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Me acuesto con psicópatas

Los documentales sonoros, podcasts y audio-relatos que entran a saco en el oscuro reverso del alma humana siempre terminan por eclipsar mis pequeños dramas cotidianos. 

4 octubre, 2019 14:19

Ya hace más de cinco años que me acuesto con la voz de un señor susurrándome un montón de cosas horribles al oído. Y me levanto con lo mismo. Todos los días. Todas las noches. Los documentales sonoros, podcasts y audio-relatos que entran a saco en el oscuro reverso del alma humana siempre terminan por eclipsar mis pequeños dramas cotidianos; lo cual resulta muy higiénico para mi sesera y un coñazo para la persona que duerme -dormía- a mi lado.

Y no es que mis pensamientos me den miedo, es que me dan pereza; es una sensación de tedio e improductividad que no soporto.

Ejercicio de inmersión o pacto demoníaco, da igual: mis fantasmas se largan cuando aparecen los de Ted Bundy, Hitler o Edgar Allan Poe. Mi móvil ha dinamitado ese descampado en el que germinaban a su antojo: el silencio; y con él, se ha llevado los tiempos muertos de mi vida.

Hace poco contaba en mi Instagram (perdón por la pedantería de la autocita) que edito mis vídeos en la sala de espera del oculista, contesto mails en la cola del súper, veo Netflix caminando por la Gran Vía (el otro día casi le chafo la cabeza a un chihuaha); y esta reflexión -como la mayoría- sería algo más profunda si en lugar de cinco, fueran seis las paradas que separan mi casa del curro.

Me paso el día generando burbujas de intimidad en el espacio público: mi jardín es El Retiro, mi despacho son todos los museos de Madrid y entrar en el McDonals es como hacerlo en una habitación de mi kelly, igual que Macaulay Culkin en Richie Rich, ¿te acuerdas? Así de rico me siento yo.

Es una sensación extraña, como si el mundo se hubiera convertido en una cárcel tremendamente acogedora desde que tengo un smartphone entre las manos; como si la vida sin barrotes ya no me perteneciera…

Destino trágico el mío, supongo: mi relación con el móvil no es muy distinta la que tiene un yonqui con su jeringa. Lo malo es que en mis planes no está dejarlo, así que cualquier día la muerte me pilla en la cama con Stalin y dejo a la peña flipando.

Imagino a mis padres hablando con el médico para que omita ese detalle en el informe de defunción: “Vale, pero lo de que tenía cuatro podcast en cola sobre Stalin no es necesario ponerlo, por favor. ¡Por favor, quite eso!”. “Lo siento, pero es mi deber como médico recogerlo”, contestaría el doctor mirándoles por encima de las gafas, el muy loco. Qué vergüenza.

En fin. Mientras tanto, como diría Barnie Gumble, “no lloréis por mí, yo ya estoy muerto”.