Llegaron las cornetas y los tambores en pleno octubre, en plena pandemia, en plena reclusión madrileña: suenan los primeros acordes de Demasiadas mujeres, el nuevo tema de C. Tangana, y casi se escucha un “al cielo con ella” y “qué guapa la Virgen”. Suena esto a incienso -valga la sinestesia-, a paso de semana santa, a pura solemnidad. Suena como el runrún de la casa de Bernarda Alba. Como el Volver de Almodóvar. Como el Entre visillos de Carmen Martín Gaite. Como el último llanto negro de una España cañí que suda símbolos. Una España que pena, una España sentida, neurótica, honda y adoctrinada por el nacionalcatolicismo que -con todo- aún no entendía la vida, la muerte ni el amor como papeleos asépticos.
Vemos en el vídeo -firmado por Little Spain- un campo amarillento, otoñal, un crucifijo en medio de la nada, un anciano en un páramo. Viene la banda Rosario de Cádiz y un poquito de techno. Un niño clava el diente a un bocadillo mientras su abuela le protege con las manos colocadas en sus hombros: sólo vemos eso, eso y nada más, pero ya sabemos cómo es su casa, una de estas casas con cortinas en la puerta, abiertas para siempre, abiertas a cualquiera, donde huele a puchero y a fatiguitas.
Las mujeres tiñen todas sus ropas de negro -hasta la interior- en unos barreños cargados de tinta: se viene un muerto, un muerto que conocemos muy bien, Pucho, Puchito, Crema, Antón, C. Tangana. Hasta hace no tanto los duelos eran así de machistas: por narices mantón, mantilla o pena negra -un velo largo que se colocaba en el sombrero para que ocultase el rostro de la afligida-. Su luto se dividía en tres grados: riguroso, alivio de luto y final.
El tiempo pertinente se medía según el grado de parentesco con el fallecido, pero algunas mujeres pasaban de luto toda la vida porque iban hilvanando una muerte con otra: la del padre, la del hermano, la del marido. Muchas se quedaron solteras para siempre porque esta forma de vivir el luto las recluyó; les impidió el contacto social. España trágica y patriarcal. España de la mujer satélite. Españita nuestra de los hombres en el centro.
Las mujeres que le lloran
Las del vídeo de C. Tangana casi parecen plañideras -mujeres contratadas para ir a llorar a los funerales y para alabar las virtudes del muerto-, aunque según la letra son sus viejos romances acudiendo a su entrada en el hoyo. Digo que son plañideras porque éstas se caracterizaban por su adorable exageración: tenían que gritar, golpearse el pecho, montar un pollo tan fuerte que casi ni se escuchara al sacerdote bendecir al finado. Un follón. Estas protagonistas, no obstante, van de mantillas modernizadas: alguna con escote, otra fuma mirando el móvil. Gafas locas estilo Gucci. Uñas postizas. Envueltas en imágenes psicodélicas, como una pesadilla de ayer y de hoy: ahí Daniela Blume o Julia de Castro. Las Vírgenes lloran, mientras, en impactos sueltos.
En los versillos, C. Tangana no se siente del todo correspondido por las mujeres que amó, quizá por eso ellas tengan que exagerar en el vídeo su sufrimiento: habla de una que está a punto de huir, habla de otra con la que tuvo sexo en un baño en Berlín, habla de una tercera a la que extraña en la distancia, entre vuelos de Miami o Madrid. “No me puedo olvidar de la que dijo que siempre estaría pa’ mí, de la que decía que sólo una noche y después no hubo más, de la que se fue con mis ganas de amar, mis ganas de vivir: no las he vuelto a encontrar”.
Tiene un poco de Aves de paso o de Pero qué hermosas eran de Sabina: un recopilatorio por los mejores años del amor y del sexo, y de qué manera todas y cada una de ellas marcaron algo en el hombre nostálgico, en el hombre maldito de estilo Panero en El desencanto. El hombre que ya no puede ser del todo moderno, nunca, ni aunque quiera, porque está siempre enganchado a su pasado. Maniatado, el pobre. En fin.
En el vídeo vemos solares. Un cartel de "se vende”. Se venden las ruinas de un pueblo, que son las ruinas de la vida que se despide. El muerto está en venta: no se quiere a sí mismo. El niño en bicicleta, presumiblemente, es él; el eco del crío que uno es antes de cruzarse con la movida del amor, con el gran derrumbamiento de la estabilidad, de la paz infantil. Porterías de fútbol. Banderas de España pintadas en las zonas pobres, pero de corte irónico: “Biva el Rey”, se lee en uno de los grafitis.
La polémica de la apropiación
C. Tangana en un confesionario, echando la vista atrás en un ejercicio, quizá, similar al de Nacho Vegas en El hombre que casi conoció a Michi Panero. Esto es un epitafio musical. “Música del infierno que sonará el día de mi funeral: aún me acuerdo de ti”, canta. Unos hombres de gesto severo cargan el féretro. Portan también bastones rematados en un Jesucristo de oro. Fuerte momento kitsch. Los siguen caballos. No falta nadie, no falta nada, ni una sola exageración, ni un solo símbolo en esta comparsa fúnebre.
A mitad de la canción, cuando entra el estribillo, empiezan a sonar los primeros acordes de Campanera, de Joselito: vaya delicia. Demasiadas mujeres, con todo, pone el dedo en la llaga y no podemos negarlo: juega con lo que le sale del testiculario. Los haters señalan apropiación cultural -¿es el entierro y la iconografía religiosa patrimonio de Andalucía, o patrimonio de España?-, blanqueamiento de los referentes franquistas y hasta copia descarada de grupos como Califato 3/4.
