“Mientras las cosas puedan ir peor, hay margen para disfrutarlas”: este es el eslogan de Dispersión (Espasa), la tercera novela del brillante cómico Pepe Colubi -y guionista, y periodista, y escritor: El Jueves, Ilustres Ignorantes, lo que le echen a este disperso militante- protagonizada por su alter ego Pipi. Clavaítos. Ambos tienen en común ese patetismo ilustrado que nos seduce a lo loco porque habla de todos nosotros cuando nadie nos mira; esa visión relajada y torpe de la vida -antisistema, diríamos-, ese hedonismo sin complejos y esa falta de aspiraciones encantadora que se cimenta en este país espídico y cañí, donde de cada anécdota te saca un salto mortal -en vez de limitarse a ser un hámster en una rueda-.
En el siglo de las poses, Pipi hace dardos de sus pequeños fracasos. Y qué bien le quedan. Va tranquilito, va lleno de filosofía sencilla y fundamental: no hay que intentar nada demasiado. Esta obra recorre los turbulentos años noventa: el protagonista sale de la universidad y empieza a buscar curro. Cuando acaba la novela, ya calza cuarenta años. Mientras tanto se empapa de música, de cine, de televisión, de vicios y de novias bellas con las que se reencuentra y que nunca pudo ni oler en el instituto.
Pipi reflexiona sobre la figura de los padres, sobre el hacerse mayor y olvidar a los amigos primeros, sobre la eyaculación y el deseo y el coito y los lugares a los que nos lleva la obligación o el aburrimiento. Pipi es un animal de bar, Pipi es nuestro viejo espíritu habitando las tabernas y los conciertos que ahora nos han vetado. Dejemos a los chavales que camelen.
Pipi es un tío con falta de ambición, con tendencia a no esforzarse… quiere tener un futuro pero sin matarse en el intento. ¿Diríamos que Pipi es un abolicionista del trabajo? ¿Por qué debemos exigir el derecho humano de la pereza?
Jo, esto es muy tema. Hombre, el trabajo es una imposición, partimos de ahí, y además es un derecho, no una obligación. Lo tenemos porque vivimos en un sistema construido sobre el trabajo, pero el trabajo es un castigo bíblico por haber comido manzana, por simplificar. Pipi sale de la universidad en los noventa y se lo toma todo con calma, va haciendo trabajos… en la novela se retrata mucho el trabajo precario.
Se habla de emisoras de radio y de periódicos locales, aunque no se especifica cuáles. Todos sin contrato, un freelance puro y duro, sin condiciones laborales decentes, pero le daba para vivir. Pipi es un caso de hedonismo, con cierta tendencia a la dispersión y al cachondeo, pero con la responsabilidad de ir sacando lo justo para vivir.
¿Qué es lo fundamental que uno vive y aprende en esos años, desde que empieza a buscar curro hasta los cuarenta?
En el caso de Pipi y en el mío, el carpe diem laboral es literal. Yo he pasado por muchísimos sitios. Con el tiempo te das cuenta de que la gran ventaja para los empresarios es que tú no exiges demasiado. ¡Cosas locas como contratos o vacaciones pagadas…! No, no. Yo he sido freelance autónomo toda mi vida, más por inercia que por convicción. Cogía el trabajo que me permitiese estar una semana sin tener que currar, tumbarme en el sofá a la bartola y ver la tele. Es algo congénito a la juventud, no pensar en el futuro más allá del mes que viene.
¿Hay una romantización de la precariedad?
Bueno, sería muy agobiante vivir con el peso de dejar atada y bien atada tu madurez cuando tienes veinte años. En el caso de Pipi, tiene el apoyo de sus padres cuando le vienen mal dadas. Vive un poco como un pícaro de tercera, haciendo cosas como vivir de prestado en una casa a cambio de cuidarla. Lo romántico es la idea de la estabilidad, porque vivimos tiempos en los que la estabilidad es un fantasma de la película Cazafantasmas, ¿no? Ya no me refiero por la pandemia, que es una variante más bajona. Ya antes de la pandemia, un trabajo para toda la vida era una ilusión.
¿Qué importancia tiene el dinero en la vida?
El dinero no te da la felicidad, pero te la vende, porque vivimos en un sistema al que le das una cantidad y te devuelve felicidad. Es goloso, está bien tenerlo. Un tocadiscos, un televisor. Pero vamos, que aunque suene rancio y a frase hecha, lo fundamental es la salud, porque cuando tienes más de dos citas médicas siempre cerradas en la agenda, continuamente… ahí te das cuenta.
¿Qué es el talento para Pepe Colubi? ¿Y para Pipi?
Pipi es un mitómano bestial. El talento para él pasa mucho por la música. Y también podría hablar por mí, porque para mí la música es el alimento del alma, algo casi orgánico y físico. Sin música no sé cómo llenaría todo ese espacio. ¿El macramé, los puzzles, la Play? La música va más allá de un hobby. No paro de revisitar canciones antiguas, archivadas, y las voy recuperando…
Decía Fran Lebowitz en su documental que la gente que más hace feliz a los demás son los músicos y ya si eso, después, los cocineros.
