Laura Ferrero te ata una soga al cuello cuando arrancas a leer sus cuentos y a cada párrafo la va apretando: hay crudeza, y belleza, y placer -por asfixia, también, por petite mort- en sus relatos tiernos y oscuros -todo a la vez- sobre la memoria y la muerte, sobre el padre que una no conoce del todo, sobre el borrado de los viejos amores, sobre las relaciones de abuso y de maltrato que se dan dentro de la propia pareja, sobre el arte de la huida o sobre las fiestas de los enfermos terminales.
Sabíamos ya de su brillantez por Piscinas vacías y Qué vas a hacer con el resto de tu vida, pero ahora, en La gente no existe (Alfaguara), resulta aún más seductora narrativamente, más madura y amarga, quizá porque derriba al lector gota a gota, cuento a cuento. Tan hermoso, tan cotidiano y desasosegante.
“Cuando escribes novela vas desarrollando una pregunta en tu cabeza a largo plazo, pero cuando escribes relatos a veces te preguntas a dónde estás queriendo llegar, a veces estás en terreno de nadie”, cuenta a este periódico. “En esta ocasión creo que lo entendí con el cuento que da nombre al libro, La gente no existe, que habla de un hombre que está a punto de morirse. Desde hace tres años, la gente sólo le trata como a un enfermo, y de repente decide celebrar una fiesta contando que se ha curado. Esa fiesta es un volver a nacer”, explica.
“Uno de los hechos fundacionales de la vida de Gabriel, del protagonista, fue que de niño los adultos le gastaron una broma que consistía en decirle que no le veían, que había desaparecido. Y él pensó: yo no existo, la gente no existe. Este relato en particular plantea: ¿cuánto del tiempo que estamos aquí estamos realmente vivos? Y ahí entendí que de alguna manera los relatos apuntan a esa pregunta. Parece que estamos vivos, que somos funcionales, normales, pero luego no sabemos del todo qué hacemos aquí. Estamos llenos de máscaras”, alicata.
Las rendijas
Cuenta que le gustan los finales abiertos, los finales que confían en el lector para su reconstrucción, aunque sean contundentes -y lo son, con imágenes tan poderosas como la de la anciana con demencia, recién viuda, que se abraza a su nieta escuchando una vieja canción y súbitamente, reinaugura su vida-. Ferrero dice que no “busca historias”, pero que su curiosidad le hace quedarse con los detalles de las cosas que escucha, con las escenas en apariencia no trascendentes de las que va tirando mágicamente y acaban siendo memorables.
Le sucede lo mismo con esa poesía evocadora que aparece abierta como la carne, sugerente, enigmática, polisémica. Todo eso de no saber a qué se refiere el autor en verdad. “El hecho de no entenderlo todo pone en marcha la literatura y la escritura. Me interesan las rendijas”.
Es interesante que arranque el libro con un cuento que trata sobre una madre que fantasea con una vida de lujos y que visita -presuntamente para comprarlas- casas que no puede permitirse. Incluso se inventa su propia vida -una vida anterior, más próspera, en Londres-. De todo ello hace partícipe a su hija, que le asiente el relato aunque sabe que es falso, atónita y aterrada.
Neurosis, violencia, dinero
¿Cómo influye la clase social en un cuento? “Influye muchísimo, pero se habla poco de ello. Hablamos poco de dinero, realmente, a pesar de que sea algo que nos determina tanto. Parece poco romántico mencionarlo. Mi generación ha crecido en la precariedad más absoluta. Por otra parte, me interesaba poner todo eso en la boca de una madre neurótica que se crea una vida paralela. ¿Cómo heredamos la neurosis de nuestros padres? La pobre hija le sigue el rollo porque, en el fondo, sólo quiere que su madre la quiera”, esboza.
En otros momentos habla de la violencia psicológica, invisible, ejercida por la propia pareja -“me interesa la gangrena porque cuando te deja de doler, es que el tejido está muerto; como el símil del maltrato al que te has acostumbrado tanto que ya no lo sientes”-. O de la literatura como revancha, como en Candy Crush -el relato más perverso y perfecto-. “Muchos libros están escritos desde ahí. Saber utilizar el lenguaje es saber manipular. Muchas historias pueden tener un efecto demoledor. En ese relato, la protagonista dice que contamos las historias de los demás porque no nos atrevemos a contar las nuestras. Si yo estoy preocupada por ti todo el tiempo, no me preocupo por mí”. Ahí estaba la trampa.
