La cabeza y las manos cortadas de Marco Tulio Cicerón
En el Museo del Prado podemos ver La venganza de Fulvia (1888), un óleo bien grande del pintor mallorquín Francisco Maura y Montaner. A la derecha del cuadro, la joven Fulvia Flaca Bambilia empuña una horquilla y se inclina, con las peores intenciones, sobre una bandeja en la que está depositada la cabeza cortada de Marco Tulio Cicerón. La escena se inspira en un pasaje de la enciclopédica Historia Romana de Dion Casio, quien contó que la mujer insultó y escupió ante la testa amputada del filósofo, escritor, abogado y senador republicano antes de arrancarle la lengua y atravesarla iracunda con el pasador de su pelo.
Horas antes, Cicerón, sabedor de que iban a por él, huía de su villa de Túsculo en su litera cuando dos sicarios de Marco Antonio, un centurión y un tribuno, le dieron alcance en un sendero arbolado y lo degollaron y le cortaron las manos. En sus Vidas paralelas —de lectura obligada—, Plutarco cuenta que, desde el interior de la litera, Cicerón sacó y alargó la cabeza para facilitar la tarea de sus asesinos. Tenía 64 años. Plutarco dice también que, tras días de angustia, el senador iba sucio y desgreñado. En aquella época, en Roma, a poco poder que uno tuviera, no había manera de morirse en la cama tranquilamente.
¿Y qué motivos tenía la enardecida Fulvia para acometer una acción tan desconsiderada y gore con la privilegiada y, por una vez, indefensa cabeza del senador romano? Por tener, tenía muchos. La ambiciosa y resuelta muchacha había visto, a sus 34 años, cómo Cicerón no sólo había hecho papilla política a su primer marido, el potentado y poderoso Clodio, sino que también, y en una de sus brillantes actuaciones como letrado, había logrado que se proclamara inocente a Milón, su asesino.
Fulvia y Marco Antonio
Por si esto fuera poco, ahora, año 43 a.C., y tras enviudar de su segundo marido, Fulvia estaba casada con el mismísimo Marco Antonio, quien, tras el asesinato de Julio César el año anterior, se encontraba en la cumbre del Segundo Triunvirato —con Octaviano y Lépido— y aspiraba a hacerse dueño del cotarro. ¿Y qué hacía Cicerón? Como Cicerón veía que el tinglado iba a derivar en dictadura —y como tiempo atrás había hecho con el aventurero y conspirador Catilina (Catilinarias)—, arremetía a toda hora contra Marco Antonio en sus elocuentes discursos del Senado, conocidos como Filípicas. Ya iban catorce. Marco Antonio tardó, desde la última, ocho meses en conseguir liquidar a Cicerón y, claro, cuando Fulvia tuvo a su alcance aquella cabeza —que tanto había pensado— y aquellas manos —que tanto habían escrito—, pues perdió el oremus. Marco Antonio, metido en harina, mandó matar también al hermano, Quinto, y al sobrino de Cicerón.
Las circunstancias del asesinato de Cicerón y la furia vengadora y salival de Fulvia se recogen en Viejo amigo Cicerón, obra teatral recién estrenada en el Teatro La Latina de Madrid, avalada por su éxito en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, coproductor de la pieza junto al Teatre Romea de Barcelona.
El trío formado por Ernesto Caballero (autor), Mario Gas (director) y José María Pou (intérprete principal) es de fiar. Pou borda estos personajes magnos —y todos— con la imponente envergadura de su presencia, la calidad de su dicción y ese deje de ironía crítica, que da paso al humor —como aquí— cuando el texto lo pide. Ya lo hizo no hace tanto cuando encarnó a Sócrates en Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano, asociado también con Gas, autor —con Alberto Iglesias— y también director de esa pieza. El tándem y la factoría funcionan y algo hay en común en ambas (y distintas) obras: el propósito de traer la Historia y a los hombres de pensamiento de la antigüedad al presente, para ver qué nos dicen de nuestro momento, para ayudarnos a reflexionar sin aburrirnos (al contrario) con un teatro cívico, político y de ideas, de palabra, de diálogo y de dialéctica, que no rehúye la dramaturgia de la peripecia y de la anécdota.
Entretener y hacer pensar
Veo también alguna conexión intencional (con diferentes hechuras) entre las recientes propuestas del Teatro Urgente de Javier Gomá y el mismo Caballero, que en su pieza sobre Lewis Carroll también se saltaba las convenciones del espacio y del tiempo. Es la idea de hacer pensar entreteniendo y de intervenir en los problemas del presente. En Viejo amigo Cicerón se tratan muchos temas de enjundia, pero brilla la idea de que el respeto a la ley y a la representación política es el pilar de la democracia.
Un caballero de aspecto british (Pou) entra hoy en una nutrida biblioteca y se encuentra allí con dos jóvenes investigadores. Dice ser Cicerón. Por las mismas y sin mayor dificultad, persuade al renuente chico (Alejandro Bordanove) de que es Tirón y, a la chica (María Cirici), de que es Tulia. Aceptado este pacto —también por el público—, empieza, entre el ayer y el hoy, la representación dentro de la representación, el juego escénico y mágico entre realidad y ficción que servirá los asuntos e ilustrará sobre la vida y la obra de Cicerón.
