Karina Sainz: "Hablo de mujeres 'con ovarios' y no 'cojonudas', no relaciono fuerza con masculinidad"
La brillante autora presenta 'El Tercer País', un libro sobre la muerte, la compasión y la memoria, después de su fulgurante éxito con 'La hija de la española'.
4 marzo, 2021 01:17Noticias relacionadas
Karina Sainz Borgo es una escritora árida, violenta, sombría. Cruda. Inhóspita. Desagradable. En eso trabaja: en lo cruel de la vida. En lo perverso. En lo injusto. En lo desapacible. Una escritora que construye imperios de carne y palabras sobre tierras secas, devastadas, infértiles, tierras arrasadas por lo funesto, por lo trágico, por lo poderoso e ilegítimo; pero, a pesar de ello, tierras en las que aún combate. En las que aún eleva la frente, sola. Tierras en las que aún escribe -porque ésta es su forma de devolver el golpe-.
Diríamos que Sainz Borgo es la escritora de la desobediencia. La ponen en la foto con Borges y con Coetzee -sobre todo a partir de su primera novela, La hija de la española (Lumen), puro hit internacional, un libro de recorrido excepcionalmente exitoso-, pero es aún más interesante, porque Karina no se parece a nadie, sólo a sí misma. Qué soledad tan enigmática esa. No se alista. No milita. Tampoco se rinde.
Es un niño viejo, dice de ella -como con desapego-, pero es algo más: una autora ancianísima en un cuerpo enjuto y joven, fumador, recto, una mujer sabia como el tiempo, como si los antepasados o la memoria inconsciente -la de la tierra, la de la identidad, la de los gritos feroces de los otros, de los muertos- le tararearan al oído verdades y valores eternos, sin brilli-brilli, sin concesiones, sin buenismos, sin posmodernidades de mierda.
En ésta, su nueva novela, El Tercer País (Lumen), la escritora y periodista se asienta en un lugar de nuevo incómodo, fronterizo, depravado, lleno de iras y de guerras -la de los narcotraficantes, los guerrilleros, los jeques podridos de dinero- donde dos mujeres se enfrentan al mundo e imponen sus planes a todas las adversidades. Una es Angustias Romero, una madre que quiere enterrar a sus hijos sietemesinos muertos en medio de tanta devastación política y social. Otra es la carismática Visitación Salazar, la enterradora del asunto, una tipa extravagante que ha montado un cementerio ilegal donde poder darle paz a los avasallados -en un terreno que los fuertes le quieren quitar-.
El Tercer País, por tanto, es ese cementerio sublevado, ese cementerio que es casi un motín en sí mismo, ese lugar en medio de ninguna parte donde llevar a cabo el rito, la despedida, el duelo, donde depositar el dolor, la hermandad, la complicidad de dos hembras rabiosas, cada cual a su manera, que combaten a dentelladas secas y calientes, como diría aquel. Hay aquí algo de Antígona y hay algo de Rulfo con Pedro Páramo. Esta es una novela llena de mujeres que dicen “basta”. Empezando por la autora.
¿A dónde fuiste a buscar esta historia? Leí que fuiste a por ella al fin del mundo.
A varios fines del mundo, casi todos en América. Territorios fronterizos. En la ficción tengo un problema y es que necesito saber a qué huelen las cosas, qué aspecto tienen los niños en las cajas de zapatos. Será un anclaje, una deformación del oficio de periodista, pero ahí encontré un revulsivo. Uno viaja buscando algo y pasa otra cosa, claro. Cuando empecé la novela estaba en plena promoción y eso me permitía moverme con facilidad, ahora hubiera sido inviable. La pandemia fue una desgracia, pero el confinamiento me concedió un tiempo del que yo no disponía. Este libro se escribió de un avión a otro. No me quería quedar pasmada frente al tema de La hija de la española, que fue una experiencia tremenda y corría el riesgo de que me pillase la vida con las manos vacías.
¿Qué relación tienes con la muerte y con los muertos?
