Guillermo Blázquez es un histórico librero de la Cuesta de Moyano: uno de esos hombres que siempre saben mucho más de lo que cuentan. Uno de esos consejeros y ‘recomendadores’ literarios de los caminantes que van a parar allá a las faldas de Atocha, uno de esos tipos que atesora libros bellos de cubiertas viejas -inaceptables en las grandes plataformas: jubilados- y que acaba abrazando también los secretos de sus dueños. Ha revelado Blázquez hoy a Cadena Ser que sabe de buena tinta que los herederos de un “ilustre académico español” poseen desde hace décadas casi un centenar de las cartas que Benito Pérez Galdós le mandó a su fogosa amante Emilia Pardo Bazán.
De ellos sabemos que fueron tórridos y apasionados sin dejar de ser intelectuales. Sabemos que, mientras que sus colegas de generación la menospreciaban y arrinconaban por puro machismo -la llamaban “incapaz” e incluso resaltaban su fealdad-, Galdós se pilló por la buena de Emilia y no se dejó llevar por los estigmas sexistas del momento. Sabemos que se dijeron de todo lo bello y lo concupiscente y que siempre mantuvieron, a su vez, relaciones con otras personas. Sabemos que les separaban ocho años y muchos correveidiles. Sabemos que acabaron como el rosario de la Aurora, como sólo pueden acabar las historias tan puras.
Hasta ahora conocíamos las frases calientes que ella le dedicó a él, y que han sido recogidas en libros como Miquiño mío (Turner) -maravillas como “en cuanto yo te coja, no queda rastro del gran hombre” o “búscame casita, niño: te beso un millón de veces el peo, los ojos, la boca y el pescuezo”-, pero nada sabíamos de las palabras que él le envió a ella. Se decía que habían sido destruidas, hasta que el librero Blázquez ha hablado en contra de esta idea.
Dice que él pudo ver esas misivas en persona; que incluso pudo leer algunas. "Eran cartas subidas de tono, no eróticas, pero sí contenían comentarios que podían resultar excesivamente fogosos para la época. En una de ellas leí que Galdós le decía: 'Estoy deseando volver a verte para comerte los pechos'. Los propietarios son coleccionistas y puedo asegurar que tenían las cartas y que éstas aún existen”. Cree que el resto de cartas deben seguir en “manos privadas”, y que, las que no, se quemarían en el Paso de Meirás.
Ha asegurado el librero que ha intentado comprarlas en alguna ocasión, pero que esta familia es reacia tanto a mostrarlas al público -quizá por su carácter sonrojante, transgresor para la época- como a venderlas. No ha preguntado el buen hombre cómo las tienen. “Tal vez se las regaló la propia Emilia o les cedió una parte del epistolario. Nunca les he preguntado cómo llegaron a su poder. Me parece una indiscreción”.
Más historias de Benito y Emilia
Por Emilia, Benito fue un cazador cazado: por ella se planteó abandonar su leyenda de mujeriego, de triste, de díscolo, de enfermo; por ella quiso ser fiel, ser alegre, ser fuerte, ser viajero. Aunque claro: eran la noche y el día. Emilia tenía el arrojo que a él le faltaba y le hizo conocer el amor de forma pasional, oscura, sofisticada. Al principio de todo fueron amigos -o, mejor dicho, ella jugaba a que él fuera su maestro, fingiéndose inocente-.
Al tiempo, Emilia se lo recordaba así: “Antes de que me conocieses, cuando no nos unía sino ensoñadora amistad, ya me figuraba yo -con pureza absoluta, que ahí está lo más sabroso de la figuración- las delicias de un paseíto ensemble por Alemania. Los que habíamos dado al través de Madrid me tenían engolosinada, y pensaba yo para mí: ‘Qué bonito será emigrar con este individuo (…) Parece delicado de salud: le cuidaré yo que soy robusta; me lo agradecerá: me cobrará mucho afecto, y ya siempre seremos amigos’ (…) En otras cosas no pensaba, palabra de honor. Tu aparente frialdad, el respeto que te tenía, tu aspecto formal y reservado, me quitaron esa idea enteramente”.
Se encontraron sexualmente ya maduros y exitosos, cuando habían demostrado su genialidad: ella acababa de soplar 37 y había publicado Los pazos de Ulloa y La madre Naturaleza. Él había lanzado Fortunata y Jacinta: casi nada. Ella estaba separada; él, soltero. Ambos picoteaban con todas y todos. A ella se le conocía el affaire con Blasco Ibáñez -quien entonces era el novelista más popular y con quien acabó la cosa en reyerta: él la acusó de haberle robado el argumento de un cuento que aún no había escrito y que supuestamente habría desvelado en un momento íntimo-.
A Galdós se le contabilizaron novias como Concha-Ruth Morell, Lorenza Cobián o Teodosia Gandarias. En común con Pardo tenía su gusto por una sensualidad libertina. Lo que no esperaban, lo que nadie espera, fue la irrupción perversa de una sentimentalidad clásica que les llevaba a sufrirse, a extrañarse, a encelarse, a desear poseerse.
Juegos eróticos (y una relación abierta)
Ella le llamaba "miquiño mío", "monín", "pánfilo de mi corazón", "roedor", "camaraíta", y se identificaba como "tu rata", "tu peinetita", "tu buitra". Cuentan que corría el abril de 1889 y un guarda recogió en el paseo de la Castellana, en Madrid, una prenda íntima de Emilia Pardo Bazán que fue regalada a Galdós... y que salió volando. Ella se partía de risa en una carta: “Por fortuna, esa prenda no tenía la marca que llevaban otras de su mismo género: una ‘E’ coronada”. Llegó a fantasear con que su tela hubiese estado “diez segundos” en la cabeza del guarda. Se conserva gran parte de la correspondencia de ella hacia él; no así de vuelta. Los historiadores señalan que o bien Blanca, la hija de Emilia, la quemó, o la destruyó Carmen Polo en Meirás, una vez comprado el pazo por forzosa suscripción.
Viajaron a Alemania para besarse en la calle sin esconderse; en España les excitó la clandestinidad. Se cuenta que en un momento, él empezó a turbarse -no era nada fácil para un hombre de su tiempo lidiar con una emancipada pionera- y le propuso estabilizar su relación. Fue ella la que no quiso dar el paso. Amaba demasiado su libertad. Galdós, auscultándose emocionalmente, reconoce que se sintió ofendido cuando en 1888, en Barcelona, durante la Exposición Universal, ella se entregó a una noche tórrida con José Lázaro Galdiano. ¡Y eso que él se veía con la joven hermosa e iletrada Lorenza Cobián, quien trabajaba de modelo de pintores! Orgullo masculino herido.
Quizá se distanciaron cuando Lorenza dio a luz a María, la única hija que Galdós reconocería con sus apellidos. O cuando Emilia se negó de una vez por todas a cambiar la tónica de su relación. Fuera como fuese, adquirieron un tono más profesional… que nunca se normalizó del todo, porque los mentideros contaban que siendo bien maduros ya, los dos amantes épicos se cruzaron de forma accidental en unas escaleras. Al toparse, ella le espetó: “Adiós, viejo chocho”. Y él le contestó: “Adiós, chocho viejo”.