Treinta años hace que murió, pero qué más da eso, si aún combate: mejor dicho, un día como hoy -13 de septiembre- nació un tipo raro y genial que acabaría midiendo casi dos metros de altura, un ser huraño y tierno, contradictorio y renovado a cada página. Con su frente arrugada -de escepticismo- y despejada -para que le entraran con el aire las ideas-, con ese cabello fino que arrancaba a mitad del cráneo, con un persistente cigarro en la mano y una expresión nada dócil, nada plegable, nada simpática, a pesar de que -dicen los mentideros- escribía libros para niños.
Roald Dahl, en el fondo, no trabajaba para los críos, dado que siempre les concedió la respetabilidad y la inteligencia de los adultos: es más, nunca fue tan libre como construyendo esas historias delirantes y salvajes con las que ellos volaban, nunca fue tan incorrecto y tan feroz -con un humor oscurísimo- como cuando hablaba el lenguaje puro y diáfano de los chavales, que aún no se han dejado domesticar por los corsés de la sociedad y por todas sus poses mojigatas.
Él los conocía bien porque nunca dejó de ser uno de ellos, un ser perteneciente a la conspiración mundial de los críos rebeldes: su padre murió cuando tenía tres años y son muchos los que creen que ese recuerdo doloroso traería consigo la semilla de James y el melocotón gigante. Como era un jeta, un bromista trágico, un cómico feroz que no caía nada en gracia a los pusilánimes, tuvo muchos problemas en la escuela: llegó a ser expulsado a los ocho años por meter un ratón muerto en un frasco de dulces en la tienda local.
Niño punk de internado
Después de ese episodio, acabó internado en varios centros de Inglaterra. Esta es otra de las experiencias decisivas de su carrera como literato, ya que de los abusos que sufrió en esas cárceles aceptadas surgiría Boy, casi una autobiografía, y, cómo no, la poderosa, la inolvidable Matilda: niña prodigio con padres absurdos, ignorantes y crueles que, además de su voracidad lectora, poseía dotes mágicos y acabaría vengándose de todos los que intentaron herirla, ¡hasta de la propia señorita Trunchbull! ¿La recuerdan? Esa temible hembra que agarraba a una rubia de las trenzas o hacía ingerir a un chaval pastel de chocolate hasta la arcada.
“Lo que había leído le había mostrado un aspecto de la vida que ellos ni siquiera vislumbraban. Si por lo menos hubieran leído algo de Dickens o de Kipling, sabrían que la vida era algo más que engañar a la gente y ver la televisión”, mascullaba en Matilda. Y Roald añadía: “Los libros la transportaban a nuevos mundos y le mostraban personajes extraordinarios que vivían unas vidas excitantes. Navegó en tiempos pasados con Joseph Conrad. Fue a África con Ernest Hemingway y a la India con Rudyard Kipling. Viajó por todo el mundo, sin moverse de su pequeña habitación de aquel pueblecito inglés”.
Dahl le contó a los niños el gran secreto de la vida: que la narración da sentido a todo, que nos hace trascender y conectar los sentidos últimos de las cosas, que nos dilata a hostias la imaginación y que nos hace más soportable una existencia mundana. También en el internado, Roald vivió una anécdota clave: la firma de chocolates Cadbury envió unas muestras para que los estudiantes las probaran. Sí: ahí nació Charlie y la fábrica de chocolate, una de sus obras más populares.
'Charlie y la fábrica de chocolate': luces y sombras
Qué descacharrante fue esa novela, qué severa con los vicios humanos: Augustus Gloop, aquel niño gordo que cayó al río de chocolate y fue batido en un tubo, aquella Violeta mascadora de chicle profesional que se convirtió en un arándano, la insoportable y caprichosa Veruca, que acaba lanzada a la basura por unas ardillas tras descubrir que su cabeza está hueca, Mike Teavee, el adicto a las pantallas que se teletransportó a una televisión y se volvió diminuto… sólo el precario y humilde Charlie sobrevive en perfecto estado, de la mano de su inseparable abuelo.
En el fondo, en esta obra late un fortísimo mensaje de clase, casi una revancha, casi una maldición: no ganan los fuertes, no ganan los avariciosos, no ganan los ricos. Ganan los puros. Ganan los sobrios. Los buenos. Es una mirada social hacia un mundo de jerarquías envilecidas.
Cuando se publicó la novela original, fue acusada de racista por la idea esclavista que caía sobre los “oompa loompas”, definidos como pigmeos africanos: en las ediciones siguientes fueron llamados “hippies enanos” procedentes de la ficticia Loompaland. La verdad es que todo esto a Dahl se la traía al pairo, igual que cuando lo acusaron de machista por su -espectacular y temible- libro Las brujas.
