He notado que tenéis barco: bueno, mejor dicho, hacéis porque se note. Tenéis barco, y, de hecho, me gustaría olvidarlo y no puedo. Una se mete en Instagram desde la toalla, encalladísima en la arena, varada perdida, pensando en la muerte bajo el espeso agosto, y se encuentra en las fotos de la gente una bacanal de vehículos acuáticos, una orgía de veleritos, algún yate, lanchas y motos de agua. Camisas blancas desabrochadas, bikinis altísimos trepando hasta la cintura. Encantadora trivialidad de los niños que cenan en Ultramarinos Quintín y también de los que papean en Lateral: una incógnita transversal. De dónde habéis sacado el barco unos y otros. Hablad.
Se lo pregunta Brays Efe en un vídeo descacharrante: ¿de qué va esto, cómo os lo teníais tan callado? Nos tenéis cuajados. De la canoa para arriba, del rosco hinchable al cielo -si hay que remar con las manos no vale-, pero siempre con cabellos al viento: esto último es importante para sentir de verdad la vacación en la cara, emular un videoclip con el pelo alborotado mientras uno se ríe y se quita el mechón que entorpece el ojo ante el colega que te graba el Stories. Ay, ay, el pelito.
Llevaba la peña unos años estivales reventándonos las redes sociales con enormes flamencos y unicornios flotando en las piscinas, como animales mitológicos muertos, momificados pero chilloncísimos, y esa al menos era una gracieta asequible: humanos postureando a lomos de un plástico. De eso todos somos culpables.
Pero lo del barco… no sé cómo no nos habéis contado nada hasta ahora. Es un elefante en la habitación, el barco. Tan blanquito que refulge. El barco es, sobre todo, un símbolo: un emblema de la auténtica emancipación, un aviso a los enemigos -“ahí os quedáis, en tierra, mentecatos”-, un velero llamado Libertad, como cantaba José Luis Perales.
Da la sensación de que uno se va a pirar y a no volver, de que cuidado, no le toques las narices a alguien con barco que como le muevas la peineta da un timonazo y ya está en América. Hay un deje de inminencia en el barco, algo que fantasea con la partida. El barco también es un corte de mangas: recuerdo la escena mítica de Alguien voló sobre el nido del cuco, cuando Jack Nickolson se fuga en autobús del loquero con sus colegas y los lleva al puerto para firlar un barco y dar un paseíto hacia la aventura, que bastante hasta las neuronas estaban ya de tanta camisa de fuerza, de tanta pastilla, tanto sermón moralizante.
Es la imagen de la rebeldía. La de “aquí no nos controláis”. Como si, románticamente, no fuesen aplicables en las olas las leyes sádicas de la tierra, las que expulsan a los disidentes de la norma. No sé: es un sueño. En realidad, preguntando un poco a mis allegados, haciendo una suerte de trabajo de campo, la mayoría de barcos que veo en las fotos no son de ellos -me cuentan-. Son alquilados por un día, o de algún amigo: ahí el fin del misterio. En invierno van en metro como todo hijo de vecino; en verano, pillan un buquecito y se sienten los reyes del mambo, y bien que hacen.
Era mucho pedirle a mi generación, que a duras penas tiene coche propio, que avanzase hacia la idea del barco en propiedad: dosifiquemos las conquistas. Somos más bien los jóvenes de los carriles bici sin salida. Nos da flow -para mí la traducción literal ya casi es “esperanza”- coger un timón, izar una vela, hacer algo que repercuta en el mar y en las corrientes, qué sé yo, no tengo más vocabulario de barcos, ni siquiera sé qué se hace en ellos, los he frecuentado nada.
El barco en verdad es para aspirarlo, para desearlo sin asirlo del todo, para subirse un rato pagando tres duros a pachas con tus amigos y experimentar una sensación que te dura todo el verano: una pulsión anarquista, una enorme desobediencia moral y geográfica; y, a la vez, un tonteo aún salubre, alegremente caprichoso, con la vida pirata que, tras las obligaciones y los terrores invernales y adultos, ya nunca, nunca tendremos.