El aburrimiento siempre nos llevó a muchos sitios, por eso el verano -alguna vez- fue la estación donde sucedían más cosas. Diminutas aventuras por fuera o por dentro, reales o ficcionadas -como aquella “novia del pueblo” de nuestro amigo que jamás conocimos, sospechosamente, y que cambiaba de rostro cada año, fantasmagórica: inexistente-. Había tiempo para fabular, para buscar gresca, para ponerse guapo y salir a la plaza, para dejar morir la tarde en bragas frente a un ventilador que se movía haciendo de péndulo, hipnotizante.
Nos dimos besos saladísmos de madrugada en el océano que tocara, nos bañamos en tetas, nos tatuamos, nos agujereamos las narices y las orejas, pillamos cogorzas perras de adolescente que no sabe hacia dónde romper, hacia dónde huir; tomamos decisiones tétricas mientras pensábamos con favor en el futuro, flotando como muertos en una piscina bajo la espesa incomprensión de nuestros padres, estilo Dustin Hoffman en El graduado.
Un día vimos al niño que nos gustaba jugar al fútbol con sus colegas: le vimos quitarse la camiseta, sudando, vimos un torso flaco de varón joven, con el sol clavándosele en las costillas, y entendimos tanto. También vimos a la niña que nos gustaba en bañador, descubrimos su ombligo y sus pechos escuetos, su carita pecosa sin gramo de pintura, sorda al furor cosmético, hermosa como los seres que no son conscientes de su florecimiento. Y volvimos a entender.
Pasó de todo en los julios y los agostos: las menstruaciones primeras, tan tímidas, los tampones escondidos en la bolsa de la playa, tocar al porterillo de nuestros amigos para que se bajaran, no tener un duro, lamer un helado que se derretía como la vida, una grave sensación -desde los quince años- de que éramos mayores para ir al cine de verano y quedarnos hasta tarde; pero sólo ahora, que somos mayores de verdad y no nos da tiempo a aburrirnos, sabemos que el verano era un estadio púber y que ahora se parece mucho a una fiesta a la que no estamos invitados.
Qué verano más raro éste, pandémico y fofo, amargo, frígido e indigno, porque no es posible la vida digna con mascarilla. Hemos entendido algunas cosas acerca del amor y del sexo: que los ojos no hablan un carajo, que las pestañas no son suficientes, que necesitamos el gesto de la boca del otro para descubrir si le deseamos, si nos interesa.
Esto de la mascarilla tiene algo de burka, algo castrador. Pienso en mi amiga Elena, que quedó con un tipo de Tinder con el que llevaba hablando toda la cuarentena y dieron un paseo enmascarillados, casi anónimos: sólo cuando el pavo se quitó la tela descubrió que la foto que había usado para la aplicación era de hacía al menos cinco años. Sorpresa, sorpresa. La mascarilla retrasa el disgusto y la mentira, pero el disgusto y la mentira siempre llegan.
Mientras se mantuvo escondido, la información facial que llegaba del pituko bien podía convertirle en su cita, en Kiko Rivera o en el presidente de los Estados Unidos. Ni siquiera pillaban las bromas durante el recorrido. Un calvario, un vía crucis. Hemos perdido el contexto, y no es que el contexto sea importante en el sexo, es que el sexo es contexto. Lo demás es porno malo.
Otros colegas míos, más honestos, ya han comunicado que planean volver a tener sexo en 2021, porque su hábitat de seducción son las discotecas y esto no hay quien lo baile. No está mal: un poco de tiempo para el espíritu, que agitadillo anda. Pero, con todo, mis rezos están con las parejas o los matrimonios que han pasado juntos y a disgusto la cuarentena. Traducción: ellos tienen aún menos sexo que los solteros con EPI. Ellos son los verdaderos damnificados.
Me los imaginaba durante el confinamiento, intentando esquivarse todo el día en una casa hipotecada que ya era una tumba, y chocándose a veces, qué mala suerte, en el estrecho pasillo, donde no les quedaría más remedio que mirarse a la cara y encontrarse con alguien que conocen tan bien que ya no le conocen en absoluto; o, mejor, con alguien que no les recuerda a aquella persona con la que querían follar en hostales baratos compartiendo un cigarro, felices sin techo propio, ni nómina, ni teléfono, cuando tenían sólo veintidós años. Como Dos en la carretera.
Quizás a ellos la mascarilla les sirva: para fantasear un rato con que quien tienen al lado sea otra persona, alguien nuevo e ilusionante, sin reproches y sin rutinas toscas, que huele a crema solar y a aventuras en coche. Alguien que promete, como en los julios antiguos, un beso inaugural saladísimo en el océano y ponerse guapo para bajar a la plaza. Y volver a lubricar.