El viernes 18 de septiembre de 2020 murió en Bogotá el profesor y arquitecto Enrique Triana Uribe, al que le faltaban dos meses para cumplir 91 años: había nacido el 22 de noviembre de 1929. Se ha ido uno de los más importantes arquitectos de Latinoamérica del último medio siglo y se cierra uno de los capítulos más luminosos de la arquitectura contemporánea colombiana.
Enrique Triana se graduó en arquitectura en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, muy influida entonces por el pensamiento de Mies van der Rohe y Walter Gropius; en 1953, regresó a Colombia. Triana es parte de una generación, integrada entre otros por Germán Samper y Rogelio Salmona, que dio un giro especial a la arquitectura introduciendo el modernismo en el país. Cuando en la segunda mitad del siglo XX Enrique Triana comenzó a trabajar como arquitecto, la moda en Bogotá era copiar indiscriminadamente el estilo inglés y francés en la ornamentación de estructuras y fachadas.
Enrique Triana introdujo una mirada diferente en el panorama donde se había criado. Planteó una arquitectura sencilla, clara, sobria, contundente, contextualizada, depurada de todo artificio, compositiva, cálida y afectuosa.
Ha diseñado apartamentos y residencias unifamiliares o multifamiliares, iglesias, bancos, clínicas, haciendas, parques, colegios y escuelas, hoteles, universidades, locales comerciales, urbanizaciones y espacios públicos. Cuando se le preguntaba cuáles eran, a su juicio, los edificios más representativos de su obra, solía decir que tal vez los más conocidos eran el Museo de Arte del Banco de la República y su propia casa.
Unió su pasión por la arquitectura con el amor a la docencia universitaria: “La experiencia más importante de mi vida, más que diseñar, más que cualquier obra arquitectónica”. Ha trabajado con cerca de 5.000 estudiantes en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Bogotá.
El inicio de su colaboración docente con la facultad no fue -por la confrontación de las ideologías entonces existentes y el cuestionamiento de algunos radicales de que la arquitectura era una herramienta de opresión-, un camino fácil. El imaginario colectivo cuenta que aquel primer día de clase, después de la entrada de Enrique Triana en el aula acompañada de gritos y desaprobaciones de todo tipo, esperó, inmóvil y sereno, a que las protestan acabaran para decir a continuación aproximadamente esto:
- Soy Enrique Triana. Quizás, represento para algunos de ustedes lo que más odian: me formé como arquitecto en Estados Unidos. He tenido también la oportunidad de conocer la situación del diseño en Europa, soy católico, estoy enamorado y casado con una mujer trabajadora, guapa y deportista y tengo una familia feliz con los problemas de ordinaria administración que existen en todas las familias. Y además… sé bastante de arquitectura y estoy dispuesto a enseñárselo, si ustedes quieren…
Hubo un breve silencio y después tímidos aplausos que fueron aumentando hasta convertirse en una ovación. A partir de ese momento, en esa facultad, Enrique ha sido 50 años un profesor querido, admirado por sus alumnos, que con frecuencia ha obtenido el titulo de docencia excepcional que la facultad otorga al profesor escogido directamente por los estudiantes. Han sido también sus alumnos los que le bautizaron, a la vista de sus modos y talante, con el alias de Lord, Lord Triana. Durante una de las reuniones que solía hacer en su casa con sus alumnos, “uno de ellos – cuenta Enrique- dejó un papelito encima de mi mesa que decía: “Enseñar es tocar el corazón de alguien para siempre”. Claro, ¡lo encontré y lloré!”
Silvia Arango afirma que Enrique Triana, igual que la generación a la que perteneció, no estaba escindida: “Vivían como pensaban y construían como vivían”. Enrique se sentía tributario del movimiento moderno, la pintura abstracta y la música contemporánea. También de la tradición familiar, especialmente en las cuestiones de fe y coherencia cristiana. Ante otras tradiciones de simples gustos y estilos fue, en cambio, iconoclasta.
Cuenta el propio Enrique Triana que recién casado con Isabel Soto “invitamos a mis padres a nuestra primera casa, que tenía amoblamiento moderno, el comentario fue: 'Isabelita no se merece eso'. Era una actitud de desconcierto y rechazo a un mundo formal que para ellos era insignificante por estar vacío de cualquier huella de tradición”.
La familia de Isabel Soto, "mi señora Isabel" le llamaba Enrique, tenía desde 1913 la Hacienda Cortés, cerca de Bojacá ( Cundinamarca) que estaba a 40 kilómetros de Bogotá por una mala carretera, con una población mayoritariamente indígena de unos 11.000 habitantes. En un momento dado, Enrique sintió la responsabilidad de comprometerse con Bojacá, muy deprimida económicamente y con múltiples carencias. Se presentó a las elecciones democráticas para ser concejal del ayuntamiento y salió elegido.
Con perseverancia, esfuerzo y sacrificios personales, Enrique consiguió reurbanizar la plaza Mayor de Bojacá, diseñar y construir un gran mercado, dotado de servicios, higiene y comodidades, poner en marcha una biblioteca básica ambulante e impulsar un taller para la elaboración y venta de tapices y alfombras artesanas.
Le gustaba el color rojo – el rojo Triana-, era efectivamente un Lord por su educación, sus modales y el modo de manejar el bastón. Fue una persona excepcional, ajeno a las modas del momento, culto y divertido, humanista, generoso para regalar y compartir su conocimiento, con sentido del humor, ironía y calidez humana. Tenía una mirada inquisitiva con ojos chispeantes que daban confianza, aire de Séneca y también de Job.
Cuando unos ladrones robaron en su casa bogotana cosas afectivas y valiosas, lo único que me dijo personalmente, días después, fue: "El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó".
*** Carlos Soria fue decano de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Navarra, entre 1975 y 1984, y amigo de vieja data de Enrique Triana.