Es recurrente. Una relación patente y crónica. Me interesa lo que tiene que ver con la muerte, con la memoria, con la violencia, con la capacidad de recordar las cosas que ocurren, porque creo que hasta hace nada, y vamos a hablar de la sociedad occidental, del Estado de Bienestar, nos la pasábamos huyendo de la muerte, escondiéndola, transformando la enfermedad en épicas que no son tales, y entonces vino la muerte de verdad y zarandeó a todo el mundo, hasta el punto de que empezamos a discutir en la opinión pública si sacar fotos de ataúdes o no. Pero por mucho que intentes aparcar un debate, siempre está ahí. Yo estoy atenta a ello.
Pero, ¿cuál es tu romance fatal y privado con la muerte, ese romance tétrico que todos tenemos con ella y que experimentamos de forma íntima, biográfica?
En mi caso es anterior a mi propia vida personal. El elemento de la muerte en mi contexto social fue muy poderoso. Eso tuvo que haber ejercido influencia en mi manera de ver el mundo, en la provisionalidad con la que veo el mundo. En que la muerte que tengo en mi cabeza siempre es violenta. Alguien te da muerte, no es que mueras enfermo. Eso está muy patente.
¿Temes tu propia muerte, piensas en ella?
Sí, vamos a decir que este último año sí, todas las personas hemos tenido un rebrote hipocondríaco. El temor a la enfermedad, al hospital, al qué voy a hacer si… cómo voy a cuidar a los míos… sí. A medida que voy cumpliendo años ya no me parece improbable morir. La pandemia favoreció el temor a una cosa que no podíamos ver, pero también me influyó el trabajar muchos detalles de la novela, por ejemplo, con cosas forenses, para no meter la pata. De repente me digo: ¿qué hago yo a las tres de la mañana viendo si un ahorcado saca la lengua o no saca la lengua? Un paisaje funesto.
¿Tienes fantasmas, Karina?
No, todavía no son lo suficientemente grandes. Puede que sean fantasmas heredados. Me molesta la gente autoritaria en general, desde un líder político a una persona autoritaria, me molestan las imposiciones, el hostigamiento. Es una reacción natural contra la autoridad. Yo no he matado a nadie todavía. Soy relativamente joven para haberme cargado a alguien o algo, pero sí tengo esa fantasmagoría más personal, más de la tierra, del duelo muy viejo que tengo ya desde hace mucho tiempo, pero al que me voy acostumbrando.
¿Crees en dios o en algo que se le parezca?
Sí, hombre, sí, sí. Soy una niña formada en colegio católico, estudié con jesuitas. Bueno, sí, me encantaría pensar que es cierto. Esto es como una elección, como un dogma de fe, yo elijo que sea cierto, pero que lo sea es otra cosa. Por eso me gusta tanto que Angustias Romero sea anticlerical a muerte. Ella está enfadada con dios, dice que no quiere llorar, dice que no quiere aceptar las cosas sin una explicación, se queja de que dios no la acompañe. La enterradora, sin embargo, es evangélica y se forman ahí unos quilombos tremendos. Eso le pone algo de humor y comprende a la gente que necesita creer en algo. Yo creo que tengo la fe del cobarde.
¿Hemos olvidado el rito, la dignidad antropológica del entierro y el luto correspondiente, en una sociedad tan veloz donde morirse sale caro y parece hasta una molestia?
Estoy de acuerdo contigo en que parece una molestia. Me parece muy curioso… hasta en la muerte del actor Quique San Francisco. Es la paradoja más grande, porque cuando él caracteriza a la muerte en el comercial de navidad, es cierto que la gente no dice “muerto”, la gente dice “ha partido”, “nos ha dejado”. La muerte se evita desde su enunciado y en su constitución. Dábamos por hecho que íbamos a poder sepultar a la gente, también. Y ahora hay restricciones para poder sepultar a gente que ni viste morir, que murió sola, y te machacas por eso. El rito termina de cicatrizar o por lo menos abre un ciclo donde el duelo se reposa, sin eso es imposible. La gente que vive sin ver aparecer los cuerpos de sus seres queridos… pienso en la familia de Marta del Castillo. Eso es un infierno.
¿Qué tiene Karina de su padre y qué de su madre? ¿Qué tiene de sus mayores y de sus antepasados?
