'"La gent no s'adona del poder que té: / amb una vaga general d'una setmana / n'hi hauria prou per a ensorrar l'economia, / paralitzar l'Estat i demostrar que / les lleis que imposen no són necessàries", decía Joan Brossa en su emblemático poema. Pero, ¿qué es la gente? ¿Qué es el pueblo? En este libro, Rebeldes (Lumen), escrito por el filósofo Eudald Espluga e ilustrado por Miriampersand, se aborda la potencialidad colectiva más allá de los viejos nombres grabados en piedra, más allá de los carismáticos líderes, más allá de nuestros icónicos insurrectos de guardia.
No hay personalismos aquí, ni tampoco vocación de jugar a la pose de las gestas: "No queríamos ahondar en el dramatismo del insurgente, sino en la multiplicidad del desbordamiento", explican los autores. De las sufragistas al 'Wunderteam' contra la propaganda nazi, del orgullo antifascista en Cable Street a las flores de los partisanos. Mayo del 68, Stonewall, la huelga minera contra Margaret Thatcher, las madres contra el narcotráfico en Galicia, las mujeres italianas del "no trabajamos por amor" -para conseguir un salario para el trabajo doméstico-, la huelga de sexo por la paz en Liberia, la PAH contra los buitres, el 15-M, el #Cuéntalo y muchos más.
Charlamos con Espluga sobre las deudas del presente con la revolución, sobre el anonimato en la calle o en las redes, sobre las recientes -y cada vez más frecuentes- movilizaciones de la ultraderecha y sobre la legitimidad -o no- de la violencia como motor del cambio.
El poema con el que arrancas, de Joan Brossa cantado por Maria Arnal, hace referencia al “poder de la gente” y de cómo no se da cuenta de que lo tiene. ¿Cómo hacernos conscientes de él?
Lo que nos gustaba de esa idea es que trata el poder como una potencialidad colectiva, algo que solo emerge cuando nos juntamos con otras personas. En consecuencia, la única forma de hacernos conscientes de él es en la práctica, actuando en común, ya que no es algo que podamos descubrir por introspección o que podamos mediar anticipadamente.
No es una fuerza que podamos calcular a la manera de los rastreadores de energía que usaban en Dragon Ball, porque el poder al que hace referencia es cualitativo más que cuantitativo. Por eso uno de los objetivos del libro era hacer una antología que escapara al imaginario específico de movimientos sociales, para poder incluir ejercicios de resistencia que aparentemente caerían fuera de una clasificación rigurosa, como por ejemplo el caso del Comité Invisible, donde la escritura ensayística adquiere la calificación de acción terrorista por parte de las autoridades francesas.
El objetivo era abrir la noción de poder popular, permitir que esta fuese capaz de nombrar más cosas y no menos, con una única condición: que fuera algo que dependiese esencialmente de la acción colectiva.
Hablas de un “sujeto plural, heterogéneo, a veces contradictorio”. ¿Qué hacer si el ‘pueblo’ o ‘la gente’ usa ese poder para invadir el Capitolio, por ejemplo? ¿A qué llamamos “acción directa” y a qué “fascismo en las calles”?
Precisamente, el hecho de que ese sujeto plural, abierto y heterogéneo impide por definición que sea un sujeto fascista, que se caracteriza precisamente por promover una idea de comunidad cerrada, homogénea, basada en criterios esencialistas, donde la contradicción no es posible. Esto no quita, por supuesto, que los actuales movimientos de ultraderecha recurran a estrategias insurreccionales y de acción directa, o que incluso adopten una retórica de lo popular y se cuelguen el membrete de subalternos.
Lo hemos visto precisamente en EEUU, donde muchos analistas han comprado el relato según el cual el trumpismo sería una reacción de las clases blancas desposeídas frente a una izquierda acomodada y preocupada por cuestiones identitarias. Pero incluso si ese fuera el caso, que no lo es, creo que la diferencia estaría clara: fascismo en las calles es cuando un grupo de manifestantes sale de casa con sudaderas antisemitas y esvásticas.
