Ana Iris Simón es una moderna antimoderna: inevitablemente contemporánea y pendiente a su tiempo, pero reacia a la tontería del mundo nuevo hijo del cupcake, de la globalización y del buenismo a cualquier precio. Cuando se le fue el clásico pudor adolescente de reconocer sus raíces, le dio por activar el ojo de la nuca y hacerse las grandes preguntas: ¿y si lo que uno está buscando está justo en el lugar de partida, allá en el corral de sus abuelos, allá en las ferias familiares que ya no existen -porque el planeta entero se convirtió en un parque de atracciones y perdió el significado-?
La niña brillante criada en La Mancha le dijo “hasta luego” a los suyos -al pueblo como familia extensa, a las viejas que vivían en cuevas- y se fue a vivir a Madrid para sacudirse la cáscara de la ruralidad, la desidia y la expectativa: moló, trabajó como periodista en Telva y en Vice, escarbó en Malasaña, se relacionó con personas -y personajes- con los que jamás se habría mezclado “por ser de otra clase social” y un buen día levantó la ceja.
“Me he ido de Madrid, ya estaba cansada. En los dos últimos años dejé de beber y de salir mucho: primero empezó por una mala resaca, pero luego me di cuenta de que el ocio de la gente de nuestra edad se reduce a eso, a la cultura del alcoholismo. He visto a mi alrededor más alcoholismo que cáncer”, explica.
“El alcoholismo es una adicción real en gente de nuestra edad y parece que no nos damos cuenta. Lo he tenido en mi familia. Se habla mucho de las casas de apuestas, pero poco del daño del alcohol y la farlopa. La droga sigue destrozando barrios obreros. Es una cuestión política”, señala Ana. Estaba harta de socializar por defecto. Estaba harta de su vida presuntamente electa, viendo cómo su compañero de piso jugaba a la Play y las mujeres de su quinta se pillaban una Thermomix mientras decían que les era imposible tener críos. “Es cuestión de prioridades. Pero no es culpa de las ciudades, de ninguna ciudad. Eres tú mismo”.
Contra la romantización del lumpen
Dice la autora en su debut literario, Feria (Círculo de Tiza), que envidia la vida que llevaban sus padres a su edad. “Lo que está ocurriendo con nuestra generación es insólito, porque mi padre vivía mejor que mi abuelo, pero yo vivo peor que mi padre. Claro que si yo fuese lesbiana me podría casar, claro que hay conquistas generacionales que son suyas. Pero también hay cagadas generacionales, como haber abrazado acríticamente el progreso. Haber dejado el progresismo en manos del liberalismo económico” reflexiona.
Y sigue disparando: “Entrar acríticamente en la Unión Europea que nos vendió esta idea de la ‘pobre España’, de la hermana fea. La generación de mi padre nos vendió que la incorporación de la mujer al mercado laboral era una conquista social, pero realmente fue una conquista del capitalismo: igual deberíamos haber reclamado que el hombre trabajase menos, que todos trabajemos menos y en un modelo más sostenible”.
P.- ¿Crees que en tu libro hay una revancha de clase?
R.- Creo que mi intención no ha sido escribir desde la clase obrera, a pesar de la ideología de la familia de mi padre, de la mía propia y de que me es imposible escribir desde otro lugar porque es de donde vengo y lo que soy. De hecho, en el libro hay una crítica fuerte al lumpen: esto no es una arcadia feliz; no es algo que mole el ser “de la calle” o “ser real”. Compañeros míos de clase han acabado en la cárcel. No he querido caer en una fetichización de clase. Ahora parece que todo lo que parta de la clase obrera o popular es bueno de por sí. Claro que tengo orgullo de clase, pero más que por haber nacido aquí o allí, por ciertos valores, pero tampoco estoy muy segura de si son exclusivos de la clase obrera.
P.- Ahora el progresismo lucha por no parecer acomodado, ¿no? Ese es el nuevo pudor.
R.- Justo. Yo ataco a los que romantizan la clase obrera o a los que hablan en su nombre a brocha gorda sin pertenecer a ella. Siempre que se habla de barrios obreros, nunca se hace desde ahí, o si se hace desde ahí es para intentar quitar prejuicios, para hablar sólo de los problemas, que son muchos, o bueno, cosa que es normal. Pero, si fuéramos justos y sinceros, si hablásemos de los barrios obreros con toda su complejidad, tendríamos que reconocer que hay problemas que tienen que ver con las condiciones materiales, muchos, seguramente la mayoría, pero hay otros que se escapan de ellas. El otro día me decían por Twitter que era complaciente con el capitalismo en mi discurso, supongo que por señalar que también existe una cara antropológica, humana y que tiene que ver con nuestras elecciones, actitudes y la manera en que vivimos, del liberalismo económico. Para mí no es blanquearlo sino todo lo contrario, ir un paso más allá: ningún cambio ni transformación política es posible sin un cambio antropológico paralelo o, incluso, previo.
P.- ¿Qué es lo que más desprecias de la modernidad?