“Este tío no ha vareado un olivo en su vida”, dice una usuaria, con mucha gracia. “Convierte en cool y en espectáculo el ser de la Españita profunda, con lo abnegados que hemos estado toda la vida”, etc. Otros le afean la exaltación de las imágenes sacras, como si Tangana fuera un curita.
Son críticas interesantes que no perturban el poderío de la pieza -claro que cuenta con una producción brillante que no pueden permitirse otros grupos más underground, por ejemplo, y que juegan las mismas bazas populares-. Pero lo cierto es que el artista -que se llama a sí mismo “el madrileño” y que tiene como emblema “van a respetar Madriz”- ha mencionado en numerosas ocasiones sus referencias y sus influencias, entre ellas, Califato o Joselito -los incluyó hace unos días en una playlist-. No hay una intención de plagio. En cuanto se cita, al menos hay respeto. Lo que llaman "espectacularización" a veces no es más que el éxito del artista -aquí siempre entran los envidiosos y los rebotados-.
Transgresión, no, memoria sí
A mí me gusta esta propuesta de C. Tangana porque no sale de la nada. ¿Es novedosa, es transgresora? Tampoco: muchos llegaron antes y algunos llegaron mejor. Pero él ya venía avisando: en el vídeo de Bien duro abrazaba la España quinqui de los ochenta, con sus estéticas y sus pillajes, con el imaginario puro de Eloy de la Iglesia. La España taleguera y marrullera de la heroína y la putrefacción que Felipe González quiso tapar e ignoró activamente para mostrar a Europa una versión nacional modernizada basada en La Movida: niños bien haciendo ruido tras la represión franquista, manoseando una libertad sin análisis y sin reivindicaciones políticas. Desclasados. Despolitizados.
La España quinqui que tenía como banda sonora a Los Chichos siempre quedó en el lumpen, en el ostracismo, porque era la viva prueba de que la democracia no había llegado para todos. De que la renovación no era tal. De que la miseria persistía y de que los gobernantes seguirían escondiéndola debajo de la alfombra. También en Llorando en la limo, C. Tangana hizo guiños al arte sacro que tanto le mola -“me puse dios de nombre, en el pecho un Cristo”-. En Un veneno echó la carta del bolerito. Y en Nunca estoy, sacada en pleno Covid, reivindicó canciones de Rosario Flores y de Alejandro Sanz.
En una entrevista con este periódico se quejó de que siempre nos da por alabar las virtudes de los yanquis pero nos da lache mirar nuestras bondades patrias por temor, quizá, a resultar nacionalistas. Somos bien cutres: exigimos memoria histórica pero no tenemos memoria cultural. O nos parece heredera de algún régimen autoritario: linkamos el folclore y los signos populares a la costra y no nos preocupamos por estudiar nuestras manifestaciones artísticas como pueblo llano. Como dice Sixto en La clase media -de La Trinidad-: “Sólo quieren ser como un gángster americano, después ni puta idea de quién coño es El Jaro”.
El rito (anticapitalista)
Demasiadas mujeres es bueno porque es coherente con la trayectoria artística que Tangana nos viene ofreciendo. Y por una idea que me interesa más: la de la recuperación de los símbolos en un contexto nihilista y neoliberal como en el que nos encontramos. En una sociedad acelerada, materialista, economicista y utilitarista que ha perdido el ritual, la espera, hasta el duelo. Amamos y morimos en trámite burocrático.
Hay que palmarla rápido, hay que enterrar velozmente a los nuestros para poder seguir produciendo: se acabaron los velorios largos, se acabó la misa en casa -todo este proceso de luto y cómo ha cambiado podéis leerlo aquí: hemos pasado de vivir la muerte de los nuestros como la propia a grabar a los abuelos fallecidos en un tik tok impresentable, en un stories que dura 24 horas, y a otra cosa-.
No podemos llorar, no podemos estar tristes: nos lo dicen Mr. Wonderful y los emprendedores. La pena no interesa porque no alimenta la cadena de producción. La pena no interesa porque nos detiene: y si nos detenemos, ¿para qué servimos? ¿Qué somos, sino hámsters corriendo la rueda? Con los símbolos pasa igual: requieren ahondar, requieren interpretar, requieren sentir -qué pérdida de tiempo-.
Recuperar el símbolo
No creo que lo deseable sea recuperar la parte tenebrosa de esa España que se aleja, pero sí repensar nuestros ritos, que nos ayudan a ordenar y a desmenuzar la vida. El rito hace que una vida sea digna de ser vivida. El rito hace que mastiquemos la existencia, que seamos autoconscientes y que no vayamos como pollos sin cabeza saltando de trabajo en trabajo, de romance en romance, de despedida en despedida, buscando no sé qué triunfo que siempre está un poco más allá. Hay una solemnidad que merece la pena. Hay una solemnidad que es humanista y que no castiga.
El trabajo de C. Tangana sirve para reflexionar sobre todo esto. Sobre qué somos más allá de datos y cifras, más allá de índices de rentabilidad -por mucho que este discurso se haga desde el mainstream-.
Ernesto Sábato, que vivió la ciencia hasta la frontera misma -estudió las radiaciones atómicas, enseñó teoría de la relatividad a los doctorandos y pronosticó la crisis espiritual de un mundo locamente tecnófilo- decía que se sentía aterrado filosóficamente porque habíamos empezado a entender al ser humano sólo como un ser racional: “Y el hombre no es razón pura, como ha creído el pensamiento ilustrado y la ciencia; es razón pura, pero, además, sinrazón, como diría Cervantes. El hombre es mito, es símbolo, es sueño, son pasiones y sentimientos. La parte más importante del hombre es irracional”. Ahí queda eso.