Porque precisamente esto es a lo que me refería con la contraposición entre un sujeto heterogéneo y otro de homogéneo: la ideología que mueve a las personas a unirse en una acción conjunta no puede desligarse del tipo de acciones que se promueven, incluso cuando esos sujetos no fuesen tan obvios como para llevar sudaderas nazis o hablar de “orgullo blanco”. Por lo tanto, la vocación antifascista del libro no es accidental, sino que forma parte de la forma cómo entendemos ese poder popular.
En el prólogo señalas que “el hogar es hoy un campo de batalla tanto o más relevante que la fábrica”. ¿Cómo empezar a hacer la revolución desde casa?
Creo que el caso de los comités por el salario para el trabajo doméstico ilustra bien esta idea. Fue un movimiento con una estructura organizativa y unos métodos más o menos tradicionales (asambleas, reparto de octavillas, pegada de carteles, manifestaciones, encuentros internacionales), que además partía del pensamiento marxista, pero cuyo objetivo estaba en el trabajo no remunerado de las mujeres en el hogar.
De hecho, su virtud era cuestionar que pudiese hacerse un análisis coherente de la explotación de la clase obrera sin reconocer que el trabajo doméstico fuese realmente trabajo. Y creo que aquí está la clave: esta revolución tiene que empezar por romper con la división discursiva entre trabajo público y trabajo doméstico que sigue operando en nuestro imaginario cotidiano, incluso cuando aceptamos y repetimos aquello de que “lo personal es político”. Que todavía hoy, cuarenta años después, la cuestión sobre un salario doméstico siga sin contemplarse siquiera demuestra que acabar con esta división no es solo un pasatiempo intelectual.
Las conquistas sociales que relata el libro son innegables, pero, ¿tienen un tope? Finalmente vivimos en un mundo neoliberal, precarizado, globalizado, a menudo sin memoria histórica… ¿Hasta dónde nos dejan llegar los poderosos?
Estoy tentado de citar esa frase tan pisoteada de Frederic Jameson que dice que hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, porque esta sensación incapacitante es uno de los efectos fundamentales de la ideología neoliberal. No solo nos coloca en una posición de precariedad y aislamiento, sino que nos convence de que ese es nuestro destino histórico, y que no hay alternativa ni futuro posible. Pero precisamente por ese motivo, una de las cosas que buscábamos con el libro era romper con esa idea de linealidad histórica, que ve las luchas como algo acumulativo, según un esquema de causas y consecuencias que nos lleva a la democracia liberal, el “fin de la historia” de Fukuyama.
Fijarse en los momentos de ruptura o discontinuidad, aquellos que no han pasado a formar parte de la Historia en mayúsculas, o fijarse en luchas y ejercicios de resistencia que fracasaron en sus objetivos, pero que resultan enormemente valiosos, creo que en el fondo nos puede ayudar a combatir ese desaliento y ese sentimiento de incapacidad. No sé si por condiciones materiales nuestras perspectivas son peores que hace cincuenta años o que hace cien, mi apuesta sería que no. Pero por eso la ampliación de la imaginación colectiva es tan importante, para que no asumamos como necesario aquello que solo es contingente.
¿Cómo se hace la revolución en la era de internet? ¿Qué papel juega esta herramienta?
Creo que un primer paso para empezar a responder a estas preguntas sería cuestionar algunos prejuicios sobre nuestra relación con internet y las redes sociales. Estamos acostumbrados a escuchar análisis críticos que siguen manteniendo una distinción binaria entre el online y el offline, entre lo digital y lo analógico, entre lo tecnológico y lo humano, como si fuesen dos esferas separadas que entran en conflicto. Lo hemos escuchado muchas veces: “La gente ya no sale a la calle, ahora ponen un tuit”.