Que es un trampantojo. Que nos aleja de lo realmente importante. De buscar el sentido. La modernidad es aburridísima. Nos creemos diferentes, especiales, pero somos más iguales cada vez: hemos renunciado a lo que somos en nombre de una promesa, de una huida hacia adelante. Lo del adanismo me jode mucho. Lo cuenta Manuel Astur en San, el libro de los milagros (Acantilado): en la revolución francesa le pegaban tiros a los relojes. Esa idea de fusilar el tiempo dice mucho de la modernidad: es un “ahora vamos a ser hombres de verdad, ahora llega el hombre nuevo, todo lo que se ha hecho antes no ha servido para nada”. Lo dice también la revolución socialista con su "hombre nuevo". Eso de creer que hemos inventado algo y de repudiar todo lo anterior… eso de llamar bárbaro a todo lo anterior… es lo que más desprecio, supongo. Y, además, creo que es peligroso.
Los ofendidos
Lo cierto es que el libro de Ana Iris Simón, que está lleno de olores, de cachivaches y de recuerdos de una España que ya no existe y que la cubrió de amor, de valores y de luces, escupe directamente en muchas de las sensibilidades más bien pacatas de hoy. Es un cuento sobre el tiempo en el que era más importante que los niños se lo pasaran bien tirando petardos que el hecho de que los perros se asustasen: el animalismo devoto de hoy no asimila bien la vida de pueblo. O esa cosa vieja y cariñosa de reírse del “tonto del pueblo”, que ahora sería llamado “capacitismo”.
“Sí: el pueblo llama al moro, moro, y el moro no se ofende. A ver cómo le explicas esto al de la asamblea libertaria del centro de Madrid. Cuéntaselo a un moderno que no ha salido nunca de Tirso: sólo para hacer una ruta por Navacerrada”, guiña. “¿A quién creo que puede molestar mi libro? A aquel que quiera ver la realidad de forma maniquea y sin matices. Al final, es inevitable, supongo: las ideologías acaban fetichizando cada cual a su sujeto político: la democracia al pueblo, el feminismo a la mujer, el fascismo la nación, el socialismo a la clase obrera. Y, siendo así, es difícil y doloroso reconocer los matices y la complejidad. Para mí, al menos, lo es”, esboza.
Sí que cree Ana, un poco como el Fary, que esta es una generación de blandengues. Ríe con la cita. “Somos más llorones. Lo cuenta muy bien un librito llamado Crítica de la víctima (Herder editorial): está bien hablar de lo que nos ocurre libremente, es salud mental, han saltado por los aires muchos tabúes, pero parece que casi mole ser víctima. ‘No puedo tener hijos’… ya, amiga, porque prefieres gastártelo en clases de yoga o en vivir en el centro, no quieres vivir en Valdebebas y gastarte ese dinero en un carrito”.
Dios, la izquierda y el feminismo
¿Cuál es la relación de la autora con dios? “Sin quererlo, he escrito un libro sobre dios. Mi relación con dios es ambivalente. He sido criada en una familia atea militante, y eso deja huella, porque se habla mucho de la intolerancia de ser criados en familias católicas, pero esto también tiene lo suyo. Cuando mi madre tuvo un aborto espontáneo me empecé a plantear la cuestión de la muerte: ¿dónde estaba el niño antes de nacer? Papá, si tú me dices que la nada no existe, ¿cómo va a estar en ninguna parte?”, se preguntaba.
“En los últimos años, a raíz de la muerte de mi abuela y de mi tío, sí siento ese tener que inventar rituales y creencias. Mi amiga Cinta dice que qué consuelo par los cristianos cuando se muere alguien, y yo creo que no, que el consuelo es para los ateos, que creen que no hay nada. No tienes que estar en plan: ‘joder, ¿se habrá ido al hoyo o habrá continuado su camino? ¿Le espera la vida eterna o no?’. Yo decidí hacer la comunión. Me escapaba para ir a misa. Pero, a la vez, siempre tenía muchas dudas respecto a Dios, hacía muchas preguntas, lo cuento en el libro. Ahora tengo menos que nunca. Así que esa ha sido mi relación con la espiritualidad, muy ambivalente, tanto por dónde he crecido como po mí misma.”, explica Ana. Y reza.
Su relación con la izquierda se resume en “el desencanto”. “Todo vuelve a estar polarizado. Se azuza desde un lado hablando de dictadura socialcomunista y, desde el otro, se habla de fascismo, cuando no existe tal cosa”.
Entonces, ¿ella no utiliza la palabra ‘facha’, que tan manoseada anda ahora? “No. No utilizo la palabra facha. No sé qué es un facha: ¿los que criticaban al PSOE en 2011 y ahora besan el suelo por donde pisa se han hecho fachas? ¿Los que hablaban de “televisión, manipulación” y criticaban la concentración mediática y los intereses políticos de los medios y ahora se descojonan con el MARICOPA y las bromas de Ferreras se han derechizado, se han fachizado? Mi idea de la política tiene que ver con un eje liberal-antiliberal más que con un izquierda-derecha, que es mucho menos interesante y nos hace perder perspectiva”.
P.- ¿Qué te enseñaron los hombres que amaste de niña de la masculinidad? El padre, el abuelo. Hay cierta decepción en ti hacia cierto feminismo.
Sí, lo que yo grito es un poco eso: es peligroso patologizar todo lo que tiene que ver con lo masculino. Casi he escrito el libro para que lo lea mi padre, que es la persona que más admiro y quiero en el mundo. Reivindico la ternura de los hombres y sus cuidados. Mi familia quizá sea atípica en ese sentido: mi padre dejó de trabajar cuando mi hermano nació para cuidarlo, mi abuelo siempre ha limpiado y ha hecho la comida… me gusta el sentimiento de familia extensa, de linaje, que me han transmitido ellos.
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