Parecía una niña Peter Pan, un cuerpecillo enjuto, ágil y chulesco contra el sistema; siempre a punto de echar a volar hacia alguna nueva utopía, hacia un país mejor que nunca jamás terminó de existir. Tenía 17 años y un fusil -prestado para la foto- al hombro. Los cabellos rebeldes sobre la frente y la mejilla, movidos por el viento; el gesto altivo, la sonrisa ganadora. Marina Ginestá (Toulouse-1919, París-2014) dejó de ser una mujer para ser un icono, una imagen inspiradora contra el fascismo capturada por Juan Guzmán, muy a pesar de su componente propagandístico: qué más da. Se necesitaban símbolos para expectorar y ella fue uno fundamental. Porque Marina no fue jamás una mera cara enigmática al servicio de una causa, no una modelito tierna y liviana; sino que fue activista feroz, una traductora prolífica y política, una periodista volcada, y, ahora lo sabemos, una novelista nostálgica e irregular, aunque conmovedora, que no dejó jamás de activar el ojo de la nuca y de amasar los años en los que fue más fuerte, en los que fue más libre.
Una vez regresó de su exilio en República Dominicana y Venezuela, se atrincheró en Europa para buscar a su adorada abuela Micaela Chalmeta, la matriarca punki. Desde entonces residió en Francia, y fue allí donde escribió, en 1977, Els Precursors, ahora rebautizado como Otros vendrán… y editado por Renacimiento, un libro en clave sobre el sindicalismo revolucionario de la Barcelona de los años veinte. ¿Quién podía conocerlo como ella; que creció en la militancia socialista catalana desde la cuna; que tenía abuela feminista, salvaje y cultérrima, pionera del movimiento cooperativo catalán; que tenía madre revolucionaria y un padre que fue secretario general del poderoso sindicato UGT durante unos meses en la guerra civil?
Marina estaba muy unida a su hermano Albert, francófilo como ella, con quien compartió escolarización en Toulouse, en la escuela pública -laica, obligatoria, gratuita y republicana-, que marcó irremisiblemente su carácter en los tiempos tiernos. Su padre había trasladado allí su sastrería barcelonesa, huyendo de España por razones políticas: digamos que su activismo apasionado no había pasado desapercibido ante la policía ibérica. Volvieron a la capital catalana en 1929 y la familia celebró con alegría tanto la instauración de la República en 1931 como la victoria del Frente Popular en 1936.
Una mujer que no quiso ser heroína
Marina Ginestá nunca se definió como “heroína”, es más, rechazaba el término, pero los datos la desdicen. “En las listas de pagos efectuados a los milicianos del PSUC con la pronta fecha del 26 de octubre de 1936, Marina Ginestá Coloma, con número oficial 782883 y entrada en la milicia como la 345, aparece cobrando trescientas pesetas”, señala el prólogo del libro. “Un dato interesante cuando sabemos que los milicianos cobraban como subsidio diez pesetas al día desde el momento en que se incorporaban. Comprendemos así que Marina estuvo presente desde el principio de la revolución, junto con su hermano Albert, que también aparece en esa lista”, apunta la pequeña biografía inicial.
No obstante, los recuerdos que inyectó años después a su hijo, Manuel Periáñez-Ginestá -encargado también de esta edición- eran de todo menos temibles. Ella procuraba reírse de sí misma, no darse demasiada pátina de respetabilidad, como cuando le habló al crío del día que recibió, tras el combate de Plaza Catalunya, una carabina Winchester, “y, mostrándola orgullosa a una amiga, se le escapó un tiro que fue a parar entre dos milicianos que estaban discutiendo del otro lado de la plaza”. Enseguida los dos tipos le quitaron el arma de las manos. Ella siempre dijo que fue el único tiro que pegó en toda la guerra civil, mientras le citaba continuamente a su hijo a Brecht: “El verdadero heroísmo consiste en lavar los platos cada día”. Jamás se colgó medallas.