Me parece muy problemático partir de esa división cuando vivimos inmersos en el capitalismo de plataformas, donde nuestra experiencia, nuestros cuerpos y nuestra capacidad para actuar están tecnológicamente mediados en casi todos sus aspectos. Por decirlo así, hace tiempo que somos los cyborgs de los que hablaba Donna Haraway, aunque en una versión mucho más bajonera de lo que pudimos imaginar, puesto que las plataformas están controladas por un oligopolio empresarial.
Lo que quiero decir con todo esto es que no creo que podamos ver internet como una herramienta opcional, como algo externo que puede añadirse o quitarse a nuestras acciones, o como algo así como un sustituto: o calle o Twitter. Por lo tanto, lo que podemos hacer es cuestionar qué uso hacemos de ello, si resulta emancipador o todo lo contrario, o imaginar estrategias para reapropiarnos de esa tecnología, o combatirla si hace falta, asumiendo que esa en ningún caso es neutral.
El anonimato en las redes es una forma interesante de subversión, pero, ¿siempre es legítimo? ¿Todo debe caber en las redes como espacio de democratización o debe haber herramientas de regulación -pienso en la suspensión de la cuenta de Twitter de Donald Trump o en las fake news compartidas diariamente por nuestros políticos-?
El anonimato es una estrategia que funciona dentro y fuera de las redes, desde el Ejército Zapatista de Liberación Nacional o los autores del Comité Invisible hasta Anonymous o el #MeToo. La posibilidad de renunciar temporalmente a la identidad, a la idea de sujeto, permite hacer cosas que de otro modo no podríamos hacer, muchas veces por la situación de dominación en la que nos encontramos, o por las consecuencias que podría tener ese acto de desobediencia civil.
Y hoy más que nunca, en una cultura donde la autenticidad terapéutica del “ser uno mismo” se ha convertido en un imperativo, escapar a ese compromiso sagrado con la identidad individual puede ser en sí mismo una forma de subversión. El Comité Invisible decía irónicamente que bastaba con ver quienes querían “ser alguien” en esta sociedad para comprender las virtudes del no ser nadie. En las redes sociales todos acabamos convertido en una marca unipersonal, de modo que rechazar esta autoidentificación pública puede ser también una forma de oponerse al régimen neoliberal del empresario de sí mismo, donde toda nuestra actividad vital pasa a ser trabajo productivo en forma de datos o contenidos.
Pero en todo caso, sería un error sobrevalorar esa libertad, especialmente si se da en una plataforma propiedad de una multinacional. Y por supuesto que se debería regular, aunque el cómo y el quién creo que ya da para otro debate que va más allá de la cuestión del anonimato.
¿Qué tenemos que aprender de las revoluciones desmenuzadas en el libro en pleno siglo XXI, cuando se ha romantizado mucho el concepto de ‘rebelión’, pero, a fin de cuentas, el activismo a veces se reduce a un tuit? ¿Se ha banalizado?
De hecho este era uno de los objetivos que nos planteamos al escribir el libro. Quizá no tanto por la banalización, sino por la romantización que iba aparejada a la aparición de libros que celebraban lo ‘rebelde’ como algo inspiracional, como una vocación individual, donde las grandes revoluciones parecían la realización del sueño de un genio visionario.
Por ello nos fijamos no sólo en ejemplos donde lo colectivo pasara por encima de lo individual, sino donde los protagonistas no siempre escogieron voluntariamente participar en esa lucha. Pienso sobre todo en una de mis historias favoritas del libro, la de las trabajadoras asturianas de Confecciones Gijón, que se movilizaron durante diez años, cuatro de ellos ocupando la fábrica.
Hay un libro magnífico editado por Carlos Prieto que se llama IKE. Retales de una reconversión en el que pueden leerse los testimonios de ellas, y lo más impresionante (que es lo que quisimos recoger en el libro) es la impotencia con que ellas lo vivían, mientras a su alrededor la prensa las entrevistaba y las felicitaba por “hacer historia”. Ellas no querían hacer historia, no soñaban con ser rebeldes: simplemente querían proteger sus derechos laborales y no verse sumidas en la miseria económica.
