Elena Medel es poeta siempre, hasta cuando escribe novela, porque mira raro, maduro y hermoso, con bisturí limpio: en Las maravillas (Anagrama) habla sobre la invisibilidad femenina y la precaridad, habla sobre el dinero, sobre el -puto- dinero que tan poco aparece en la literatura, en el arte o en el cine. ¿De qué comen los protagonistas? ¿Cómo llegan a fin de mes? ¿Dónde están las facturas? Están lejos -tantas veces- de nosotros en sus auras bohemias e ideales, en sus vidas neoyorquinas de niños atormentados e hipocondríacos hijos de Woody Allen, que no escuchamos en sus jornadas las minucias que nos derrotan el día: la bronca del jefe, el metro atestado, llegar tarde, sentirse mediocre, sentirse impostor, sentirse esclavo.

Medel, más que un retrato generacional, o de género, ¡o nacional!, hace un boceto de clase. Dos mujeres obreras, María y Alicia, encontrándose y desencontrándose en los barrios de Madrid del norte y del sur. La primera se fue en los sesenta a la capital para buscarse la vida; la segunda nace treinta años después y repite la trayectoria. Es una obra sobre la memoria, sobre los cuidados, sobre la precariedad, sobre las expectativas de la vida que no tuvimos o que ya no vamos a tener.

“María es un personaje más luminoso, más amable, está dispuesta a reconstruirse, aunque tenga muchos momentos en los que yo casi me peleaba con ella”, cuenta Elena al teléfono. “No estaba muy de acuerdo con sus decisiones, pero… la actitud de Alicia es totalmente distinta, es más oscura: sabe que las cosas son así y se las va a tomar de la peor manera. Me gustan mucho autoras como A. M. Homes -en El fin de Alice- que trabajan con personajes que deberían escandalizarnos y ponernos en su contra, pero de una manera muy sutil e inteligente logran ‘manipularnos’ como lectores y forzar nuestra empatía”.

Feminismos

Son dos mujeres también con miradas distintas hacia el feminismo: “En el caso de María, su clase se mantiene inalterable durante todo el libro. No hay ascensor social. Ella va descubriendo el feminismo conforme pasa su vida y va siendo consciente de las cosas en base a experiencias. A ella nadie le ha explicado nada”, relata. “Alicia es un personaje que no tiene nada de simbólico ni de generacional, porque va totalmente a la contra, y ella vive el ocho de marzo como un incordio que le complica la vida al salir del trabajo”.

Se refiere Medel a lo “complicado” que lo tuvieron las “pioneras”: “Ese feminismo fue heroico, el nuestro, que sigue siendo complicadísimo y que despierta reacciones salvajes, al menos lo llevamos en compañía. Ahora también entendemos que el feminismo es lucha de clases, que se trata de una conciencia interseccional, que es una lucha de luchas”. Esta también es una novela donde el cuerpo está presente, donde la anatomía y las violencias padecidas sobre ella -sobre la femenina, concretamente- no son ninguna abstracción. “Quería que hubiera escenas de cuerpos no normativos”, sostiene la autora.

Y señala el capítulo donde María cuida a una anciana, “esa escena extensa donde está lavándola, tan tirante, tan llena de heridas, con esa desnudez que a ambas las llena de pudor, casi de vergüenza”. O María rondando los cuarenta años, desnuda con su pareja, en la cama. Mujeres hablando en los baños, comparando sus cuerpos. ¿Por qué no tienen pechos tan turgentes y abundantes, por qué no son tan delgadas…? Todas esas preguntas que tantas veces se convirtieron en dagas. En acusaciones por no ser, por no estar lo suficientemente buenas y que nos convirtieron en hembras acomplejadas, en objetos de deseo de segunda. Las del descarte. 

El pudor del pobre

¿Qué diagnóstico hace la escritora sobre la conciencia de clase en España hoy? “Hay cierto pudor o vergüenza en España a admitir que vienes de un hogar de clase baja, que vienes de una familia que en determinados momentos tiene que decir ‘no’ a cosas porque no puede asumirlas. Esa vergüenza se percibe como un fracaso”, explica. “Nos han dicho ‘esfuérzate y lo conseguirás’, pero no, hay gente que se esfuerza mucho y nunca llega. No tiene el golpe de suerte, o lo que sea, no puede cambiar de trabajo. Hay un desclasamiento muy potente que se ha canjeado en esa negación: no, yo no vengo de aquí”.

Hay una gran pregunta que plantea Medel en la novela: ¿es útil -aunque esta palabra le desagrade- la política tradicional? Se habla explícitamente en el libro de partidos, de ideologías, de asociacionismo, de trabajo de grupo. Pero igual prefiere no responderla: no quiere coger de la mano al lector para indicarle qué es lo bueno y qué es lo malo. Ya es mayorcito. La suya es una literatura coherente, pero no moralizante. 

Más le preocupa esa idea que desliza el personaje de María cuando “enumera todas las huelgas y manifestaciones a las que no ha podido ir porque estaba trabajando”: “Claro, no se podía plantear pedírselo a sus jefes, arriesgarse a que la despidieran, ni siquiera perder un día de sueldo. El personaje que tiene más implicación política asume que ha tenido que hacer esa revolución en sus ratos libres y sacrificando mucho tiempo”.

Sabe que su generación ha ido hilvanando una crisis con otra, como un rosario de desgracias y de futuros tiritones. “Esa vida de pisos compartidos, de periplos laborales… yo tengo 35 años y viví la crisis de finales de los 2000 y principios de la década pasada de manera muy intensa, y ahora vamos a vivir otra, que es la que nos está esperando después de la pandemia, para 2021… es una generación que justamente cuando empezaba a sacar la cabeza y a encontrar algo de calma, va a volver al punto de partida. Volvemos al punto de salida”.

Noticias relacionadas