Pedro Vallín (Asturias, 1971) es escritor y actual periodista de La Vanguardia, donde ha escrito casi diez años sobre cultura. Ahora hace lo propio en la sección de Política. Fue fundador y presidente durante cuatro años de la Asociación de Informadores Cinematográficos de España (AICE) y, por tanto, de los Premios Feroz, antesala de los Goya.
El año pasado publicó ¡Me cago en Godard! Por qué deberías adorar el cine americano (y desconfiar del cine de autor) si eres culto y progre (Arpa), donde explica por qué el cine comercial de Hollywood, sorprendentemente, resulta el más emancipador, mientras las producciones europeas acusan un sesgo burgués, ensimismado y autoindulgente. El autor es un intelectual provocador, burbujeante, sorprendente, irónico y molesto que -esto es noticia en los tiempos que corren- no pierde el sentido del humor. Para golpear, tampoco. Vallín es, sencillamente, vallinesco. Un estilo en sí mismo.
Cuenta a este periódico que no le aterra la "nueva normalidad" porque siempre ha tenido "una buena relación con el mundo": "Lo cotidiano siempre se me ha hecho muy vivible. El mundo siempre me ha parecido habitable, al menos el mundo que me ha tocado a mí, aunque eso pueda resultar impopular. Incluso en los primeros quince años de curro, donde nunca llegaba a fin de mes: incluso ahí el mundo me parecía grato".
Sabe que, estructuralmente, hay muchas cosas que arreglar en este país, "empezando por la justicia fiscal", pero "mientras lo hacemos, espero que no se nos joda lo cotidiano", que siempre fue lo bello. No se quiere morir, revela. Lo dice con el aplomo de un fumador asmático.
¿Qué ha aprendido de usted mismo en este encierro?
A estas alturas y con esta edad aprendes pocas cosas (ríe). He aprendido -aunque es una evolución- que las tareas de la casa me resultan gratas, y una de ellas, la que menos me gustaba del mundo, también, que es cocinar. Esto es muy novedoso para mí, porque llevo casi treinta años viviendo por mi cuenta y desde los 22, comiendo menú todos los días del año. Estaba ahí esa idea de que la civilización no es cocinar, lo mismo que uno no se teje la ropa porque la civilización ha hecho que te la compres hecha. Pues el cocinar a diario y disfrutarlo ha sido nuevo, sobre todo cuando no cocinas para ti solo.
¿Es esto lo de la nueva masculinidad?
Pues no lo sé, siempre he sido casero. Estoy saliendo a pasear poco, lo que más me ha entristecido ha sido ver los bares cerrados. Echo de menos reunirme a comer con mis colegas. Si no fuera por los bares, yo podría vivir en una estación especial.
¿Y qué ha aprendido de los demás -del ser humano, en sentido profundo-?
Bueno, se ha puesto de manifiesto en estos días esa combinación de exagerar mucho la gravedad de las cosas y luego frivolizarlas por completo. Es decir, reclamar luto y constricción y luego tomarse a broma las recomendaciones a la hora de salir a la calle. La gente se pasa meses criticando la falta de rigor y el primer día que puede salir a la calle monta una fiesta de treinta personas. Es muy característico de todo el sur de Europa y en concreto de España.
¿Cuál es el pensamiento más extraño que le ha asaltado estos días?
He tenido sueños raros, sueños con regresos raros a la normalidad: de repente me veo en el Congreso, en la sala de prensa, por el patio, y la gente con escafandras y cosas así, cosas muy de marciano. Todo aderezado por las películas de ciencia ficción, claro.
¿Qué es el mundo interior; cómo se cultiva? ¿Realmente puede la cultura salvarnos de algo?
Creo poquito en el mundo interior, al menos como algo diferente o separado del exterior. Yo nunca he tenido esa sensación de cultivar el mundo interior, y menos con productos culturales, porque si escucho una canción, o leo un párrafo memorable, me falta tiempo para correr a la gente que quiero y decirle: “Oye, ¿has visto esto?”. Necesito socializar esos descubrimientos. Que algo me conmueva o me parezca inteligente en la intimidad no me sirve de nada. Guardármelo sería como un placer manco o tuerto.
Ha habido conflicto también estos días con la bifurcación entre cultura y entretenimiento; o si acaso porque formen parte de lo mismo.
Yo no hago esa distinción, antropológicamente no se puede hacer. La alta cultura y la cultura de masas son espacios consecutivos, maman de una misma cosa, son mercados segregados si quieres. A mí siempre me ha interesado profundamente la interpretación antropológica de la cultura, es decir, para mí cultura es tener tenedores con cuatro púas y no con dos. Cuando nos extingamos y venga un arqueólogo extraterrestre a estudiar nuestra cultura como hacemos nosotros con el paleolítico, espero que considere que la cultura de una determinada sociedad es tanto sus cubiertos como sus dibujos.
¿Cómo valora la hiperproductividad que se ha vivido en estos días de pandemia? ¿Qué hay del apagón cultural?
Hay un refrán muy apropiado: “Cuando el diablo se aburre, mata moscas con el rabo”. A la gente metida en casa tanto tiempo se le han ido ocurriendo ingeniosidades… no me atrevo a opinar sobre el conflicto que se ha dado entre la provisión constante y voluntaria de contenidos culturales gratuitos en medio de lo que sin lugar a dudas será una recesión brutal para el sector.
A mí la cultura me llena los días, pero no me ha dado por ponerme creativo, más bien al revés: las horas en las que no tengo que trabajar me mantengo bastante lejos del ordenador. Es una disciplina que también hacía en vacaciones, por salud mental. Me quito de leer la prensa y de las tertulias hasta que al día siguiente vuelvo a trabajar y a las siete de la mañana ya me pongo al día.
¿Crees que esta crisis es un golpe al capitalismo, como señalan algunos, o que lo reforzará?
Soy malo con los vaticinios y no me atrevo a hacer una apuesta, me parece evidente que es una disyuntiva: ahora mismo hay dos consecuencias probables. Un encanallamiento de las relaciones laborales y de productividad o una revisión humanista. No creo que esa partida esté dilucidada todavía, hay condiciones contingentes y otras estructurales. Contingentes: la mutación del virus, la idea de que esto es un accidente, etc. Pero las estructurales tienen que ver con las características del presente: la globalización en el sentido de la movilidad de la población, y la cantidad de población. ¿Dónde se han producido las crisis serias? En las zonas de densidad de población alta. Las ciudades son un problema para este tipo de enfermedades contagiosas y por eso en España las grandes capitales son las zonas donde ha habido más contagio.
Ayer leía que de las treinta zonas de mayor densidad de Europa, veinte están en España. Es la España vacía pero también la España reconcentrada. Pura condición de la modernidad. Tendremos que empezar a repensar cosas porque seguramente esta pandemia no será la última. Hay algo que parece invitar al optimismo y es más inmediata y tiene posibilidades de éxito, que es repensar las ciudades. Nuestra relación con el tráfico, por ejemplo: es la pulsión ciudadana que está recorriendo toda Europa occidental ahora mismo, y es una victoria modesta pero sería una gran conquista a la larga. Repensar los espacios para el disfrute de la ciudad. La ciudad es el mayor invento de la humanidad.
¿Cree que los ciudadanos españoles han mostrado responsabilidad individual? ¿Qué valor le da a ésta?
Es curioso, por una parte hemos demostrado un sentido extraordinario de la obediencia. En otros países se dijo a la gente “quédate en casa” y se respondió “pues a lo mejor no me apetece”. Aquí hay una batalla política, no de ahora, de intensísimo guerracivilismo en los términos de dividir a la peña en dos, pero hemos demostrado que somos uno como sociedad a la hora de acatar.
¿Eso es bueno o es malo?
En el caso que nos ocupa ha sido bueno, los números de la pandemia están ahí y la evolución ha sido posible gracias a eso. En cuanto a la responsabilidad individual se nos ha caricaturizado como indisciplinados respecto a las obligaciones personales, pero Illa se lo dejó claro hace poco al periodista holandés que intentaba chulearle, preñado de superioridad: los españoles no están para recibir lecciones de disciplina de nadie, más bien para darlas, algo así dijo.
Ahora ya la responsabilidad no es de las autoridades, porque no se trata de quedarnos siempre en casa, sino de ejercer nuestra ciudadanía exterior con hábitos nuevos y extraños a la cultura mediterránea. Creo que lo vamos a hacer bien, aunque siempre haya por ahí algún gilipollas. No somos una catástrofe ni tan festivaleros como nos pintan.
¿Cree que el Gobierno ha desarrollado tics autoritarios privándonos de tanto tiempo de derechos como el de manifestación o reunión? ¿Nos domesticará eso como ciudadanos?