Las brujas
Y eso que arrancaba así: “Las brujas son siempre mujeres. No quiero hablar mal de las mujeres. La mayoría de ellas son encantadoras, pero es un hecho que todas las brujas son mujeres. No existen brujos”. Le señalaron entonces por “demonizar” a las hembras, aunque, con una lectura inteligente, uno entiende pronto que lo que hace es otorgarles la máxima fuerza: ahí la arrolladora bondad que se ve en la abuela del protagonista -una fumadora entrañable, noruega sabia y protectora- o la maldad de las arpías, geniales jefas del lado oscuro. “(...) Por otra parte, los vampiros siempre son hombres. Y lo mismo ocurre con los duendes. Y los dos son peligrosos. Pero ninguno de los dos es ni la mitad de peligroso que una bruja de verdad”.
En este libro magnífico -quizá uno de los mejores- se revela una conspiración mundial de las brujas contra los niños, a los que pretenden convertir en ratón. Eran espantosas y fascinantes a la vez, generaban una hipnosis loca, podían aparecer en cualquier sitio, tenían garras escondidas tras los guantes y poderes diabólicos en la sangre. Parecían normales: ahí nacía el gran pavor. Cómo las buscamos, los niños de entonces, entre todas las multitudes, con permanente sospecha y emoción.
Un 13 de septiembre asomó la cabeza Roald: qué personaje en sí mismo. Cuánto le quisimos, cuánto le queremos aún, cuando extrañamos relatos que nos revuelvan por dentro, cuando todo parece aburrido, cuando la vida se antoja previsible. Fue uno de nuestros primeros amigos, Roald. En nosotros volcó toda su enigmática extravagancia, porque él pensaba que un escritor puede y debe ser extravagante: eso ante lo que los “mayores” levantan la ceja. El autor escribía al margen de los convencionalismos, del mundo real, de las normas y las leyes. De la policía y de los jueces. De los jefes. Hasta de los padres.
Sus libros eran una bofetada sin mano hacia los progenitores de los niños: él le contaba a sus hijos lo que los adultos no querían que supieran, no fuera que se malearan, no fuera que se volviesen problemáticos, indisciplinados, violentos. No fuese que exigiesen lo que era suyo. Los convirtió en sus grandes protagonistas: en sus obras, los críos eran los brillantes, los audaces, los temerarios, los que tenían el control último sobre las cosas. Los enormes aventureros. Los capaces de cambiarlo todo. Él le dio a los niños la autonomía y la capacidad de resolución que a menudo la sociedad les niega. Los adultos eran objeto de burla. Casi un decorado.
Cuentos en verso para niños perversos
Realmente es chocante, en un mundo como el nuestro, donde se fragiliza cada vez más a los pequeños -¡precisamente llamándolos así!, precisamente hablándoles como si fueran estúpidos-, donde se les tutela hasta la extenuación, se les moraliza y se les purifica, que Roald Dahl no haya sido condecorado como enemigo internacional ya, como escritor non grato, aunque ojo, algo de eso hay: por ejemplo, su Cuentos en verso para niños perversos (1982) no hay quien lo reedite porque es literalmente bestial. Sonríe Dahl desde alguna parte, querido tocapelotas.
En ese libro reinterpretaba los cuentos clásicos: la Cenicienta se hartaba del príncipe el mismo día del baile -¡ojo a esta rebelión contra el hombre idealizado!-, él acababa cortándole la cabeza a sus hermanastras por feas, ella le dio calabazas y pidió al Hada Madrina “algo más difícil e infrecuente: un compañero honrado y buena gente”; así que se casó con un señor que hacía mermelada, “fueron muy felices y nos dieron con el tarro en las narices”. Casi nada. Café para muy cafeteros.
Caperucita apunta y dispara
Blancanieves huyó del cazador enviado por la Reina para matarla y se fugó haciendo auto-stop, trabajó como ama de llaves en el juerguista hogar de siete hombrecillos y acabó haciéndose rica ganando una apuesta en el hipódromo. Pero la emancipada de verdad fue Caperucita, que vaya tela tenía: cuando el lobo vino a vacilarle, se sacó un revólver del corsé y lo mató de un disparo en la cabeza. Al tiempo la verían cruzando el bosque con un sobrepelliz de piel. Diva.
Ese era Roald Dahl realmente, también liberador en sus personajes femeninos: piloto en la Segunda Guerra Mundial, espía del Servicio de Inteligencia Británica, activista para causas infantiles, y sin embargo, misántropo. Infiel en su matrimonio, antisemita con amigos judíos. Un ser inclasificable, nunca un beato, por suerte para él, nunca un tirano, por suerte para nosotros.
Ese era: un genio, un hombre sordo a las expectativas de los otros, un señor que se sentaba en una butaca de su cabaña a dejar pasar la tarde, con una tabla de madera sobre las piernas, y se ponía a escribir incansablemente, con loco método. Apenas quería nunca ver a nadie, a excepción de a su amigo, el gran ilustrador Quentin Blake, sin quien casi no se entienden sus libros, con su trazo fino y anárquico, con su maravillosa ligereza y sus rostros alargados. Feliz cumpleaños, Roald. No has dejado de divertirnos y de hacernos menos dogmáticos en este mundo raro.