De ella dijo el periodista cubano Pablo de la Torriente Brau en Peleando con los micilianos que “todos los compañeros, hombres y mujeres, siempre la están buscando”: “Porque tiene la inteligencia en los ojos y la decisión en los gestos (…) Ni en las calles ni en el frente adquirió la noción del peligro (…) Será un dirigente famoso. Y, si algún día la fusilan, morirá cantando La internacional”. Kolstov escribió en sus Diarios de la guerra española que Marina “no suelta ni por un instante su enorme fusil de fabricación antigua”, y retrata cómo luchó con su hermano y un amigo de ambos: “Juntos crecieron, jugaban juntos, juntos ingresaron en las Juventudes Comunistas. El 18 de julio, juntos tomaron un fusil cada uno y fueron a la barricada de la plaza de Colón. Al amigo lo mataron, con cuatro balas en el vientre. Cayó entre el hermano y la hermana (…) Marina se hizo mecanógrafa en el Comité Militar. A veces se vuelve, se mete en un rincón y permanece largo rato sentada ante la pared. Cuando la llamo, declara: -A usted, como camarada ruso, se lo puedo decir sin reservas: aquí todos somos demasiado sentimentales. ¡Esto es un gran defecto! ¡Somos enormemente sentimentales!”.
Su amor con Ramón Mercader
Los testimonios chocan, porque, como hemos indicado anteriormente en este artículo, ella negaba haber portado un fusil jamás, pero indudablemente fue una heroína por conciencia: se la recuerda en las manifestaciones de las Juventudes Comunistas, celebrando la liberación de Lluís Companys, junto al “mal célebre” militante Ramón Mercader, quien años después asesinaría a Trotsky. Es más: Marina llegó a ser novia de Mercader, a vivir con él uno de esos romances espinosos y revolucionarios: lo conoció porque Ramón era amigo de Albert, su hermano, y porque todos pululaban alegremente por las Juventudes Socialistas Unificadas. Afortunadamente, la madre de Mercader (la mítica Caridad) nunca tragó a Marina porque su familia no venía el núcleo duro del Partido Comunista. “Gracias a esta oposición, Marina no se vio involucrada en ninguna actividad de los agentes de Stalin, como fue el caso de Mercader”, apunta el libro.
Marina fue intérprete del soviético Mikhail Koltsov -antes citado- y redactora del periódico Verdad, aunque sus artículos fueron meramente propagandísticos, “ocultando la verdadera situación desastrosa en la que se encontraba el bando legal”. Cuando acabó la guerra, a Ginestá la mantuvieron junto a cientos de personas en el puerto de Alicante, durmiendo en la pura tierra. Al menos no estaba en ninguna lista negra, así que la dejaron marchar hacia la Junquera -se inventó que ese era su pueblo natal para que no pudieran cazarla y reconocerla en Barcelona-. Cayó herida. Y terminó recibiendo muchísima información descorazonadora sobre los asesinatos anarquistas y poumistas, que le mostraron una guerra mucho más cruenta de lo que ella había visto e imaginado. Por eso decidió escribir Otros vendrán… Fue cuando regresó a Barcelona con su segundo marido, el diplomático belga Carl Werck.
La obra está plagada de referencias al anarquismo español moderno; y dibuja la ideología previa a la concepción que luego se impuso de ella, equivalente a “terrorismo” -a partir del asesinato del ex comisario Bravo Portillo-: “Es el anarquismo verdadero, el que se configuró antes del inicio del terrorismo, aquel que preconizaba una igualdad de clases y un socialismo como finalidad, con sus diversas tendencias: la sindicalista, la anarcosindicalista y la anarquista”. Enhebra el hilo político con recuerdos, olores, rincones, vivencias reales de su familia hiperideologizada y se esfuerza por revalorizar “el rico pasado libertario catalán”. Le canta a esos hombres y mujeres que fueron coherentes, valerosos “y momentáneamente vencidos, pero que se conservaron puros en medio de su gran tormenta, y, en cierto modo, por eso fueron invencibles”. Como ella misma, aunque a Marina jamás le habría gustado reconocerlo.