La periodista y experta en Género, Identidad y Ciudadanía Mar Gallego dice que ella aprendió mucho sobre feminismo escrutando los silencios. Abordándolos. Habían estado muy presentes en las “historias de violencia” contra las mujeres de su familia: “Entre otras razones, me crié con mi abuela Antonia, una mujer que había perdido el habla tras sufrir una trombosis que la dejó en situación de gran dependencia”, escribe en Como vaya yo y lo encuentre. Feminismo andaluz y otras prendas que tú no veías (Libros.com).
Ese lenguaje no verbal con el que consiguió entenderse con su abuela le abrió otras sensibilidades. Otras maneras de “escuchar los cuerpos”. De hilvanar las historias de todas esas mujeres del sur a las que catalogaron como “sirvientas” y “analfabetas”: las historias de las mujeres que creyeron que ellas no tenían historia. Las que sintieron que lo que ellas vivían no importaba, que nunca formarían parte de ningún relato.
Tantísimas sabias que se pasaron la vida callando y tragando dolor y miseria. Tantísimas comadres, tantísimas amigas que se protegieron entre sí, que se hicieron fuertes en los vecindarios y en las corralas. Tantísimas cuidándose entre ellas, cuidándonos al resto. Poniendo todo el cuerpo, la cabeza y el corazón caliente en que comiésemos bien, en que creciésemos sanos, en que fuésemos buena gente. Su amor era activismo. Su manera de estar en el mundo era pura resistencia: sólo existiendo contradecían a la rueda capitalista, neoliberal e individualista que nos asola. Ellas tejieron todas las redes. Ellas fueron solidarias sin estridencias. Ellas con la tradición oral y la memoria.
Nuestras madres y nuestras abuelas. Nuestras antepasadas, nuestras antepresentes -qué palabra tan hermosa con la que guiña la autora-. Fueron trinchera sin decir ni mú. Las invisibilizaron. Siguen haciéndolo, mientras ellas cargan cada día sobre sus hombros el peso del mundo. El peso de “lo ordinario”: como dice la ensayista, “ahí existimos y tenemos la base de nuestra vida”. En lo pequeño. En lo doméstico, claro. En lo que nos conforma y en lo que nadie repara porque -desgraciadamente- damos por supuesto.
De Marisol a Rosa López
Gallego pensó que no quería escribir un libro sobre feminismo tan teórico que dejase a su madre fría. Pensó que no quería que esas mujeres que eran sus auténticos referentes no se sintieran reflejadas en su libro. “Para mi madre, como para muchas mujeres andaluzas de orígenes pobres, las palabras teóricas representan un mundo al que ellas no pertenecen”, relata la autora.
Por eso Gallego abrió los ojos y empezó a pelear contra el relato hegemónico: empezó a juntar piezas del puzzle. Ser mujer. Ser andaluza. Ser feminista. Ser precaria -ser pobre, “pero decimos ‘humilde’ para que nadie se espante”, dispara ella-. ¿Cómo llamar a todo eso que nos pasaba, que nos pasa? Aquí importan la identidad, los recuerdos y la tierra.
En esta obra tan recomendable, Mar Gallego recoge ideas, recoge historias, recoge voces conocidas por todos y otras maravillosamente nuevas. Desde Rosa López -más conocida como Rosa de España- a Marisol: “Fueron casos parecidos (…) ¿Manipulada? No sé si esa es la palabra. Pero si te refieres a que tuve que dejar de hacer muchas cosas, de niña, como el poder estar en mi barrio, que era lo que me gustaba, el tener que castellanizar mi acento y otras cosas, pues sí”, transcribe Mar. “A Pepa Flores la arrancaron de sus raíces y le tiñeron el pelo de rubio para convertirla en la blanquecina imagen franquista de España, sin los rasgos de su tierra y sin el olor a pobreza de sus orígenes”, lanza.
Aquí salen los versos de la poeta y rapera Gata Cattana. Sale la escritora Remedios Zafra. Y sale la actriz madrileña Luisa Martín, que interpretaba a la Juana en Médico de familia, contando cómo tuvo que forzar el acento andaluz para que le dieran trabajo, que era lo que necesitaba. Y cómo el requisito fundamental para ese papel de empleada del hogar era ese acento.
Muhé de pocas palabras
Aquí sale la vendedora ambulante gaditana inmaculada Michinina reclamando en el Pleno de Cádiz una licencia “para poder darle de comer a mis dos hijas”. Y la gitana andaluza Rosa Moneo Vargas, abuela de la periodista jerezana Claudia González, quien le dedicó un documental llamado Mi Rosa, en el que sale diciendo, con infinito poder: “Yo soy una muhé de pocah palabrah, pero de mucho conocimiento”.
Elena Medel. Ángeles Mora. Olalla Castro. Las prostitutas. Las manifestantes. La Paca, una mujer trans de El Puerto de Santa María que, durante la dictadura, se puso delante de una procesión y la paró al grito de: “¡Muera Franco!”. Lola Flores. Y la bailaora Angelita Gómez, quien llegó a contar que, para la sociedad, “si eras artista, también eras puta”. La Mala Rodríguez. Y otras tantísimas. Un tratado fundamental que pone sobre la mesa por qué las mujeres andaluzas pobres “eran, son y serán” la resistencia.
Un libro, al final, que rescata a esas enormes mujeres y las reivindica como “grandes maestras de los movimientos feministas, precisamente porque su contexto de mayor vulnerabilidad las ha llevado a buscar salidas no previstas por el statu quo”. Una obra como una daga directa al estómago: lo dice mejor que nadie su autora, “generar relato también es un derecho”.