Los padres de Joan Margarit se casaron en 1936, en el julio ese en que dio comienzo la Guerra Civil: inexorablemente, toda su vida y su poesía han estado marcadas por la política, por un pánico antiguo, por una rabia vieja, por el dolor aquel de sus familiares republicanos represaliados, por ese castellano que Franco le inculcó a “golpetazos” pero que hoy, asegura, no piensa devolverle a nadie. Siempre escribió Margarit indistintamente en español y en catalán, aunque reconoce que “no hay ningún gran poeta que no escriba primero en su lengua materna”.
Sus espinas las saca al aire en ese poema bellísimo llamado Dignidat: “Me ahoga el castellano, aunque nunca lo odié. / Él no tiene la culpa de su fuerza / y menos todavía de mi debilidad. / El ayer fue una lengua bien trabada / para pensar, pactar, soñar, / que no habla nadie ya: un subconsciente / de pérdida y codicia / donde suenan bellísimas canciones”, escribe, y continúa: “El presente es la lengua de las calles, / maltratada y espuria, que se agarra / como hiedra a las ruinas de la historia (…) Las viejas canciones / se salvarán”.
Lo expresó más tarde en una entrevista: “La lengua no la hacen los generales ni los ejércitos, la hace tu relación con la cultura. Si has leído a Quevedo, Góngora, El Quijote, Delibes, amas esa lengua”, apostilló. Dice Margarit -Premio Cervantes 2019, máximo galardón de las letras españolas, dotado con 125.000 euros- que le interesa la cultura porque “lo demás ya no tiene solución”. Y dice que España le da “miedo” desde los Reyes Católicos.
Dice también que el lenguaje poético no es lo que la gente piensa -nada de dulzón, bobo, pusilánime-: el lenguaje poético, subraya, es el más duro de todos. Dice que lo que importa decir en los poemas está dentro: ya basta de buscarlo fuera. Dice que las dos personas que le conformaron no sabían leer ni escribir: su abuela y su hija Joana.
Revancha poética
“Ni esta violencia con la que deseo / tener razón. / Ni tampoco creer que la felicidad / tiene una relación sutil con la mentira. / ni ser tan sucio / de corazón como los míos, / a pesar de que a ellos los ensució la guerra. / Mi paz debe ser una paz falsa”, escribió en Nada enaltece a un viejo. “Me rodean los muertos. Oscurece. / Puedo oír a lo lejos voces jóvenes / celebrando lo que hoy, / para ellos, aún es la victoria”.
Hay revancha en los poemas de Margarit, hay revancha histórica, española, revancha de valores republicanos. Pero quizás el verso que más tenga de profético -teniendo en cuenta que el rey que más le ‘gobernó’ durante toda su vida, sus 82 años, fue Juan Carlos I, hoy cogiendo pista- sea el de su legendario poema Libertad, que dice así: “La libertad es un extraño viaje / son las plazas de toros con las sillas / sobre la arena en las primeras elecciones. / Es un peligro que, de madrugada, / nos acecha en el metro, / son los periódicos al fin de la jornada. / La libertad es hacer el amor en los parques. / Es el alba de un día de huelga general”.
Y aquí viene: “Las palabras República y Civil. / Un rey saliendo en tren hacia el exilio. / La libertad es una librería. / Ir indocumentado. / Las canciones prohibidas”. Lo recoge su poemario Els Primers Freds (1975-1995). No deja de resultar insólito y extravagante que, finalmente, este país haya vivido el ‘exilio’ del rey emérito, aunque probablemente no en los términos en los que a Margarit le gustaría, ni en los términos a los que se refería cuando escribió Libertad. Esto se parece mucho más a una huida.