José María Lassalle (Santander, 1966) es profesor de Filosofía del Derecho en ICADE y director del Foro de Humanismo Tecnológico de ESADE. Fue secretario de Estado de la Sociedad de la Información y Agenda Digital -de 2016 a 2018-, y, previamente, secretario de Estado de Cultura -entre 2011 y 2016-. Resulta notable también su labor ensayística y académica: ahí Ciberleviatán (Arpa Editores), su última obra, donde aborda el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital.
¿Qué ha aprendido de usted mismo en este encierro? ¿Y de los demás -del ser humano, en sentido profundo-?
De mí he aprendido que soy mucho más frágil y más débil de lo que ya suponía. Creo que la experiencia del coronavirus ha puesto en evidencia que nosotros aisladamente somos poca cosa si no tenemos a nuestro lado gente en la que apoyarnos, especialmente en momentos tan duros como los del confinamiento.
Es un aprendizaje donde el alcance de mi autonomía entiende que siempre necesitaré a otro en el que apoyarme para compartir la experiencia de la vida. Eso también se proyecta colectivamente. La sociedad ha comprendido quizás más que nunca que necesitamos la cooperación dentro de un clima de libertad. La cooperación es imprescindible para que las cosas puedan perdurar.
Habla usted de cooperación: decíamos al principio del encierro que íbamos a salir “mejores”, en el sentido de “más unidos”, pero ahora da la sensación, con este clima de tensión en el Congreso y en las calles, que saldremos más agrietados que nunca, ¿no?
Desgraciadamente, una de las experiencias colectivas que desdicen lo que yo planteaba hace un momento -pero que probablemente responda más a una inquietud superflua dentro de la sociedad-, es esa canalización de ira ante la impotencia que produce la incertidumbre, el no saber a dónde vamos y cómo podemos asir un entorno de seguridad que permita a la gente seguir teniendo control sobre su vida. Eso libera el miedo.
Hay un ensayo maravilloso que se ha publicado hace poco en castellano -en EEUU ya tiene un año- y es La monarquía del miedo, de Martha Nussbaum, que reflexiona sobre los procesos que el populismo exterioriza y que son el reflejo de la incertidumbre hacia un horizonte que no somos capaces de definir correctamente haciendo uso de las ideas que nos han acompañado desde la modernidad.
Esa sensación de miedo propicia ver como solución binaria y fácil que “el otro” es el enemigo, el que cuestiona nuestra seguridad. Yo creo que desgraciadamente, esa amenaza silenciosa sin nombre y apellidos que es el coronavirus ha desatado las bajas pasiones de la enemistad política, la incapacidad para entendernos y cooperar. Es la vieja tensión entre libertad y seguridad, y entre cooperación y miedo.
¿Cuál es el pensamiento más extravagante que le ha asaltado estos días?
Extravagante en cuanto me ha desatado cierto miedo: pensar que éste podía ser un estadio definitivo, que vamos a estar viviendo una permanente normalidad frágil e inestable donde la excepcionalidad se va a hacer infinita, la verdad es que me ha resultado inquietante, sobre todo porque aún no tengo una respuesta.
¿Qué es el mundo interior; cómo se cultiva? ¿Realmente puede la cultura salvarnos de algo?
La cultura es una respuesta a nuestros miedos, inquietudes e incertidumbres, y nos ayuda a cooperar con la realidad y a hacer que ésta sea más dulce, sobre todo cuando se percibe como algo inevitable que te sorprende, como es una enfermedad que nos ha arrebatado la normalidad en la que estábamos instalados. La cultura es una aliada. Nos acompaña y nos hace sentirnos menos solos frente a la confusión.
¿La catalogaría como bien de primera necesidad?
Siempre, sin cultura es imposible la civilización y la convivencia. Sin cultura no hay esperanza y no hay ilusión. Es un bien imprescindible.
