Treinta años después del desenlace de la II Guerra Mundial, los cazadores de nazis localizan y detienen a Adolf Hitler, el mal encarnado en forma humana, en la selva del Amazonas. Al führer se le sienta en el banquillo para refrescarle los crímenes de su régimen totalitario y se justifica diciendo que lsrael debe agradecer su existencia como Estado al Holocausto y que los judíos fueron los primeros en tildarse a sí mismos como "los elegidos".
Esta atrevida utopía, que lleva por título El traslado de A. H. a San Cristóbal (1981), la ingenió en forma de novela el brillante George Steiner, ácido crítico literario y destacado filósofo del siglo XX, fallecido este lunes a los 90 años en su casa de Cambridge (Reino Unido), que paradójicamente había nacido en una familia judía que fue forzada a abandonar Europa huyendo del terror nazi. La obra, evidentemente, fue acogida con recelo y estupor en los círculos judíos, donde se le acusó de antisemitismo.
Pero el lienzo literario encaja a la perfección con la máxima steineriana del poder sobrenatural que desprende la palabra humana tanto para amar como, en este caso, para destruir, que defendió en otro de sus ensayos más famosos, Gramáticas de la creación. La polémica no era más que un intento de explicar las voces de lo inhumano. Uno de los personajes de Steiner habla así de Hitler: "Pero había de venir un hombre cuya boca fuera como un horno y cuya lengua fuese una espada de devastación. Él conocería la gramática del infierno y la enseñaría a otros. Él conocería las expresiones de la locura y el odio y las revestiría de la apariencia de la música".
El catedrático de literatura comparada, que no tenía como héroes a figuras de la religión judía sino a pensadores como Marcel Proust, Franz Kafka o Karl Marx, también trató a menudo con la paradoja del poder moral de la literatura y su impotencia frente a acontecimientos inexplicables como el Holocausto. Y de esa búsqueda de respuestas emana una de sus frases más célebres: "Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o Rilke en la tarde, puede escuchar a Bach o a Schubert y después ir durante la mañana a su trabajo en Auschwitz". La incomprensible fusión entre la poesía y la cultura del barbarismo.
Nacido en París en 1929 —sus padres habían abandonado Viena en 1924—, Steiner emigró con su familia a Nueva York en 1940, donde estudiaría en el Liceo Francés. Contempló los horrores del exterminio nazi y los asesinatos de muchos de sus conocidos a miles de kilómetros de distancia, sabedor de que había escogido "el número correcto" en lo que definió como "la ruleta de la supervivencia". Esto, sin embargo, no le impidió ser crítico con los judíos, de quienes decía que estaban mejor en el exilio que en vez de "protestar por su condición de visitantes en tierras gentiles".
Lenguas y enseñanza
George Steiner fue un eminente hombre de letras que deslumbró con sus profundas reflexiones. En obras como Después de Babel, La poesía del pensamiento o La muerte de la tragedia desplegó su "pasión absoluta por la escritura y los clásicos, por la poesía y la metafísica". En Errata (Siruela), donde destripa su propia vida y la de sus ideas, defiende "cualquier orden social capaz de reducir, siquiera marginalmente, la cantidad de odio y de dolor en la existencia humana. De garantizar la intimidad y un espacio para la excelencia".
"En sus trabajos, Steiner analiza críticamente la repercusión que las humanidades, la creación artística y el conocimiento científico tienen en la configuración del espíritu humano. Heredero y partícipe de varias lenguas y culturas, Steiner representa una síntesis armónica de tendencias contrapuestas en la visión del mundo que nos hace pensar en la posibilidad de un entendimiento por encima de diferencias accidentales", valoró el jurado del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades al concederle el galardón en 2001.
Criado para hablar francés, inglés y alemán, el filósofo y crítico literario fue un mitólogo políglota, lo que, según dijo, marcó su trabajo y su vida. "Todas las lenguas y cada una de ellas cartografían un mundo posible, un calendario y un paisaje posibles. Aprender una lengua es ensanchar inconmensurablemente el provincianismo del yo. Es abrir de par en par una nueva ventana a la existencia (...) es el lenguaje natural el que proporciona a la humanidad su centro de gravedad", escribió.
Pero siempre teniendo presentes sus posibilidades más oscuras: "El lenguaje lo admite todo", caviló en una entrevista. "Es una verdad alarmante sobre la que apenas pensamos: podemos decir cualquier cosa, nada nos ahoga, nada nos provoca un shock cuando alguien dice la cosa más monstruosa. El lenguaje es infinitamente servil y, el lenguaje, este es el misterio, no conoce límites éticos".
Profesor en la Universidad de Chicago, Harvard, Oxford o Ginebra, entre otras, defendió esta institución como el último lugar en el que alguien puede descubrir la verdad interior que le ha de conducir durante el resto de su vida: "Una universidad digna es aquella que propicia el contacto personal del estudiante con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. En la masa crítica de una comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia".