Después de Cervantes, Benito Pérez Galdós es nuestro autor crucial y ecuménico: Galdós para vertebrar España, para abrazarla y para entenderla. Galdós para retratar un país del que sentirse orgulloso, pero no con una soberbia de brocha gorda que bebe de la bandera y el himno, sino con una levísima sonrisa que remite al hogar cálido, al humor líquido, a la lengua. Lo expresó maravillosamente Cernuda en uno de sus poemas, Díptico español, con una estrofa de esas que conquista al más descreído patrio: "La real para ti no es esa España obscena y deprimente / en la que regentea hoy la canalla / sino esta España viva y siempre noble / que Galdós en sus libros ha creado. / De aquélla nos consuela y cura ésta".
Y es cierto que su óptica inauguró una nueva manera de mirar las cosas, y es verdad que nos vertebró su deseo por superar los arquetipos y dualidades predominantes desde el Renacimiento -razón y corazón, mente y emociones, espíritu y cuerpo-. Galdós fue un hombre cerebral, racional, modernísimo, hijo del pensamiento ilustrado, que dedicó su obra a dibujar una realidad humana más ecuánime, más justa y verdadera. Ese es el ser insigne y sencillo a la vez que se fue hace cien años -la efeméride se cumple en 2020-, el que se despidió del mundo en su casa de la calle Hilarión Eslava de Madrid, con 76 años, exhausto, casi ciego, distante de sus últimas obras, con su hija María a su lado, cogiéndole la mano.
A su entierro acudieron más de 30.000 personas. Fueron a decirle adiós gentes de todas las clases, menos de la política: ya es casi un honor que su recuerdo hoy sea popular y no institucional. La España oficial -"fría, seca y protocolaria", como escribió Ortega y Gasset- no estuvo, ni falta que hizo. Le homenajearon los lectores, los ciudadanos, los hombres y mujeres de a pie a los que hilvanó con tanta gracia y tanto realismo en sus obras. Quizá fue eso, su mirada horizontal ante el mundo, la que chirrió a una parte "pseudoexquisita y elitista de la cultura española", como señala la experta galdosiana Marta Sanz, comisaria de su exposición en la BNE.
Para muchos fue el paradigma de la escritura sin ambición estética; para otros no fue más que un "garbancero"; para los franquistas fue una oportunidad de dignificar para todos la palabra "nacional" -por sus célebres Episodios-; para otros fue un creador sin "estilo", para Cortázar y Benet y Umbral fue una mofa. Hoy, en su aniversario, tenemos la oportunidad de resarcir ese desdeño injusto.
Él creía en vivir 'armónicamente', en no cultivar enemigos, el aprendiz de Giner de los Ríos, quien le enseñó el valor del diálogo.
Galdós fue muchos hombres, y todos queridos: el niño de clase acomodada que se sonrojaba cada dos por tres, preso de su propia timidez, y que creció custodiado por seis poderosas hermanas. El jovencito que se interesó desde tempranísimo por la escritura, la pintura y la música; el que se enamoró de su prima Sisita y fue alejado de ella a instancias de su madre, la férrea Dolores Galdós. El adolescente que empezó la carrera de Derecho y la dejó porque le sedujo el periodismo. El que dijo adiós a su tierra, Palmas de Gran Canaria, y se fue para Madrid sin mirar atrás, a escuchar y a mirar, a imbuirse en las tertulias: eso sí, en las menos esnobs, porque él se dejaba caer por las de la Puerta del Sol. Las más ácidas, como su propio nombre vaticinaba, eran las del 'Bilis Club' asturiano donde asistía Clarín. Todos sus miembros se caraterizaban por el colmillo afilado. Por la mala leche.
Pero Galdós no era así: él creía en vivir "armónicamente", en no cultivar enemigos, el aprendiz de Giner de los Ríos, quien le enseñó el valor del diálogo. El diputado. El heterodoxo. El liberal. El republicano. El que en la fase final de su vida se hizo socialista. El que se alineó con Pablo Iglesias al darse cuenta de que "el proyecto de la restauración no había funcionado", al asumir que "el llamado tercer Estado no tenía sentido". El candidato más votado. El amante de los perros. El tipo que alquilaba pianos porque no podía dejar de tocar. El de la curiosa caligrafía. El ciudadano que respetaba las instituciones. El mejor dramaturgo de su época, aunque ya no se le reconozca.
También fue el amante predilecto de doña Emilia Pardo Bazán, con quien dejó una correspondencia erótica e intelectual inigualable: "Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria… y si no también muy bien, siempre será una felicidad inmensa que contigo y sólo contigo se puede saborear, porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro. Yo sí que debía renunciar a la lectura y deletrearte a ti solo. Hay mil corrientes en mi pensamiento que sólo contigo desahogo", le escribía ella, derretida.
Galdós era un amante grisáceo, un tipo triste y mujeriego -todo a la vez-, una suerte de viajero incomprendido hasta que la conoció a ella, a Emilia. Y también fue capaz de darnos una visión modernísima del papel de la mujer en la sociedad: ahí esa Tristana que no quería ser amante ni esposa, hembra emancipada en la sociedad española de finales del siglo XIX. Llegó a hablar hasta de "amor libre y anarquismo". Esas ideas luminosas sobre la emoción humana que a muchos siguen pareciéndoles excesivamente vanguardistas en nuestro tiempo. Él siempre fue por delante, él habitó el presente y proyectó el futuro: como los creadores totales.