“Para los desgraciados, todos los días son martes”, cantaban las Vainica Doble. ¿Cómo cree que afectará esta situación a nuestra concepción del tiempo, del trabajo y del placer?
Vamos a vivir el tiempo como un eterno presente, porque la idea del progreso ha encontrado un obstáculo enorme, casi insalvable. El placer se ve comprometido, porque el cuerpo nos coloca no ante un aliado de la celebración, sino ante un compañero del miedo. Y el trabajo puede convertirse en una realidad que rompa esa vieja dicotomía entre lo privado y lo público: el trabajo quedaba fuera de casa y ahora se ha convertido en un acompañante cotidiano.
No podemos definir bien dónde están los espacios reservados para el ocio o para la obligación, todo está íntimamente relacionado: placer, trabajo, consumo, familia. El hogar se ha convertido en un espacio público y privado. La vieja dicotomía entre trabajo y celebración se ve difuminada.
¿Cómo proteger esa intimidad?
Va a ser complicado porque vivimos conectados 24 horas al día, 365 días al año, en una red donde no hay intimidad que es el cibermundo. Estamos acostumbrándonos a un entorno de vigilancia inconsciente, de monitorización inconsciente…
Hablaba usted de esa tiranía digital en Ciberleviatán. ¿A qué tipo de pacto puede llegar el ser humano con la tecnología para que no menoscabe nuestros derechos? Y también nuestras responsabilidades, claro, porque el anonimato…
Ese es el gran reto político que hay por delante: cómo restablecer un contrato social del que forme parte la tecnología. La técnica ya se ha convertido en la infraestructura del mundo, trabajamos online, consumimos contenidos online, nuestro ocio gira en torno a aplicaciones… eso hace que tengamos que repensar nuestra relación con la técnica, y analizar el poder que libera esa técnica.
La técnica, como decían en la Escuela de Fráncfort, no es neutral: requiere control democrático y capacidad por parte del hombre de responsabilizarse de sus externalidades más negativas. Pero la agenda de lo político va por otros derroteros. Esto se acabará convirtiendo en una pesadilla para la democracia.
Lo vemos ahora en EEUU. Trump en el búnker, Anonymous actuando… ¿qué opinión le merecen estas intervenciones antisistema? ¿Cree que es positivo que agrieten el poder hegemónico y que eso sólo puede hacerse desde los márgenes; o piensa que ese anonimato da cierta impunidad que puede utilizarse también para fines perversos?
Creo que se está generando alrededor de la pandemia un hiperpoder que tiene un componente tecnológico fundamental y que permite aventurar la construcción de un Leviatán tecnológico que está descontrolado. Por tanto: cualquier forma anónima y subversiva que incida en el control del poder ha de ser bienvenida.
Lo que sucede es que muchas veces, por detrás de estas estrategias de lucha contra el poder tecnologizado, se esconde otra amenaza profunda. Lo vemos en los Estados que se han convertido en dictaduras tecnológicas, y estoy pensando en Rusia o en China. Así que todo lo que contribuya a que el poder sea controlado y se acerque a una ciberdemoracia, bienvenido sea. La lucha por la transparencia es un elemento básico.
Hablando de transparencia, ¿qué opinión le merece la filtración de la intro de la entrevista de Irene Montero donde se refiere al 8-M? ¿Debe haber códigos en el periodismo o siempre prima el derecho a la información?
El acceso a la información debe someterse a unos protocolos éticos, porque si no hay ética tampoco hay verdad. Las categorías morales y éticas deben acompañar a la construcción de la democracia. Una democracia no se asienta desde la inmoralidad. Los medios de comunicación deben tener mecanismos de autorregulación que eviten filtraciones que vayan más allá de lo razonable para construir una opinión pública informada. Equilibrio entre libertad y responsabilidad, siempre.
¿Cómo se explica usted que España sea, después de Bélgica, el país con más tasa de muertos por habitante por coronavirus? Nos habíamos llenado tanto la boca con nuestro sistema sanitario… ¿lo achaca a una mala gestión en el presente, a los recortes en sanidad…?
