La llamaron “niñata”, “caprichosa” y “egoísta”. La acusaron de ser una “universitaria pija” y de convertir sus “pataletas” en un libro -en un best seller, para ser exactos-. No faltaron los clásicos “histriónica” e “histérica”. A Elizabeth Wurtzel, madre de Nación Prozac, fallecida esta semana tras extenderse la metástasis por su cáncer de pecho, la cosió sin piedad la crítica cuando en 1994 se atrevió a hablar de un tema espinoso y tabú como era la vida íntima de los jóvenes americanos deprimidos. Ah: el país del presunto éxito, o, mejor dicho, de las victorias cosméticas y de la desazón profunda. ¿Por qué, si lo tenían casi todo, estaban tan tristes los niños? ¿Cuenta como diagnóstico “falta de sentido vital”? ¿Quién vendría a salvarles: ejércitos de pastillas? ¿Cómo se pronuncia “fluoxetina”?
Wurtzel indagó en esta situación -que no ha hecho más que agudizarse en una sociedad cada vez más hundida, alienada y narcotizada- a través de un particular estilo confesional, que, cómo no, también sería tachado de “pornográfico”: las continuas zancadillas que recibió la autora tienen más sentido si se recuerda que fue mujer -¡una mujer escribiendo sobre sus sensaciones depresivas como si fueran importantes!, ¿pero quién se había creído…? Ese ombliguismo era patrimonio de los hombres- y que su voz se convirtió rápidamente en un pelotazo de ventas y, algo más: en un símbolo.
Con sus diarios, en realidad, no sólo aspiraba a cercarse a sí misma como sujeto decadente, sino a entender mejor a una generación extraña y confusa que se hería a sí misma, una generación escéptica y sin dioses, a la que, encima, se le iban muriendo los ídolos: de Kurt Cobain a Jeff Buckley. La generación que creció en la cultura del divorcio, la inestabilidad económica y el sida. La generación de la angustia, de las contradicciones, de la ironía, del nihilismo, de un drama trufado de pop que los demás siempre acusaban de “exagerado”.
Elisabeth Wurtzel era físicamente perfecta para representar a esta horda de desencantados en unos EEUU en declive: la frente ancha y despejada, las mechas rubias de semi femme fatale, un aire gótico en los ojos, unos pechos sin sostén, algo travieso en la cara y una sensación constante de acabar de cerrar el after. La llegaron a bautizar como “la Courtney Love de las letras”.
La depresión vista desde dentro
“La vergüenza es algo terrible: estás tan enfermo como tus secretos”, escribió la joven; y trató de no dejar guardado ninguno en el cajón y de ir arrancándose hasta el último pelo de la lengua con el fin de desmitificar la depresión y colocarla en el centro del debate público. 300 páginas de expiación. La diatriba de una universitaria de Harvard que se siente mal, muy mal, que se refugia en el sexo para sacudir su nociva existencia, que no cree en el amor más que como en una confesión de fracaso y que se harta de drogas y alcohol para soportarse a sí misma. Todo hasta que llega Prozac, el fármaco-panacea de los años noventa. Y se forma el quilombo.
Así detalla su sensación: dibuja la depresión como una “ausencia absoluta: ausencia de afecto, ausencia de sentimiento, ausencia de respuestas, ausencia de interés”. Y sigue: “La medida de nuestra sensatez, la piedra angular de nuestra cordura en esta sociedad es nuestro nivel de productividad, nuestro tributo a la responsabilidad, nuestra capacidad de conservar un empleo. Cuando uno se halla en ese punto en el que a duras penas consigue aparecer en el trabajo o pagar las facturas, sigue estando bien o, al menos, bastante bien. Existe el deseo de no reconocer la depresión en nosotros, o en aquellos cercanos a nosotros. Es una necesidad tan apremiante que muchas personas prefieren pensar que hasta que uno salga volando por una ventana no existe problema ninguno (…) A pesar de todos los intentos y todos los propósitos, la persona que sufre una profunda depresión no es más que un muerto viviente”.
Más sentencias reveladoras de su libro: “Esto es lo que pasa con la depresión. Un ser humano puede sobrevivir a casi cualquier cosa, siempre y cuando vea el final a la vista; pero la depresión es tan insidiosa y se agrava tan a diario que es imposible ver el final”. O: “es todo lo que quiero en la vida: que este dolor parezca decidido”. O: “Tenía mucho miedo de dejar de estar deprimida, porque temía, de alguna manera, que la peor parte de mí fuera en realidad… toda yo”. O: “A veces desearía poder caminar con un cartel de ‘cuidado’ pegado a mi frente”. O una frase muy sencilla que en el fondo lo resume todo: “No quiero intentarlo ni una vez más. Sólo quiero salir. Estoy tan cansada. Tengo veinte años y estoy agotada”.
Perra: elogio de las mujeres difíciles
Lo cierto es que, en un primer momento, el libro iba a llamarse Me odio a mí misma y me quiero morir, pero finalmente los editores tiraron por otros derroteros: Nación Prozac era un nombre perfecto porque era una declaración de intenciones generacional y que metía el dedo en la llaga porque cercaba el problema. Ese bautizo colocaba a la obra más cerca del estudio sociológico que del relato personal, aunque dentro no se encontrase eso. Por otro lado, fueron muchos años de escritura: desde 1986 a 1994, concretamente. Ese trabajo le cambió la vida, pero después vinieron muchos otros mientras trabajaba como periodista: ojo a Perra: elogio de las mujeres difíciles, donde en la portada posaba en topless, sonriendo y haciendo un desenfadado corte de manga.
Elisabeth, con la edad, fue derribando los clichés de su época y su generación: por ejemplo, el rechazo a las instituciones, el descreimiento del amor, la cocaína y la heroína como respuesta a todo. Superó episodios sexuales traumáticos en la adolescencia y un intento de suicidio. Incluso en sus últimos años muchos de sus más fieles adeptos la acusaron de haber traicionado el modelo de vida en el que creyó, porque la mujer que se definió a sí misma como “la chica que ves en una fotografía en una fiesta o en un picnic en un parque y parece muy vibrante y reluciente, pero pronto se habrá ido” al final estuvo trabajando en prestigiosos bufetes de abogados y triunfando en diferentes sectores.
La misma joven que dijo “jamás nadie me amará, viviré y moriré sola” finalmente se casó con un escritor llamado James Freed Jr en 2015. Por suerte se contradijo en todo. Por suerte pudo esquivar la vida estrecha y oscura, como el cuarto de una escoba, que había diseñado para sí. La que esperaron de ella. Por suerte pudo ser libre para ser menos moderna y más feliz.