Tengo una mezcla muy particular, vengo de una familia tremendamente racional por el lado materno, con una sensibilidad tremenda pero muy resiliente y donde hay mucha contención. El lado paterno es emocionalidad desatada. Hay una alternancia entre las dos cosas, no sé cuál predomina en mí.
¿Tienes algo, tú misma, de madre?
Nada, absolutamente nada. No soy de capaz de cuidar nada ni a nadie, sinceramente. Lo digo como un chascarrillo, pero es verdad. Yo tengo una horquilla de plástico y un microondas. Igual vivo un proceso de maduración acelerado y descubro la maternidad, pero no me siento convocada en ese sentimiento.
¿Es una disidencia o algo natural?
No, no es una disidencia. En un momento de mi vida me lo planteé, pero ese tren pasó ya y no lo veo con pesar. Me preocupa, como ser humano, lo compasiva que pueda llegar a ser con otro ser humano si no he tenido hijos… ¿sabes? Ya es como si fuera un niño viejo, te vuelves egoísta. Eso me genera temor. La maternidad no es mi cruzada. Me gustan las madres como figura, eso sí, porque son tremendas, dan para muchísimo. Los padres también, pero las madres resuenan más. Las siento más cerca.
La peste, dices, afecta a la memoria. ¿Es la desmemoria nuestra mayor muerte?
La desmemoria es una de las mayores pestes que tenemos, no entiendo cómo en este tiempo obsesionado por recordar, recordamos tan poco. La peste en la novela es una cortina negra que podría ser todo lo adverso, ponte tú: una persecución, un conflicto religioso que te obliga a moverte. El insomnio y el olvido como elemento de la realidad. Extrapolándola a la realidad, la peste es la falta de piedad y la desmemoria. Eso es lo que nos hace más daño.
¿Cómo se enfrentan lo masculino y lo femenino en esta novela? Hay guerrilleros, narcotraficantes, hombres codiciosos… y dos mujeres que tienen un plan.
Me preguntan muchas personas si yo tengo algo contra la masculinidad y les digo que no, que en absoluto. Los hombres de mis novelas son fantasmagorías, ni están ni se les espera. Tengo fascinación por los personajes femeninos porque tengo sensación yo misma de haber crecido en un mundo en el que la mujer tenía poder dentro de casa pero no podía ejercerlo fuera. Eran columnas del sistema matriarcal pero quedaba en casa, en las calles no tenían voz. Puede hacerse, ¿no? Pero hay que ser muy arrojada, tener muchos arrestos, como Visitación, que igual va y se encara con una pala con alguien para que la dejen reabrir su cementerio ilegal. Hay mucho de coraje ciudadano en la novela y eso quería que lo encarnaran ellas. Aprendí también que las enterradoras suelen ser casi siempre mujeres.
¿Y esto por qué será?
Yo no sé, pero en la Primera Guerra Mundial, en el periodo de Entreguerras, en los Balcanes… era así. Creo que tiene relación con la memoria, con el querer conservar las cosas. Me gustó que Sófocles eligiese a una mujer, a una Antígona, para enfrentarse a un tirano y a la pérdida de dos hermanos. Tenemos la falsa sensación de vivir en un mundo inédito, pero estaría bien regresar sobre muchas de esas figuras que yo creo que pueden resultar iluminadoras, y sobre todo a esa idea de rebelarse para hacer lo correcto.
¿Por qué tus hombres sólo importan en su ausencia?
En esta novela está Aurelio, que es el único que intenta redimirse y más o menos lo consigue. Él está en maternidad, escuchando cómo las mujeres dan a luz, y siente que son todas una misma mujer que lleva años gritando lo mismo. Se pregunta si alguna vez le preguntó a su mujer en esos momentos si le dolía algo, si se sentía bien, allí en el hecho del paritorio. Hay un elemento generacional. Los hombres nacidos en los últimos quince años creo que son más seres afectivos en relación. La masculinidad tiene otros problemas asociados e impuestos, claro, por muchas generaciones no se permitió a los hombres expresar sus sentimientos y se fueron enconando una serie de debates y de complejos. Pero mis novelas no son una galería de horrores de la masculinidad, la masculinidad siempre la he visto como algo tremendamente vulnerable.