(Ríe). Pues estoy totalmente de acuerdo. Me encanta Fran. Me encantó cuando fue a la pelea histórica de Mohamed Ali con Frazier y no le interesó para nada, se pasó toda la velada tapándose los ojos. ¡Era el mayor evento social de Nueva York! “La pena es que había en medio una pelea”, decía.
Pero Pipi tiene un talento espectacular que es el patetismo ilustrado. Por eso nos cae tan bien. Porque es el casi pero no, el cuatro y medio en un examen.
Con el tiempo te das cuenta de que el gran talento es no tener expectativas. El cinco pelao’ es un logro, una meta en sí mismo, y todo lo que venga más allá del cinco… pues bienvenido sea. Es un saber adaptarse a las circunstancias, es una forma intuitiva de valorar la situación. Esto hay de bueno, esto de malo, y aferrarte a lo bueno de una manera casi psicópata, pero natural y espontánea. Esa manera de adaptarse al medio le da a Piti una especie de súperpoder que le hace inmune a la bajona.
Los padres de Pipi son muy importantes para él. ¿Cómo nos condicionan nuestros padres?
Absolutamente. Hay un estado a priori que es el ideal, que sería el ignorarse mutuamente, el ni frío ni calor, para evitar decepciones mayores. Pero cuando la cosa funciona muy bien, tus padres te condicionan para bien o para mal. Yo lo veo cada vez más: soy una mezcla total de mis padres.
Es muy parecido a cuando mezclas dos colores y te sale uno nuevo. O esto de la Nocilla blanca y la negra, que las remueves y te sale un engrudo con un color distinto pero que sabe igual. Yo me reconozco en eso. Tuve unos padres espléndidos que jamás me presionaron, y que veían mis inocuas taras, mi flipadismo, pero me dieron el mejor apoyo que se puede dar: el no dar consejos.
¿Qué tiene Pepe Colubi de padre y qué de madre?
Cierta creatividad por parte de mi padre. Y por parte de mi madre, la curiosidad y el cachondeo. Tenía muchas ganas de vivir, en el sentido disfrutón de la palabra.
¿Qué saben de nosotros nuestros amigos de la infancia y del instituto que nunca sabrán los amigos que hacemos después?
En mi caso no creo que mucho, porque yo fui muy emprendedor y fui a varios colegios (ríe). He dejado varios grupos de amigos de la infancia por ahí, pero a uno de mis mejores amigos actuales lo conocí en tercero de BUP. Estaba sentado a mi lado en clase y en una clase de latín, y porque teníamos que hacer un ejercicio de escribir nuestra fecha de nacimiento, descubrimos que habíamos nacido el mismo día. Es una de las personas que más me conoce.
Creo que no tengo muchos recovecos ocultos o tormentas interiores que no salten a la vista a poco que se hable conmigo. Pero a los buenos amigos sólo hay que pedirles una cosa: que no te aturren con sus brasas. A la amistad le pido eso. Parece que siempre se le pide algo como muy trascendente, muy intenso, muy vital… eso es un agobio. Yo al amigo le pido que esté discretamente y que se pueda hablar con toda comodidad sobre banalidades, que muchas veces son lo mejor de la vida.
Me acuerdo de Las consecuencias del amor, esa peli de Sorrentino donde el protagonista habla de su mejor amigo y a lo mejor hace treinta años que no lo ve, pero es como si estuviese eso fresquísimo. ¿Cómo se reconoce a un amigo de verdad?
De los verdaderos amigos no hace falta despedirse. Esa sensación la reconocemos enseguida. Puedes pasarte unos años sin ver al tipo y sientes exactamente lo mismo: eso lo tienes con él y no con gente que ves todos los días, en el trabajo, o por lo que sea… la amistad está hecha de cosas intangibles, difíciles de describir. Vínculos invisibles. Esto se daba mucho en los bares. Me acuerdo de la canción de Ayer salí, de León Benavente.
¿Pero en esa no va de eme en un bar? Yo la percibí así.
(Ríe). Bueno, no es de eme, es de todo. De ganas de vivir. Hablo del pasado ahora, de cuando vivíamos en los bares. En un bar mantienes conversaciones aparentemente insustanciales a ratos y otras rotundamente profundas, pero todo está teñido de esa falta de intensidad que es tan agradable… nada va a ningún lado, eso es la felicidad, ¿no? Estar todo el rato yendo pero sin ir. Cómo vamos a explicarle a alguien a quien no le interese la noche como a mí o como a ti, esto. Es la vida pura, es divertimento. Es pasarlo bien en el sentido más mayúsculo de la expresión.
¿Qué se aprende del sexo en esa década de los treinta a los cuarenta?
