Una bata no es sólo una bata: es también un símbolo, todo un icono, un uniforme de género, un emblema tierno y atroz. Tierno porque nos recuerda a nuestras madres y abuelas, que se enfundaban en una de esas -grande, suave, limpia, vieja- para comerse el mundo -que, para ellas, era el hogar: su jurisdicción- y luchaban como panteras por la felicidad y la comodidad de los suyos. Atroz, quizá, porque estas mujeres nunca tuvieron la oportunidad de elegir la vida que querían para ellas mismas: nunca pudieron ser otras cosas que divinas matriarcas en bata, con o sin vocación, entregando todos sus esfuerzos a los demás, y, por si eso fuera poco, sin remuneración económica ni prestigio social.
El amor les salió caro; quizá porque, como decía Kate Millet, "el amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión el de las masas: mientras nosotras amábamos, los hombres gobernaban". A pesar de que ellas guisaron, limpiaron, cuidaron a sus mayores, criaron a los niños, les alimentaron, les educaron y se cargaron la propia casa sobre los hombros, día y noche, día y noche, han sido las enormes olvidadas, las marginadas de la historia, las que nunca tuvieron voz ni voto. Eran libres, como decía Carlos Barral, “sólo para decidir lo que no importa”. Aquí un ejército -por los siglos- de hembras fuertes, incansables y supervivientes que nunca han recibido aplausos ni estatuas, ni bustos ni espacio en la foto.
Hasta ahora, claro: fue hace un lustro que la fotógrafa Lucía Herrero fue a una boda en Villarmienzo, uno de esos pueblos de Castilla y del mundo en proceso de deshabitación total, y se hizo amiga de Constanza, mágica señora en bata, pero, además, poeta en la sombra. “Ella escribe poemas pero no ha podido publicarlos ni leérselos a nadie, nada más que a su hijo”, relata Herrero a este periódico.
“Cuando acabó la boda, me dijo, casi llorando, ‘ay, ya no nos veremos nunca más’, y yo le dije ‘volveré’”, sonríe. “Y volví. Monté este trabajo documental intervenido con ella y con sus amigas, que se conocen desde la infancia, desde que son crías. Han pasado por todo juntas. Han visto desaparecer a mucha gente. Y se reúnen por la tarde para ver la puesta de sol y hablar de sus cosas”.
El Reencuentro
Su idea era deificar a la mujer de la bata: homenajearla, de ahí el título de la obra, Tributo a la Bata. Y, a la vez, retratarla sociológicamente. Compró al kilo, en un puesto del Rastro, un montón de batas y diseñó una colección que le cosió el diseñador Julen Ariztegui. Ahora, cinco años después, ha vuelto a reencontrarse con sus protagonistas en plena era del coronavirus, con mascarillas y distancia de seguridad, claro. Les llevó unos calendarios de 2020 con sus propias fotos. Ahora, tras retomar el proyecto con un crowdfunding, están a la venta en su web.
“¿Sabes esas prendas que cuando las miras te parece ver a la persona que las lleva? Como un anorak de un amigo que lo ha llevado mucho y de repente lo ves colgado en el perchero y ves a la persona que lo ha estado llevando. Tú ves una bata y ves a la señora barriendo la puerta de su casa, es una prenda inseparable, casi como la piel de un tipo de mujer que está ligado a lo rural, a la clase obrera y a un rol muy concreto perpetuado durante miles de años”, comenta.
Hace hincapié Lucía en que esas mujeres ya son “una última generación”, porque “sus hijas ya no son ellas”: “Han tenido otras oportunidades, otros derechos y otra posición en la sociedad”. La fotógrafa las llama “matriarcas” en una “sociedad patriarcal”. ¿Cree que los cuidados deben pagarse, como se señala desde ciertos sectores del feminismo, o son únicamente fruto del amor? “Para empezar, esos cuidados no deberían ser obligatorios. No porque seas mujer te toca hacer algo. Claro que la sociedad se estructura de una manera en la que mantiene su orden, pero mientras ellas cuidaban a los demás, los hombres tenían otras funciones variadas. Ellas, sólo una”.
Y continúa: “Y no han tenido el respeto que se merece su propia vida, no han tenido participación en la sociedad, en la economía, en la política, no han tenido control sobre sus vidas, su sexo, su manera de hacer. Se les ha exigido una posición muy dura y no se las ha compensado con nada, ni siquiera con la opción de poder elevar la voz, estudiar, rellenar su cerebro. La bata y lo que significa ha sido una esclavitud. Aunque es absolutamente respetable esa función de cuidado, ha ido acompañada de una manera abusiva de tratarlas”.
Libertad de pensamiento
La bata es también un elemento opresor, pero no único: también la faja, y el tacón, y el vestido de novia, y hasta el camisón -apunta la artista-. ¿Y qué concepción tienen estas mujeres de todo esto, de la bata y sus significados? “Se identifican. Por supuesto, han cumplido y cumplen lo que ellas llaman sus ‘obligaciones’, pero al mismo tiempo son gente moderna, permisiva, sabia. Mira, un ejemplo: cuando estuve en Villarmienzo la primera vez fui con marido, y cuando volví, fui sin marido ya. Me dijeron ‘¿y dónde está?’. Les dije: ‘Se fue’. Y me dijeron: ‘Pues que le den’. Eso implica mucha modernidad y mucha libertad de pensamiento, cuando quizá sus madres no pensaban así”.
¿Habría una bata de los hombres, algún homólogo masculino, o no es eso posible y, precisamente por eso, evidencia la discriminación de la mujer? “No hay equivalente”, responde “Ellos podían ser camareros, bomberos, o libreros, o astronautas, y tenían uniformes específicos y direccionados hacia un oficio. Después llegaban a casa y se lo quitaban; pero ellas no, ellas estaban siempre trabajando, con la familia, con el campo, con la lavandería…”, resopla. “Siempre tuvieron un mismo uniforme. No había, para ellas, un traje de astronauta, ni de policía, ni de minera, ni de jueza”.