Ferrero no escribe santos. No escribe cuentos con buenos ni malos: tal vez todos somos un poco pérfidos. Todos somos narradores poco fiables de nuestra propia vida, porque escribimos y hablamos para defendernos de ella, para autojustificarnos siempre. “Me atrapa mucho la idea de todos los recuerdos que inventamos”, desliza. ¿Existe la justicia poética, al menos; la justicia narrativa? “Sí creo que hay cosas que reciben su merecido mediante la literatura. La escritura te permite obtener cierta justicia poética que la vida no te va a dar”, ríe. “Puedes jugar a que las cosas pasen. Escribir es vivir dos veces”.
La muerte, el padre, la genética
¿Qué relación tiene Ferrero con la muerte? “Como Woody Allen, estoy en contra de la muerte”, sonríe. “Me atemoriza desde pequeña y ahora me da tristeza. La literatura me ha servido para atravesar ese tabú. Vivimos en una sociedad de espaldas a la muerte. No sabes ya si estás en un tanatorio o en un spa de uñas. Todo es aséptico”, expresa.
En otro cuento fantástico, sencillo y suficiente habla de los encuentros con su padre en Atocha. Él siempre es el hombre que la recoge de la estación y el que la devuelve a ella cuando visita Madrid desde Barcelona. ¿Qué tiene Laura Ferrero de padre y qué tiene de madre? “Con mi padre comparto muchas opiniones aunque no las hayamos hablado previamente. Una manera de estar en el mundo como de puntillas… a veces, por la fuerza de la costumbre, dejas de ver a alguien. Quiero decir: ves al padre, no ves al hombre, porque lo tienes demasiado cerca. No sé si llegas de verdad a conocer a las personas que son tus padres”, reflexiona.
“De mi madre tengo la rotundidad. Y el hecho de que se inventa cosas. En situaciones límite, por ejemplo. Si tú estás preocupada porque tienes una mancha en una ecografía, ella te va a decir: ah, pues a mi prima le pasó lo mismo… es todo para que te quedes tranquila, pero es mentira. Eso lo hace mi madre y yo también”, explica. Laura teme escribir cuentos de amor porque la aterra la cursilería. “De desamor te escribo lo que quieras, pero…”. Resopla.
Desamor y huidas
Y tanto que lo hace. Escribe como nadie sobre la fuga. Sobre la insatisfacción vital. Sobre la culpa por no amar al otro como la aman a una. “¿Es más difícil irse o quedarse? No lo sé, pero todos mis personajes se van. Yo estoy más en ese lado. Asumir que lo tienes todo pero que no eres feliz es demoledor”, sugiere. “Tampoco sé qué clase de vida puedes fundar sobre una huida”. Pum.
Escribe sobre el deshacerse, sobre el amputar a alguien. Escribe sobre el no estar cómoda en ninguna parte. Escribe sobre una ruptura que es la ruptura que hemos vivido todos -sólo hay una, en el fondo, que toma diferentes formas; sólo hay una, gruesa, monstruosa y con tentáculos-. “Me llama la atención la idea de pasar muchos años con alguien con quien lo compartes absolutamente todo y un día se esfuma. Me angustia. Es una clase de muerte. Nos creemos muy originales, pero no: sólo son los detalles los que nos diferencian”.
Sí que sabemos lo que es ver a alguien en una fiesta y hacerse el loco. Sí que sabemos lo que es decir “nos llamamos” sabiendo que no le vamos a llamar más. Sí que necesitamos instrucciones para despedirnos, para empezar de nuevo, para volver a ilusionarnos -“ojalá fuera esto como un mueble del Ikea”-, pero cuando nos las dan, no nos las creemos. ¿Cuándo llega realmente el olvido? “Cuando pasa el tiempo. O cuando le preguntas a alguien que fue tu novio si le parece bien que le llames a tal hora. La idoneidad de una llamada… eso significa que está roto o que ha pasado a ser otra cosa”.
Dice Laura que “vivimos en una sociedad que no nos enseña a quedarnos”: “Tenemos pánico al compromiso. Empezar las cosas es maravilloso, toda esa adrenalina… es como una camiseta nueva. Te la pones la primera vez y crees que estás guapísima. A la quinta ya no lo piensas. Con las personas pasa igual, y con los trabajos. Consumimos relaciones, como en Tinder”.
¿Hay siempre un relato que una no puede escribir? “Sí. Tienes que encontrar el momento adecuado. A veces es demasiado pronto, a veces ya se ha podrido”. Da igual, en el fondo, y la autora lo sabe: lo que uno quiere decir siempre está más allá. Es imposible llegar al corazón de las cosas. “Lo único que quiero decir / reluce fuera de alcance / como la platería / en la casa de empeños”, escribió Tranströmer. Pero ella se acerca a ello con sensibilidad y hondura. Abre vasos comunicantes con nuestros secretos. Los roza. Los conoce peligrosamente.