Alejandro Sanz es un hombre que está bronceado todo el año, y ningún indicador como ese para reconocer a los verdaderamente ricos, a los que han venido a esta vida a veranear. Le odian, a Alejandro, legítimo heredero de Ramoncín en cuestión de generar fobia: lo noto todo el rato en una coña omnipresente que se desarrolla en Twitter y en las terrazas del barrio. Quizás una de las razones sea ese sempiterno moreno que trae, un moreno como de no haberse puesto jamás la mascarilla porque vive en un coto para guapos; en un mundo a medio camino entre un enorme yate y una enorme mansión donde no calan las reglas de los Gobiernos ni de la OMS.
Es un universo sin guardias civiles ni policías, sin amonestaciones, sin multas; una suerte de autarquía, una burbuja soleada pero fresca donde siempre hay Martini blanco en la nevera y aguas termales, masajes para paliar el estrés creativo y libretas que huelen a nuevo. Piscinas eternas que rompen en el mar: un mar sin pedrolos, sin gritos, sin arena peguntosa, sin compresas flotantes, sin Bezoyas en la bolsa de playa que se calientan hasta parecer caldo de pollo.
Un mar sin pateras, sin chapapotes, sin ballenas podridas. Un mar sin muertos: qué cosa esa, ¿no? Un mar amigo, digamos. El mar de los turistas vitales; nunca el mar de los pescadores -el mar del goce, no el mar de las tragedias ni del sustento-.
En ese planeta habitado por Sanz, a ojos del populacho, hay hamacas balanceándose en el compás perfecto de los privilegiados. No arrugas, no hay ERTEs. No hay gordos ni hay desnutridos. Estamos hablando de un ecosistema donde sus habitantes siempre tienen las uñitas maqueadas, que es otro gran síntoma del confort. Hay cremas perfumadas contra los años y la fealdad. Hay uvas allá, yo creo, o así me imagino el paisaje, con un rollito dionisíaco.
Le odian, a Alejandro, y es un odio que tiene mucho que ver con la envidia, con una legítima envidia de clase, porque ahora que los curritos nos sentimos acorralados en pisos diminutos y vacaciones tristes, él sigue teniendo espacio y teniendo tiempo. Tiene horas libres hasta para el buen humor, Alejandro, y eso toca un poco el testiculario moral de la peña. La cosita esta de la autoayuda que él supura. “Soñar es gratis”, “vamos a amarnos hasta que desaparezcan los miedos”, “juntos lo haremos”. Bueno. Vamos viendo.
Se hizo viral pero mal, Alejandro, se hizo meme cada tuit suyo en plena cuarentena, donde, en letras mayúsculas, nos enviaba un mensaje imperativo, diáfano y esperanzado, un mensaje como de botella tirada al océano, acompañado de un emoticono de corazón rojo: “Respira”. “Sonríe”. “Ama”. Hombre: ya nos gustaría. Lo de respirar ya va siendo un castigo, un trabajo más, porque hay días espesos y largos, con malos sueños -como de perder un tren o los dientes- en los que a uno le gustaría ser un teléfono descolgado.
Seguro que Sanz también tiene pesadillas de esas en las que cae al vacío, o en las que se le derriten las manos, o en las que intenta hablar y no le sale la voz del cuerpo, pero en Miami uno se despierta de otra manera. Por eso creo yo que le odia la gente, a Alejandro, y estarán los españolitos siendo injustos, pero es lo que hay. No tiene la culpa Sanz de que Almeida haya invertido 40.000 euros en promocionar Madrid con su cara, total, si él no ha cobrado un duro, si no se ha llevado ni el caché, pero odiar es un poco así, no entiende de muchos matices.
No tiene la culpa él del puente éste que le han puesto en la M-30, bautizado como “el del Corazón partío”, ni de que ahora haya un grafiti que tapa la inscripción: “Paga tus impuestos”. Otro imperativo diáfano. Ese es su lenguaje, seguro que lo entiende. Dice en las entrevistas que sigue empadronado en España y tributa aquí. ¿Le importa eso a alguien? Luego se hincha a donar mascarillas para el Gregorio Marañón, se mete en Médicos sin Fronteras, Save the Children o Greenpeace, y sigue cayendo mal. Caer bien a gran escala será una de esas pocas cosas que no compra el dinero.
Es una mezcla de todas esas cosas: riqueza a destajo en tiempos de crisis mundial, buen rollo a raudales -hasta lo pesado, hasta lo bobalicón-, cierto desprecio popular hacia los donativos como forma de disimular la pirámide social, una residencia parcial en Miami, un cuestionamiento continuo de su relación con Hacienda y, muy probablemente, una cursilería intolerable que hace años que no se canjea en una canción buena. Lejos quedaron Viviendo deprisa o Se le apagó la luz.
La verdad es que el arte agarrao siempre está más cerca del espíritu de la posguerra que del Estado del Bienestar. Hay un arte que se desarrolla con más autenticidad en la precariedad: cuando hay más cosas que decir, cuando la vida aún viene con baches y relieves, cuando nos asaltan todas las grandes preguntas, los enormes terrores.
Él ya pasó por ahí, pero fue hace mucho, cuando vivía sin un chavo en Moratalaz, comiendo atún en lata y dedicándole coplillas a su amiga del alma, princesa de un cuento infinito, entre la ternura y el pagafantismo. Fueron años difíciles pero prolíficos. Qué le hacemos, Ale. Nos consta que a ti te fue bien, pero la gente no está para cuentos del ascensor social ni para romanticismos neoliberales. A la gente le caes mal. Será cainita, será rabioso, pero meramente es.
Alejandro Sanz es como el coronel que no tiene quien le escriba, un incomprendido mundial, un tipo que lanza frases embaucadoras, genéricas y luminosas, marca blanca Paulocoelhiana, para simpatizar con todos mientras cambia a lo loco el acento -Cádiz, Madrid, Florida, quién hostias sabe-, para no mojarse con casi nada, para que le quieran mucho en todas partes, para ser el embajador de todas las canciones de amor. Pero no le quieren. Qué malaje. Quién se lo explica. Tiritas pa ese corazón partío.