Se ha demostrado que tenemos un razonable sistema sanitario, aunque ha evidenciado deficiencias sistémicas, que nuestra… ¿cómo lo diría yo…? Que nuestra autosatisfacción no nos permitía ver. Creo que tenemos un buen sistema sanitario pero que vivía la inercia de unos años en los que se apostó fuertemente por él y se invirtió mucho en salud pública.
En un determinado momento se consideró que el modelo tenía ineficiencias sistémicas debido al carácter público con déficits de gestión evidentes, y decidimos afrontar escenarios de privatización, que, como en la educación, han provocado problemas adicionales para los que no estábamos preparados.
Es una forma de enseñarnos que en educación y en sanidad nunca debemos bajar la guardia y que son elementos sobre los que se sostiene un sistema democrático, liberal, con base humanitaria y que defiende el progreso. Cualquier euro que se emplee en sanidad y educación nunca está mal invertido.
En sanidad y educación pública, se refiere.
Sí. Otra cosa son los modelos a través de los cuales se garantice esa gestión, pero finalmente la inversión pública en sanidad y educación garantiza la libertad de todos.
¿Cuáles son los principales errores que observa en la gestión de esta crisis por parte del Gobierno? Sabe usted que hay quien le afea tics autoritarios al Gobierno, del Estado de Alarma al caso Marlaska.
Todos los gobiernos democráticos, especialmente en Europa, han sufrido un shock que ha nacido de no entender la dimensión del problema que se nos echaba encima. Ha habido un exceso de confianza, una falta de previsión estratégica y un déficit en la comunicación de los riesgos y los problemas que podían darse que ha hecho que el problema se acrecentara y el choque traumático para la sociedad fuese todavía mayor.
También pensábamos que las evidencias que acompañaban al avance de la enfermedad eran suficientes, de acuerdo con lo que nos llegaba de la OMS o del sistema de detección de pandemias y enfermedades de la UE. Ha sido un cúmulo de circunstancias. Todo ello unido a un dato sociológico que es la experiencia de lo público tan marcada que tenemos en nuestra sociedad y la incapacidad de asumir la disciplina en momentos en los que ésta requiere responsabilidad propia, no marcada institucionalmente, no marcada por el Estado de Alarma. Autorresponsabilidad.
¿Qué idea tiene ahora mismo de la libertad? ¿En qué se canjea?
Siempre he pensado que la libertad es una combinación de experiencia interior y capacidad de acción. La capacidad de acción la hemos visto todos limitada pero la experiencia interior es el soporte moral fundamental y requiere reflexión, capacidad de análisis, profundización íntima de las experiencias traumáticas que vivimos…
En este sentido, creo que no son muchos los que han experimentado la libertad, más bien han vivido una domesticación entre comillas, arrastrada por el miedo y por comportamientos de huida hacia adelante, buscando socialización a través de redes sociales que no han propiciado la capacidad de reflexión y de pensamiento… en fin, somos más gregarios, más ciberpopulistas. Se propaga de nuevo el riesgo del “hombre masa”, en términos orteguianos.
¿Qué le dice a usted el concepto “antifascista”? ¿Por qué no todos los demócratas se sienten cómodos identificándose así?
El fascismo es una amenaza que está latente siempre en el inconsciente colectivo de la democracia, ligado al populismo violento. Es la capacidad de ver al otro como un enemigo y para combatir eso hace falta pedagogía de la libertad y de la responsabilidad, y es algo que desde hace tiempo estamos descuidando. El fascismo tiene gran capacidad de reinvención y encuentra siempre en el otro un enemigo sobre el que justificar plenamente la ira y la violencia.
¿Dónde lo detecta hoy día, en España?