Esto lo explica con mucho temor el amigo Lassalle, que estamos aterrorizados con las tentaciones autoritarias y tal. Hay algo de esto, del aprendizaje de una sociedad que ha vivido tres cuartas partes de su siglo XX sometida, y algo tiene que quedar ahí. Pero lo que no veo -igual soy un ingenuo- son tentaciones autoritarias desde el aparato político. Incluso te diría que la ultraderecha española que tenemos no sabría cómo hacerlo para ser autoritaria, porque no les veo nada conectados con la tradición estatalista. Tenderían al anarcolibertarismo este de nuevo cuño americano más que a un sistema propiamente ordenancista. Creo que nuestro aparato político, por lo tarde que nos deshicimos de la dictadura, no tiende a esas tentaciones en el plazo medio.
Influirá mucho la deriva europea. ¿Qué tipo de relación va a tener la Unión con Polonia y Hungría? ¿Van a tomar cartas en el asunto o no, van a reeducar la política europea hacia una concepción más libertaria del espacio común? Hay tradiciones distintas. Francia es un país muy estatalista, lo ha sido siempre. A partir de los atentados yihadistas estuvieron dos o tres años con estado de emergencia, con el ejército en la calle. En cada esquina estaba el ejército, y eso aquí no lo hemos visto. Para el rigor del confinamiento, el despliegue de fuerzas del orden ha sido muy discreto.
¿Es fundamental el Estado de Alarma, por qué?
Tengo una idea contraintutiva de esto. Creo que establecer limitaciones a las libertades y derechos recogidos en el título I de la Constitución, si lo haces mediante un estado de alarma -que es una fórmula muy agravada de Gobierno-, estás subrayando la excepcionalidad de tocar esos títulos.
Pero si lo haces como propone el PP, a través de legislación ordinaria, es un daño mayor a esos derechos (aunque se pueda tocar la ley de seguridad nacional o la ley de salud para confinar a la gente o limitar su movilidad). Este Estado por definición es transitorio y extraordinario y creo que crea un paraguas más razonable para limitar esos derechos. Lo otro me parecería muy grave, porque sería cotidianizar la suspensión de esos derechos. Es, paradójicamente, más garantista el Estado de Alarma.
¿Qué es el ‘Ayusismo’, esta recién inaugurada corriente?
En el marco general, Madrid es el ariete del PP para marcar perfil respecto a la gestión del Gobierno central, es lógico. El independentismo catalán ha hecho lo mismo, ha utilizado la pandemia para dibujar un perfil propio. El problema de Madrid es que ha salido un poco catastrófico todo. Creo que la voluntad de cambiar de fase rápido ha sido un punto de vista muy pedestre, esa competición tonta entre regiones y comunidades, a ver quién llega primero… es una soberana estupidez.
Y en segundo lugar: si de verdad marcan un perfil hay que conciliar los intereses sanitarios con el resto de intereses, sobre todo los económicos. Dicho de otro modo: si sólo importa lo sanitario, nos pasamos confinados dos años; pero hay que compaginarlo para que el tejido económico no se hunda. Con cabeza. No pasemos por alto el hecho de que Madrid, junto con Lombardía, han sido la zona cero de la pandemia en Occidente. No sería nada de extrañar que Madrid fuese el último lugar de Europa en recuperar su actividad. Bien, pues ahí se ha transparentado que Ayuso quería torcerle la mano a la directora de salud pública, etc. No lo ha medido nada bien.
Pero Madrid tampoco es el modelo de cómo lo está haciendo el PP en otros gobiernos. La comunicación política se ha abaratado mucho. La derecha ha practicado ese luto doloroso del barroco español, de la Contrarreforma, de las plañideras, a la vez que la idea de que la economía es más importante que los turnos de los hospitales. Un teatrillo.
Otra cosa es que en Madrid hemos tenido un teatro de variedades por el tema de la meritocracia negativa, que decía Guillem Martínez, y que ha ocurrido también con el procés en Cataluña: las etapas se queman muy rápido, y a los puestos políticos van accediendo personas que no están en la mejor disposición de desempeñar esas responsabilidades. Pesos pluma saltando al ring.
¿Cómo vislumbra el panorama político? ¿Cree que esta crisis dilapidaría, en cualquier caso, al partido que estuviese en el Gobierno y que así le sucederá a éste?
