"Viernes 31 de diciembre. Nochevieja (...), el hielo se ha cerrado por completo a nuestro alrededor". La descripción anotada por el sargento William Cunningham en su libro de memorando da cuenta de la coyuntura extrema a la que se enfrentaban el HMS Erebus y su buque gemelo, el Terror, a finales de 1841. No habían alcanzado todavía el objetivo principal de la expedición, conquistar el círculo polar antártico, y las condiciones climáticas eran cada vez más adversas. Sin embargo, el ánimo permanecía casi intacto en el seno de las dos tripulaciones: "Dimos la bienvenida al Año Nuevo (...) con confianza y alegría".
Incluso varios navegantes, aprovechando el hecho de que se podía caminar entre ambas embarcaciones de nombres apocalípticos, tallaron en la dura nieve la figura de una mujer a la que bautizaron como su "Venus de Médici", de casi dos metros y medio de alto. "La celebración que siguió fue sonada. Un pingüino que pasara por allí habría visto a marineros que tocaban cuernos y gongs y sostenían cerdos bajo el brazo para que chillaran, en un esfuerzo de cada uno de los barcos por proferir el mayor alboroto posible", recuerda Michael Palin, miembro de los Monty Phyton.
El hombre que hizo de Poncio Pilatos en la divertidísima La vida de Brian, entre otros ilustres papeles, apasionado de las aventuras sobre el mar, ha escrito ahora una biografía sobre el HMS Erebus, uno de los grandes navíos de exploración del siglo XIX. Bajo el título de Erebus: historia de un barco (Ático de los Libros), Palin reconstruye con una prosa amena y valiéndose de los testimonios de los protagonistas un doble viaje al infierno, una crónica humana que concluyó en tragedia, con la muerte de toda la tripulación de la expedición de John Franklin, que partió de Gran Bretaña en 1845, en las gélidas tierras y aguas del Ártico.
El Erebus —en la mitología griega representa al hijo de Caos, que simboliza el oscuro corazón del inframundo— fue concebido en Gales como una bombarda, un buque de guerra, y entró en servicio en la Marina Real británica en 1823. En los primeros años su futuro fue incierto, sin misiones asignadas, hasta que en 1828 se le destinó a patrullar el Mediterráneo e incordiar a los turcos. Pero nunca llegó a desempeñar la función para la que fue creado: los combates marítimos. Su verdadera fama llegaría al ser reconvertido en un barco de exploración.
En 1839, bajo el mando del experimentado y célebre explorador James Clark Ross, el Erebus zarpó rumbo a la Antártida, donde alcanzaron la mayor latitud al sur en la que ningún otro hombre había navegado, un récord que tardía bastantes décadas en batirse. No había ningún científico como tal a bordo, pero sí dos cirujanos, Joseph Hooker y Dalton McCormick, que fueron anotando cuidadosamente en sus cuadernos y diarios detalles sobre las distintas especies animales y la botánica con las que se iban topando.
El momento más crítico de esta primera odisea plagada de temperaturas implacabales y peligro constante, que duró casi cuatro años, se registró poco después de la Navidad de 1841. En dirección a las islas Malvinas, un enorme iceberg provocó que el Erebus y el Terror colisionasen entre ellos. "Nosotros, pobres peregrinos del océano, pensamos que vivíamos nuestros últimos momentos en esta vida", recordaría el marino irlandés Cornellius Sullivan. Milagrosamente, ninguno de los dos barcos, que navegaban a vela, sufrieron daños irreversibles y, después de un tercer reconocimiento por la Tierra del Fuego, consiguieron regresar a casa.
La desaparición
Después de hacer historia en el Polo Sur, la siguiente singladura del Erebus y su fiel escudero se dirigió al confín opuesto del mundo, el Ártico, a descubrir el paso del Noroeste, una nueva puerta de entrada al Pacífico. No fue Ross el encargado de capitanearla, sino que que esta vez la misión recayó en su amigo John Franklin, que contó con la ventaja de ver dos motores de veinticinco caballos instaladas en los barcos. Una ayuda nada desestimable, pues era una tecnología puntera para la época, pero esa potencia, sin duda, no iba a marcar una diferencia decisiva a la hora de enfrentarse a los compactos y gigantescos bloques de hielo.
El 19 de mayo de 1845, a las diez y media de la mañana, el Erebus y el Terror, con 24 oficiales y 110 hombres a bordo, levaron anclas en dirección al Polo Norte. Ninguno de ellos regresaría con vida de aquella travesía. El último avistamiento de la expedición se registró el 26 de julio, cuando el capitán Dannett, del Prince of Wales, intercambió unas breves palabras con alguno de los oficiales. Con la llegada de 1847, y ante la falta de noticias, se activaron las primeras alarmas.
Se envió una misión terrestre de búsqueda, otra marítima liderada por el mismísimo John Ross, el hombre que mejor conocía las embarcaciones que se habían esfumado, que se internó en la bahía de Baffin y el estrecho de Lancaster; u otra más idealista que sensata liderada por lady Franklin, la esposa del marinero jefe, pero todas fracasaron. No obstante, la suma de esos esfuerzos contribuyó a que el pueblo británico y el Almirantazgo fuesen conscientes de la irreversibilidad del desastre.
No fue hasta agosto de 1850, cinco veranos después de la partida de la expedición, cuando se hallaron los primeros vestigios: fragmentos de suministros navales, harapos o latas de carne en conservas. Otro explorador, John Rae, confirmó lo que parecía una evidencia en 1854, en la bahía de Pelly, gracias a los testimonios de los inuits, un pueblo de esquimales del Ártico. Así, las piezas del puzle empezaron a encajar: los barcos habían sido aplastados por el hielo, y la tripulación se vio forzada a vagar por un continente helado, en búsqueda de alimentos para poder sobrevivir. Una misión imposible.
Las causas del fallecimiento de los exploradores siguen siendo a día de hoy motivo de controversia. Hay teorías que señalan el pésimo estado de los víveres cargados en las bodegas del Erebus y el Terror, otras que hablan de un posible envenenamiento o de los efectos de los metales tóxicos de las latas de conserva, una hipótesis que se baraja desde que en 1984 se exhumaron y analizaron los primeros tres cuerpos de la expedición. Todos estos misterios los aborda Palin en su libro, que combina la literatura de viajes y de aventuras con la historia.
"Al final, no obstante, lo único que se puede asegurar es que los que sirvieron en la expedición de Franklin estaban sencillamente en el lugar equivocado en el momento equivocado", concluye el autor. "Acabaron en el rincón más inhóspito de un remoto archipiélago durante una época a la que hasta los inuits aborígenes denominaron los años sin verano". El viaje sin retorno al inframundo del Erebus y el Terror, dos barcos que, para aumentar su leyenda, han renacido hace poco, cuando en 2014 y 2016, respectivamente, sus pecios fueron hallados en el fondo del océano.