Lo veo en todos aquellos que despliegan una actitud irreverente hacia el otro y que no encuentran en él un aliado epistemológico y moral, que es necesario para construir una democracia deliberativa. Cuando tu propia identidad se construye en base a esa enemistad. La democracia exige diálogo, empatía y capacidad para construir consensos y acuerdos. La democracia no es resolver las cosas por un voto más que el otro. Es convencer. Es establecer mecanismos que hagan que el otro reconozca la legitimidad de las decisiones, aunque no esté plenamente de acuerdo con ellas.
¿Veremos, tras esta crisis, un Estado más fuerte y una minimización del nacionalismo catalán? ¿Empezará a estar mejor vista la palabra ‘España’?
Creo que desgraciadamente los nacionalismos van a seguir acompañándonos porque están relacionados con ese miedo y esa incertidumbre de la que hablábamos. Y están relacionados con los comportamientos gregarios. El nacionalismo ha llegado para quedarse, y creo que esta crisis va a ir disolviendo los nacionalismos pequeños (catalán, vasco) para que surja, por desgracia, un gran nacionalismo español. La idea de España sólo ha alojado en su seno el nacionalismo bajo la dictadura franquista, en esa dictadura mórbida…
Yo creo en el patriotismo, no en el nacionalismo. Sería maravilloso construir una patria más grande con la que identificar España, una que nos considerase a todos parte del mismo proyecto, pero el riesgo es construir nacionalismo español, no patriotismo. Me preocupa. Yo soy de los que creen que las naciones respetables son las naciones patrióticas, las que se construyen sobre la base de una legalidad compartida, de unos ideales basados en valores democráticos: lo que durante mucho tiempo se ha definido como constitucionalismo republicano o patriótico.
Todo eso, en estos momentos, se ve amenazado por la emergencia de un nacionalismo grande que replica los modelos del nacionalismo catalán. No hemos aprendido nada. El riesgo es el surgimiento de ese gran nacionalismo español que imita al catalán, el riesgo es que la experiencia de España se emocionalice y desatendamos el trabajo de nuestros ilustrados, que desembocó en la Constitución de 1812.
En ese patriotismo al que se refiere, ¿qué lugar ocupan los símbolos? ¿Es necesaria una bandera de España? Sabe que ahora hay sectores de la izquierda que fantasean con disputársela a la derecha… ¿tiene sentido?
Los símbolos son expresiones de celebración y de respeto, por tanto, como tal, requieren de un uso protocolario que interioricemos todos. No unos pocos. Me parece fundamental que los símbolos sean asociados a la experiencia de una celebración de todos, no que sean lanzados como elementos agresivos o de exclusión, que es lo que sucede con la bandera de España.
Yo soy liberal, y los liberales creemos que los símbolos nacen de la razón, no de un sentimiento desbordado. Cuando los símbolos apelan a emociones deben ser conducidos de manera razonable para que contribuyan a la concordia. Deben ser manejados generosamente, no de manera impositiva, apropiativa o excluyente.
Una canción, una película y un libro para resistir en (lo que nos queda) de cuarentena.
Propondría volver a ver Casablanca, para convencernos de que no estamos atrapados en el café de Rick… porque se nos ha privado de la posibilidad de encontrar un avión que nos lleve a Lisboa y desde allí, a la patria de la libertad, donde puedan, por fin, dejarnos en paz. Ver como un símbolo cosmopolita el escuchar la Marsellesa, algo que enfervoriza a todos… y no esas canciones patrioteras que parece que ahora tenemos que comernos todos los días. Prefiero seguir pensando que Casablanca es posible.
¿Y un libro? La peste, de Camus. El testimonio final del doctor es fundamental: nos advierte de que siempre está ahí el riesgo de la peste, y que siempre está ahí la amenaza contra la libertad, y que la única manera de luchar por la libertad es mediante el deber de cumplir aquello que tenemos que hacer. Ese es el gran testimonio de la novela. El deber secreto cumplido por un médico que está a la altura de las circunstancias, que no renuncia a la libertad y que se juega su vida por los demás.