No va por décadas, yo creo, va por conocimiento. Me gusta pensar que del sexo se aprende continuamente. Tienes un chasis que vas adornando con periféricos, que es lo que viene a llamarse “experiencia”. El sexo es un intercambio, nunca peor dicho: un toma y daca. Lo que realmente tiene que ponerte del otro en el sexo es que se ponga contigo. Cuando poner te pone… eso es imbatible. Para ambas partes, sea una relación esporádica, puntual o longeva. Cuando poner al otro te pone eres imbatible en el sexo y empiezas a valorar más el morbo, que es una cosa un poco olvidada.
¿Todos los orgasmos se parecen entre sí o todos son distintos? ¿Por qué siempre lo andamos buscando si ya lo hemos vivido?
El orgasmo en sí, por definición, el minuto de placer, siempre es el mismo básicamente, aunque puede haber fluctuaciones de intensidad o de derramación. Pero lo que cambia es el sexo. El sexo empieza después del orgasmo y dura hasta el siguiente orgasmo. El orgasmo es una meta volante, no es un fin.
Y también te digo que muchas veces los “te quiero” antes y después del orgasmo no son vinculantes, ¡pero no pasa nada! Es algo bonito, pero a veces reprimimos esos “te quiero”. En circunstancias esporádicas se le ha dado una relevancia vinculante al “te quiero”, que bueno… es una manera de querer más general… pero parece que quedas atrapado en una telaraña que te contrae. Hay que quererse más y hay que decirlo más, sobre todo en el orgasmo.
¿Qué hay del amor?
Bueno, en esos años de los que hablamos, de los treinta a los cuarenta… es una época en la que se puede empezar a compartir piso, “hacer un proyecto de vida”, esta frase tan rancia… no hay libro de instrucciones. Aprendes a valorar pequeñas cosas y a beber del fracaso. Con el tiempo los fracasos tienen un sello más especial y más profundo, como de larga duración. Cada uno lleva el libro de estilo como puede, pero la derrota se hace tremenda. El tiempo acaba curando, eso sí, pero la putada es que te quedes mucho tiempo enganchado o enganchada en una relación que ha fracasado. Yo pienso mucho en la tercera edad, porque estoy llamando a las puertas…
Pero qué exagerado eres tú, hijo mío.
(Ríe). Bueno, la tercera edad tiene un punto de liberación importante, al menos yo voy hacia allá con eso en la cabeza. Creo profundamente en el sexo en la tercera edad, que sigue habiendo un tabú ahí como fuerte. Notas que hay tabú porque ¡hacen como que no existe! ¡Es un tema invisible! Y mira que es un tema de interés general. Somos tan idiotas la gente joven y madura que no cuidamos a cuerpo de rey a los ancianos sabiendo que nosotros llegaremos a ese estadio. Deberíamos cuidarles mucho más, aunque fuese por ese interés egoísta.
¿Uno acaba siendo como la música que escucha, o uno escucha esa música porque es así?
Eso es un preguntón. Yo soy más de canciones que de LP. Las canciones surgen en el camino, y a veces me vuelvo obsesivo con ellas. Me pongo la de C. Tangana y Toquinho y estoy tres días escuchándola sin parar. Todo me viene bien. O las toco mal con la guitarra. La música me viene al encuentro. Hace poco no era capaz de recordar ni el nombre del grupo ni la canción que tenía en mente, y eso que tenía la imagen perfecta de principio de los ochenta en casa de un amigo escuchándola… casi me viene la portada… y en un foro un amigo la nombró. Era de Stone the Crows. Fue literalmente un viaje en el tiempo que no me dará jamás el DeLorean. Eso es importante para mí.
¿En los noventa éramos más libres que ahora?
Técnicamente sí, por la pandemia…
Sabes que no me refiero a eso, que soy perra vieja yo también.
(Ríe). Bueno, es por internet, ¿no? Poéticamente me gusta pensar que éramos más libres porque había menos control. Ahora el móvil es una tobillera GPS. El sistema tenía menos datos de nosotros. Cuando no existía Google sabían menos de lo que hacíamos, de dónde estábamos, de cuánto gastábamos. Esos datos son el gran comercio del siglo XXI. En el 91 triunfa Nirvana de manera global y casi aniquilante, y lo digo como fan de Nirvana. Los gustos eran más direccionales, ahora hay más fragmentación. Hay tantas redes como personas casi.
Dame una buena razón para no casarse jamás.
El mando a distancia.
¿Cuál es el mejor lugar para ser feliz?
La tranquilidad, si me pongo poético. Los fantasmas del aburrimiento son los peores. Me acuerdo de cómo eran los domingos cuando no había internet y había poca tele… esas resacas de finales de los ochenta. No había nada más que hacer, nada más que tumbarte con tu resaca. Somos una generación que ha olvidado muy pronto esa angustia. Domingos perros totalmente. Domingos de pasar condena. Nunca he entendido ese odio por los lunes desde la perspectiva de los domingos mortales.