Como en las guerras, se va a acabar convirtiendo en un estadista al presidente del Gobierno o en una catástrofe. Es pronto para saberlo, pero va a tener más que ver con la gestión de la pospandemia que de la pandemia. Con la capacidad de no hundir al país en la pobreza. Al margen de esto, que nadie se extrañe si dentro de 25 años Pablo Casado o Pedro Sánchez pasan por ser estadistas, porque un estadista no se construye por una gran biografía o una inteligencia sobrehumana.
Churchill era un gilipollas y un tío raro, escribía y leía mucho… el estadista lo crea la historia, la contingencia, lo que tengas que gestionar. Por eso es difícil que Obama pase a la historia de los EEUU aunque seguramente haya sido el mejor presidente que hayan tenido en los últimos 60 años -en cuanto a capacidad de comunicación, encanto y carisma personal, cultura, inteligencia-, pero no ha gestionado ningún momento histórico. Y la historia no le convertirá en un gran personaje del siglo.
No creo que tengamos una clase política ahora peor que en la Transición, pero a ellos les tocó lidiar con un gran momento histórico. La tasa de gilipollas que había en los padres de la Constitución puede ser la que haya hoy en el pacto de reconstrucción del Congreso.
Si la jugada le sale bien a Sánchez y consigue pactar un acuerdo con la UE que le permita financiar razonablemente una reconstrucción económica, si le dan coartada para un salto adelante en términos de cambiar el modelo productivo, etc, y mejorar la protección pública de un país que tiene un grave problema de desigualad acentuado en 2008… tendrá estatuas ecuestres un día. Será un estadista. No es el más inteligente, seguramente, pero la coyuntura histórica es la que cincela a los grandes hombres, no sus capacidades.
¿Reforzará esta crisis nuestra idea de colectividad? ¿Empezará a estar mejor vista la palabra “España”?
La palabra “España”… lo veo complicado. Porque si bien hubo intentos de desamortizarla ideológicamente, ha sido utilizada como arma arrojadiza contra vascos y catalanes en todos los períodos históricos que ha vivido España en los últimos 250 años. Está machacada ideológicamente y es excluyente del resto de identidades contenidas en el Estado. Creo que hubo veintitantos años de intento parcialmente exitoso de desamortización de la bandera.
Los Juegos Olímpicos en ese sentido fueron un hito, pero a partir de la segunda legislatura de Aznar con mayoría absoluta volvió a construirse una identidad española como antónimo o como opuesto a las identidades catalana y vasca. Si lo recuerdas, fue cuando De Cortázar publicó su Historia de España, y fue cuando se retorcieron las relaciones de Aznar, que habían sido muy buenas con el PNV y los convergentes. Desde entonces, todo ha ido a más. Rajoy, al que tengo en mucha estima, lo hizo todo el rato cuando fue oposición a Zapatero, y llegó a acusarle de filoetarra por sus relaciones con el PNV. Todo eso ha vivido ahora una aceleración por el procés y por el surgimiento de un partido de ultraderecha enamorado de los símbolos nacionales. A corto medio plazo no veo la posibilidad de esa desamortización, no la veo.
Ahora bien, la comunidad sí tiene que salir reforzada de aquí por una razón sencilla que es la propia naturaleza del fenómeno contagio. Quien padece es la comunidad. Las inmunidades son comunitarias o no lo son. Se explica muy bien con los antivacunas: el problema no es lo que hagan con sus hijos, es que rompen la inmunidad de grupo. El fenómeno contagio no incentiva el egoísmo, sino lo contrario, el sentido de la responsabilidad social. Además se ha puesto de manifiesto lo dependientes que somos de algo tan comunitario como un sistema nacional de salud. Los aplausos a las ocho a las ambulancias que pasan. O a los taxistas que han hecho su trabajo arriesgándose, durante la pandemia. Eso es una comunidad reforzada.
Una canción, una película y un libro para resistir en cuarentena.
Una maravilla de novela, Canadá, de Richard Ford, que cuenta la historia de un joven que crece en Canadá más o menos solo y tiene que huir de EEUU porque sus padres se meten en un lío.
Música: Mika grabó en 2015 con la orquesta de Montreal versiones sinfónicas de sus grandes éxitos, ese concierto me parece una celebración de la vida. Y serie: The Good Fight, porque es divertida, inteligente, está llena de mujeres asombrosas y es un manifiesto antiTrump de primer orden.