Tirón fue esclavo, primero, y luego liberto que oficiaba de secretario al servicio de Cicerón. Parece ser que inventó una suerte de taquigrafía para tomar notas de lo que decía o dictaba el maestro. Tulia, hija de Cicerón, fue la niña de sus ojos y su muerte prematura lo destrozó, más todavía cuanto su otro hijo, también Marco Tulio Cicerón —junior, diríamos—, le había salido camorrista y borrachuzo y no le daba más que disgustos.
Habrá quedado claro que Viejo amigo Cicerón no es un biopic llevado a escena, tarea imposible que daría lugar a una función de veinticuatro horas con un par de descansos como mucho. El abogado, el senador, el filósofo ecléctico, el elocuente y gran orador, el retórico, el poeta, el corresponsal epistolar prolífico, el cuestor, el pretor, el cónsul, el Padre de la Patria —título honorífico oficial—, el gobernante, administrador y guerrero en Cilicia, el formado primero y desterrado después en Grecia, el huido para salvar el pellejo —ya quisieron matarlo antes—, el disfrazado por las calles de Roma por lo mismo, el marido de dos esposas (sucesivas, por supuesto) a las que repudió, el hombre rico por casa y con varias villas —una se la quemaron—, el polémico polemista, el consejero y conspirador en la sombra, el primer gran humanista y por ello rescatado por los renacentistas y los ilustrados… Seguro que me dejo algo. ¿De dónde sacaba el tiempo este hombre para escribir y hacer tantas cosas como escribió e hizo? Fue el perejil de todas las salsas en la Roma del siglo I antes de Cristo —guerra civil, en la penumbra, incluida— durante más de cuarenta años.
Ya advierte el texto de Caballero que de Cicerón se han hecho valoraciones opuestas y que se le ha visto y utilizado con fines antagónicos. Como pensaba, dudaba, y como pensaba y dudaba cambió varias veces de posición, de amigos y de aliados: Julio César, Pompeyo… ¿También por interés? Ah, ésa es la cosa. ¿Le cegaron alguna vez la ambición, el interés o el miedo? Pudiera ser, alguna vez.
Contra demagogos y populistas
Se supone que como persona de recta conciencia, razón y sentido común, cambiara lo que cambiara, Cicerón casi siempre actuó en beneficio del conservadurismo republicano que, por entonces, estaba a favor de la República y del Senado —garantes de la democracia amenazada por los tiranos en potencia estilo Julio César y Marco Antonio— y en contra de los "populares", es decir, de los demagogos y populistas que excitaban a la plebe. No hay quien escriba una función de hora y media con semejante expediente y trayectoria.
Novelas, sí. El inglés Robert Harris, autor de bestsellers de calidad, tiene una contundente trilogía sobre Cicerón —y sus luces y sombras, que se dice—, editada en España por Grijalbo: Imperium (2006), Conspiración (2009) y Dictator (2015). Edhasa publicó hace años una asequible biografía de otro británico, Anthony Everitt. Todas las principales obras de Cicerón —las ya dichas, Discursos, Tusculanas, Sobre la vejez, Sobre la amistad…— están traducidas y reeditadas, algunas varias veces, al español.
Y Cicerón goza de una escogida filmografía como personaje, eso sí, secundario. Entre otras —que incluyen la serie televisiva Roma (2005), todo un capítulo para él—, aparece brevemente en Cleopatra (1963) —con la que Caballero hace una broma en su obra— y había aparecido antes en Julio César (1953), ambas dirigidas por Joseph L. Mankiewicz. Sobre esta segunda, Roland Barthes escribió en Mitologías (1957) un texto muy ácido y divertido en el que analiza por qué los romanos siempre salen con flequillo —salvo los calvos— en las películas y por qué será que, en ésta en concreto, todos sudan mucho y todo el rato menos la inminente víctima.
Mordaz, faltón, engreído, chistoso, ingenioso, vehemente, malicioso, propenso al autobombo, con mucho amor propio y muy pagado de sí mismo —siempre según Plutarco—, fue Cicerón el instigador principal del asesinato de Julio César? ¡Vaya preguntita! Eso son palabras mayores. Pero el caso es que ya se acercan los fatales idus de marzo (día 15)… Amigo de Bruto, Casio y varios otros de los verdugos —veintitrés puñaladas le metieron en el cuerpo al héroe de las Galias—, Cicerón criticaba en voz alta y baja los modos despóticos que iba adquiriendo Julio César, pero de ahí a que fuera "el autor intelectual" del magnicidio… William Shakespeare —según Luis Astrana Marín, su histórico traductor al español— copió en todo a Plutarco en sus tragedias romanas y, en Julio César, relegó a Cicerón a un breve papel y a una frase enigmática: "Los hombres pueden interpretar las cosas a su manera, contrariamente al fin de las cosas mismas".