Cuando encontraron muerto al niño Julen -cuando todo el país se asomaba a sus televisiones entre el terror y este morbo ibérico y malsano que ya es seña nuestra-, a Benjamín Prado le dio por escribir un poemita de los suyos, justo a tiempo: “Hoy que España es un triciclo vacío / un minero abrazado a una familia rota / una gente que ha visto ángeles que vestían / el uniforme de la Guardia Civil (…) hoy no hubo final feliz, pero sí un cuento / con sus héroes, su historia de amor y una certeza: / nunca un país entero asomado a un pozo / desprendió tanta luz”.
De alguna manera, el autor sintió que tenía que dulcificarnos enseguida -en riguroso directo- una realidad tan cruda. Encontrarle un lado positivo. Sintió que necesitábamos de su cursilería en producción instantánea. Más allá de la bajeza y del oportunismo, el poema no sólo era malo, sino que era mentira: de nuevo, en España no perdimos la ocasión de actuar detestablemente, siempre al pie de la desgracia ajena, sacando al buitre que llevamos dentro.
El textito se llamaba La lección de Julen, porque este sector de la cultura patria se caracteriza por sacar moralejas de lo que le pongan por delante. No podemos encarar el dolor en toda su complejidad, no podemos asumir la vida como un absurdo -como una broma mala, en demasiadas ocasiones-, sino que, por pelotas, hay que regodearse en la autoayuda. Sonríe, hostia, sonríe: como cantaban Triángulo de Amor Bizarro. Ese mismo sector de nuestra cultura se caracteriza por acompañarnos siempre, como si fuera la prensa diaria: a la mínima que pasa en el barrio te lanzan una canción a la cara, cuatro versos hechos durante el cigarro en el retrete, un libro escrito en la media hora del café. No podemos guardar silencio: no, ni un rato. Es ya imposible pensar con tanto ruido.
Cultura en directo
Esta misma sensación es la que me queda al ver la ultraproducción cultural que nos devasta en estos días pandémicos. No son ni dos semanas de encierro las que llevamos y el ala intelectualoide de nuestro país infectado -y de nuestros países vecinos, ahí el bueno de Paolo Giordano- se ha puesto las pilas desde sus catres para seguir sobreestimulándonos. Si de verdad quisieran que sacáramos algo medio revelador de este momento inédito, nos dejarían un poco en paz: eso pienso. Es imposible, porque ellos necesitan su ración de protagonismo. Aplauden a las ocho en los balcones mientras una voz interior les dice “¿y tú, qué? Busca tu ovación, que eres artista”. Pero lo único revolucionario, en el fondo, cuando unos y otros se ponen medallas en medio de una crisis, es matar el ego. Quizá esa sea la mejor forma de respeto.
Se creerán todavía que nos están regalando gozo, cuando nos están inyectando angustia y cronómetro. Decía Santiago Alba Rico que “se nos impone velocidad”: “Hay que reivindicar la lentitud en la conversación, la bebida y la sexualidad: esa es una manera de reivindicar el placer frente al hedonismo, que acaba siendo muy poco placentero”.
El tiempo es importante; es grave y pesa: ahora lo sentimos sobre nosotros más que nunca. Y la cultura -reflexiva, subversiva, antisistema siempre que no se limita a ser entretenimiento, espectáculo o amarillismo- ha peleado históricamente contra la aceleración. La cultura ha callado ahí donde los tertulianos sentenciaban prematuramente. La cultura se ha detenido para escuchar, para interpretar, para masticar la realidad y devolvérnosla de otra forma. La cultura ha dado un paso atrás para observar las grietas y luego uno adelante para meter el dedo hasta el fondo de la llaga. La cultura es de digestión lenta pero segura. Necesitamos -todos- un poco de cancha para asumir lo que está pasando y para arremeter, más tarde, en un mundo que será nuevo. En el mundo después del Covid-19.
Dinámicas culturales capitalistas
Claro que me parece importante que nuestros intelectuales y artistas vivan profundamente su contexto histórico, político y social. Claro que no entiendo de otra cultura que no sea insumisa con el presente. Claro que es fundamental que nuestros referentes culturales se mojen en los problemas que nos salpican a todos, pero, ¿tiene que ser ya, en streaming? ¿Qué nos pueden ofrecer ahora mismo que no podamos discernir por nosotros mismos? ¿Por qué tienen que exprimir la situación y avasallarnos con sus obras artísticas, hijas muertas de una tarde libre? Ahí tenemos otro poema demencial, que encima va a convertirse en canción -la tortura siempre encuentra su camino-, El vals de los salvavidas. Una iniciativa liderada, cómo no, por Benjamín Prado. Se aunó con su colega Elvira Sastre y se les ocurrió escribir unos versos colectivos en los que también liaron -pobrecillos- a Jorge Drexler y Leiva, entre otros.
“Por los ángeles de las alas verdes de los quirófanos”, arranca -otra vez con los ángeles, que no nos falten-. “Por los que hacen del verbo ayudar / su bandera y tu casa / y luchan porque nadie muera en soledad. / Por esas centinelas que no duermen / para que el enfermo sueñe que va a despertar, / sin temerle a su miedo y usando su piel como escudo, / los que mueven las camillas del peligro como un vals”. Agárrate fuerte.
“Todos os aplaudimos, / con las barandillas de los balcones erizadas, / con manos que recuerdan que encontrar otras manos / es la única verdad. / Y, mientras, la esperanza escribe en nuestros labios: / “Cuando esto pase, nunca nos volverá a pasar”. De nuevo, no sólo es vulgar, sino que es mentira. Claro que nos va a volver a pasar, porque la miseria siempre regresa y no vamos a combatirla con algodones de azúcar ni con saturación editorial. Si el Covid-19 es un golpe al capitalismo, no podemos responder con sus mismas dinámicas viejas -acumulación, obsolescencia, intrascendencia, productos de usar y tirar-. Si el Covid-19 es un golpe a nuestra soberbia, no podemos responder con más soberbia. Detengámonos un poco. Lo resume bien el título de una exposición que la artista india Nasreen Mohamedi presentó en el Museo Reina Sofía: “La espera forma parte de una vida intensa”.