Es curiosa la vida. No deja de resultar tramposo e irónico -amargamente irónico- que un hombre que fue escolta de Salvador Allende, un hombre que militó en la facción guevarista del Partido Socialista de Chile, un hombre que vio a su mujer, la poeta Carmen Yáñez, torturada en los calabozos de Villa Grimaldi -un hombre, en definitiva, que sobrevivió a los años del plomo y el horror, y que, cuando tuvo que empuñar el arma, a su pesar, la empuñó- haya fallecido hoy en Oviedo a consecuencia de coronavirus. Era -es- el escritor Luis Sepúlveda (Ovalle, Chile, 1949), un autor de arrojo y economía lingüística, un férreo novelista de 70 años que resultó uno de los primeros casos diagnosticados en España, a finales de febrero.
Venía de un festival literario, Correntes d’Escritas, que se celebraba en Póvoa de Varzim, llegando a Lisboa. Tenía tanto que decir aún. Tenía más cosas que decir que nunca cuando ha muerto en un hospital asturiano, como tantas otras víctimas de esta pandemia del diablo. Decía hoy Montero Glez que su amigo Lucho se ha ido y que siempre estará con él, allá a donde vaya, “porque espero sobrevivir a esto y ser como aquel viejo que leía novelas de amor”, en referencia al primer gran éxito editorial de Sepúlveda, que fue traducida a más de veinte idiomas y que fue aplaudida por miles de lectores en Italia, Francia y Alemania. Incluso fue llevada al cine con guión del propio Sepúlveda, bajo la dirección de Rolf de Heer.
Siempre se bautizó como un ciudadano “profundamente rojo”, mal que les pesase a muchos: era uno de esos grandes autores comprometidos, de los que entienden que lo personal es político, de los que ponen su palabra al servicio de la vida y sus militancias. Todas aquellas grandes palabras nunca resueltas, nunca canjeadas, en el fondo: dignidad, libertad, ¿igualdad?
Es curiosa la vida. Un hombre que trabajó, durante el gobierno de Allende, en la publicación de clásicos fundamentales versión de bolsillo para que pudiesen llegar al gran público. Un hombre que estuvo entre rejas dos años y medio y pudo recuperar su libertad gracias a Amnistía Internacional. Un hombre que vivió en Alemania, pero que habitó, sobre todo, en la clandestinidad, organizando teatros de la resistencia; un hombre que se exilió en Uruguay, Brasil, Paraguay y Ecuador; un hombre que no dejó de sentir -como escribía la Peri Rossi- “un dolor aquí, del lado de la patria”. Del lado de la casa madre perdida. Ese hombre ha sido derribado hoy por un virus: él, que tanto pudo, nos enfrenta hoy a esta irremisibilidad.
Un novelista militante
Fue periodista, fue activista ecologista, se enroló en un barco de Greenpeace: sobrevivió a tantas guerras ideológicas, a tantas reyertas culturales. Muy especialmente, fue un grandioso escritor de la izquierda exiliada latinoamericana, fue un novelista sin demasiadas ficciones, empeñado en el sufrimiento de aquí abajo, en el terror de lo concreto. Pensaba que los escritores tenían la responsabilidad de contar la historia de los perdedores, porque la historia oficial, la institucional, la historia con mayúsculas, ya se habían encargado de tejerla con bastante sofisticación los ganadores. Había otra verdad, una verdad más pequeña, marginada e incómoda, y a ésa fue él directo a arrojarle luz y a insuflarle oxígeno.
Llegaron el Mundo del fin del mundo y Nombre de torero, el libro de viajes Patagonia Express, y los volúmenes de relatos Desencuentros, Diario de un killer sentimental, seguido de Yacaré y La lámpara de Aladino. El fin de la historia significó el retorno de Sepúlveda al protagonista de Nombre de torero, Juan Belmonte, con una investigación a la manera de Chandler, como especifica su casa editorial, Planeta. También se dirigió a los jóvenes escolares con obras como Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar.
Sabía mucho del ser humano, Sepúlveda, y deslizaba lo aprendido sobre el amor y el odio en sus obras. “América Latina limita al norte con el odio y no tiene más puntos cardinales”, escribía. Conocía que “el hambre agudiza los sentidos”, que el amor se reconoce porque duele, porque es “como la picadura de un tábano, invisible, pero buscado por todos”, que el sufrimiento “no tiene mayores explicaciones”, que es parte “del equilibrio de la vida”. Sabía que leer era “el descubrimiento más importante de toda la vida”, porque suponía un “antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez”.
Y conocía, por último, que la muerte “es parte de la vida, el cierre biológico y necesario de un ciclo”. “Sería insoportable ser inmortal”. Pero ojalá lo hubiese sido. Descanse en paz.