recluía, se hacía un ovillo en sí mismo y callaba. Durante meses. Durante años. Hoy se informa a todos de la pérdida a voz en grito, pero esa manifestación muere a las 24 horas, como un stories de Instagram. Quizá tenemos que repensar nuestro luto: ni el castigo de antes ni la superficialidad de ahora parecen deseables.
Cuándo se instauró el negro en España
Lo cierto es que se han perdido las viejas manifestaciones de la pena, las antiguas estelas del dolor. Para empezar, es de recibo explicar que el negro se instauró en el luto ya en la Antigua Roma, hasta que un decreto imperial -en el siglo II- adoptó el blanco hasta finales del XV. Fueron dos los acontecimientos que marcaron el retorno al negro como color oficial del luto: uno, la muerte del príncipe Juan en 1497 hizo que los Reyes Católicos aprobaran la “Pragmática de Luto y Cera”, esto es, un conjunto de leyes en las que se especifica que el color negro es el correcto para este tipo de indumentaria. En ese texto también se prohibía la manifestación exagerada del dolor -les parecía obsceno-: adiós a las plañideras -mujeres contratadas para ir a llorar a los funerales y para alabar las virtudes del muerto-.
Había muchas más instrucciones para sufrir: las viudas tenían que permanecer el primer año, tras el fallecimiento de sus maridos, encerradas en una habitación tapizada de negro en la que ni siquiera podía entrar la luz. Más tarde, en 1729, Felipe V limitó algunas de estas normas: por ejemplo, redujo a seis meses la reclusión de la mujer y restringió el uso del negro para el interior de las casas. Segundo acontecimiento que propició la vuelta al negro -el back to black-: el funeral de Carlos VIII, cuando su esposa Ana de Bretaña se vistió radicalmente de negro.
En cualquier caso, todas las exigencias feroces que destilaba la Pragmática se fueron diluyendo a partir del siglo XX: ahí el negro pasó a todos los ámbitos de nuestra vida y fue entendido como el color de la elegancia, no sólo del respeto. Hasta no hace tanto, en España, cuando fallecía un familiar, había normas no escritas como cerrar puertas y ventanas de las casas; cambiar los visillos por el color del luto y girar los cuadros sobre la pared.
La familia tenía que estar al menos tres días sin salir a la calle, pero normalmente llegaban a los nueve, que era cuando se celebraba la llamada “misa de difuntos”. Se cubrían con paños las televisiones y las radios para no recibir ningún estímulo externo, nada que pudiese entretener o distraer de la congoja. Por supuesto, los dolientes tenían vetada la entrada a fiestas o a bares. Había de reinar el silencio, que sólo podía romperse con los rezos de las mujeres o los agradecimientos de los hombres al recibir las condolencias.
Las más castigadas: ellas
Son ellas -qué raro- las que se llevaban la peor parte. Mantón, mantilla o pena negra -un velo largo que se colocaba en el sombrero para que ocultase el rostro de la afligida-. Tenían que teñir todas las ropas de sus armarios, incluso la interior. Su luto se dividía en tres grados: riguroso, alivio de luto y final. El tiempo pertinente se medía según el grado de parentesco con el fallecido, pero algunas mujeres pasaban de luto toda la vida porque iban hilvanando una muerte con otra: la del padre, la del hermano, la del marido. Muchas se quedaron solteras para siempre porque esta forma de vivir el luto las recluyó; les impidió el contacto social.
Se estima que el luto riguroso duraba alrededor de seis meses; el alivio suponía emplear colores como el malva o el gris -llegaba con la misa del año-; y el luto final se identificaba por la introducción, por fin, de colores más vivos. En el medio rural las normas eran más severas. Por ejemplo, cuenta Marcos Gómez Sancho en su libro La pérdida de un ser querido. El duelo y el luto (Aran ediciones) que había ciertos pueblos en los que las mujeres de luto sólo podían ir a buscar agua a la fuente de madrugada, para no ser vistas. Tampoco podían ponerse de luto nada más morirse el ser querido, no fuese a parecer que lo estaban deseando. Ah: prohibidas las macetas con flores en los balcones de los hogares.
A las mujeres de luto en la posguerra las describía con mucha premura la magnífica Carmen Martín Gaite en Entre visillos: “Elvira se levantó a echar las persianas y se acordó de que pasaría por lo menos año y medio sin ir al cine. Para marzo del año que viene, no, para el otro. Eran plazos consabidos, marcados automáticamente con anticipación y exactitud, como si se tratase del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera película. Es lo que se llamaba alivio de luto”, detallaba.
Ellos: sombrero y brazalete
Los hombres sólo debían llevar, al principio, capa y sombrero; más tarde este gesto se cambió por un triángulo negro en la solapa de la chaqueta o un brazalete de tela negro en el brazo, como detalla Joaquín Zambrano González en Cultura funeraria popular en España. En ciertas localidades, también era tradición anunciar mediante un vocero el nombre de la persona que había fallecido, a veces, incluso acompañado de su mote -para que sus vecinos entendiesen enseguida de quién se trataba-. O dejar entreabierta la puerta de la casa donde se estaba velando al difunto.
Hoy el culto al muerto ya no se gesta en la casa, que hasta no hace tanto era el centro neurálgico de todas las acciones, sino en el hospital, en el tanatorio y en el cementerio, “perdiéndose por el camino ese sentido aglutinador, de familiaridad, pero sobre todo, de solidaridad”, escribe Zambrano González. “Ahora, como bien lo define el historiador francés Philippe Ariés, la muerte se trata de un rito aséptico, donde predomina la frialdad”. Es cierto que todas estas manifestaciones nos parecen impensables en el siglo XXI, quizás porque hemos asumido que los ritos tienen sólo una connotación religiosa cuando, especialmente, arrastran mucho de sabiduría cultural: eran una forma de curar hacia afuera para poder sanar, después, adentro.