Pienso en Audre Lorde y su “Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”. Y en una frase que me gustó de la película Sufragistas: “Hablamos el lenguaje de la guerra porque es el lenguaje que entienden los hombres”. ¿Es contradictorio? ¿Cuáles son las armas precisas para combatir las opresiones en el presente? ¿Cuándo es legítima la violencia?
No sé cuándo es legítima la violencia, y supongo que no puede darse una respuesta genérica a esta pregunta. Lo que sí tengo claro, a título personal, es que la respuesta no es “nunca”. Me parece un error aceptar eso de “cuando usas la violencia, pierdes la razón”. En el libro acabamos incluyendo muchas historias en las que la violencia tenía un papel fundamental y sin duda legítimo. El problema es que tenemos tendencia a pensar la violencia desde una perspectiva muy estrecha, donde la imaginamos como sinónimo de contenedores quemando, disturbios y cócteles molotov.
Pero lo cierto es que hay muchos tipos y muchos grados de violencia, que se ejercen de forma explícita e implícita, a nivel físico y simbólico, pero que para los discursos hegemónicos no cuentan como tal. ¿Por qué no hablamos abiertamente de violencia cuando nos referimos al racismo institucional o a los desahucios? Quizá mi visión está muy contaminada por el pensamiento de Michel Foucault, pero entiendo que toda relación de poder está fundamentada en un ejercicio de dominación, y por lo tanto violento, al que se le opone un ejercicio de resistencia que es igualmente violento.
Pero ya digo: hablo de violencia en un sentido mucho más amplio, no solo de enfrentamiento físico. Pienso en acciones como las de ACT UP al echar las cenizas de los compañeros muertos en el césped de la Casa Blanca, y el potencial que tienen este tipo de acciones para presentar batalla a la violencia discursiva y simbólica, que para ellos no solo era enorme sino que se traducía en cifras de muertes diarias a causa del VIH y el estigma que lo rodeaba.
O para ir todavía más lejos, el ejercicio de feminismo aguafiestas que defiende Sara Ahmed, que busca romper con la tranquilidad y la felicidad familiar, es también una forma de violencia, que conecta directamente con el caso de las sufragistas. Sus métodos eran obviamente violentos y radicales, que es algo que la periodista Berta Gómez explicaba muy bien en un artículo de La Fronde donde cuestionaba la distinción falaz que hacían algunos columnistas como Pérez-Reverte entre unas feministas respetables e ilustradas (las de antes) y unas feministas radicalizadas y violentas (las de ahora).
¿Qué papel juega la justicia -la institucional- en estas revoluciones? ¿Y la policía?
Defender y representar el orden establecido. Y no lo digo porque en el libro adoptemos una posición anarquista, que entiende que toda estructura estatal es necesariamente inmoral, sino porque en muchas de las historias la perspectiva de los rebeldes se contrapone a la estructura institucional o a los discursos dominantes que están representados y defendidos por el poder establecido, sea democrático o no.
¿Puede intervenir activamente la cultura en la revolución? Libros, canciones, películas, etc.
Por supuesto. De hecho por eso quisimos introducir algunas historias que tuviesen como protagonistas a actores culturales. Es el caso del mayo del 68, donde además este conflicto entre lo cultural y lo material estaba en el corazón de las movilizaciones: la escena del Festival de Cannes con la que abrimos el capítulo es una expresión algo cómica de esa tensión.
Pero más allá de los casos concretos -pienso también en los himnos partisanos o en los escritos del Comité Invisible- una cosa que queríamos dejar clara es que las transformaciones sociales van siempre acompañadas de transformaciones en la forma de ver el mundo. De ahí la importancia de romper con el fatalismo que comentábamos antes, que tiende a ver el estado actual de cosas como el resultado de una cadena causal: el ejercicio de imaginar futuros poscapitalistas es en sí mismo un acto político, y esto no puede hacerse sin el acompañamiento de la cultura.