¿Es Angustias una “mujer cojonuda”? ¿Por qué para hablar de mujeres fuertes siempre parece que tenemos que referirnos a atributos masculinos? En el imaginario popular, digo, no tú. Tú eres una mujer fuerte que escribe sobre mujeres fuertes. ¿Cómo llevas esa relación con la dureza, con la cosa áspera y cruda que se presupone masculina?
Sí, total. Yo no digo “cojonuda”, siempre digo “con ovarios”, porque me molestan las atribuciones de la anatomía masculina como acreditaciones de valor. No relaciono fuerza con masculinidad, es una cosa que no es cierta. De mis personajes femeninos me gusta que no necesitan a nadie y que están todo el día echándole un pulso al mundo. Ni siquiera Angustias necesita a Visitación, ni al revés, no se necesitan ni la una a la otra.
Están todo el tiempo entrenadas en resolver problemas y me parece una idea combativa de la feminidad, porque la feminidad es un territorio de combate: combatimos desde el minuto uno. Me gustan sus contradicciones. Por ejemplo, Visitación Salazar vive de enterrar muertos pero es una mujer extravagante, estrambótica, le encanta el sexo, le encanta comer… Angustias Romero es más bien la monja, la espartana, la que no conoce y no es flexible. Y una le va prestando a la otra algo de sí.
¿De dónde viene la ira, es movilizadora? No sé si viste Tres anuncios a las afueras, también con una protagonista bastante arrecha. De allí salí pensando que la violencia mueve cosas, cambia cosas, por mucho que desde el humanismo y el pacifismo me diga a mí misma que ese no es el camino.
La ira moviliza pero no basta. Genera un estallido personal y social, lo desordena todo, lo vuela en pedazos, pero hace falta algo más. Los procesos violentos desfondan de tal manera que pierde sentido o efectividad lo que están buscando. En una sociedad violenta, la vida no tiene valor, pero tampoco la muerte. Y de ese proceso no se regresa fácilmente. Hemos visto ejemplos importantes en la historia y venimos traumatizados de eso. En el caso de España, la relación con las fosas comunes es un tema por resolver, y eso habla de un proceso largo y traumático. No basta la explosión, hay que hacer algo con esos trozos, preferiblemente reconstruir algo o hacer una tumba decente. Pero sí, estoy de acuerdo contigo en que la ira hace cosas y que es una catalizadora tremenda.
¿Vivimos aún en una sociedad donde prima la ley del más fuerte?
Sí, claro, a todos los niveles, independientemente de que exista un discurso mucho más inclusivo que procura integrar a las personas estigmatizadas o señaladas. Esa lógica es cerrada, porque es la lógica de la victimización, de crear una falsa conciencia a partir de algo paternalista. Al final el que tenga mayor capacidad de adaptación y recursos a su favor se impondrá.
Esta es una novela de frontera. ¿De qué huye Karina Sainz Borgo?
Esa es buena pregunta. Creo que ya no huyo, de verdad. Creo que mi tiempo de huir pasó. Al revés, lo que tengo es ganas de enrolarme en cuanta guerra exista. Puede que lo que más rehuya en general sea el exceso de ruido. Se me está desarrollando una misantropía tremenda.
¿Y de qué huías antes?
Bueno, la relación con el país en el que yo nací era una relación rota y traumática que me trajo muchísimos problemas sobre todo para entender mi propia identidad. Siempre estaba definiéndome por oposición, pero ya no me importa, ya puedo vivir. Con el anterior libro hablaba de política el 60% del tiempo y fue una terapia de choque, ya me permito normalizar la relación patológica que tengo con lo propio. Una va cumpliendo años y soltando lastre. Lo único que me importa es tener tiempo para escribir y que nadie me moleste. Eso ha dominado la forma en la que se hizo esta novela: pasé mucho tiempo sola, viajando sola, y estuvo bien. Está bien llevarse bien con uno mismo, convivirse sin hacerse daño. Es una buena conquista.
Se dice que el orgasmo es la pequeña muerte, pero, ¿no es en el fondo el punto más contrario a la muerte?
Se necesitan. Eros y Tánatos. Puedes tener instinto depredador o necesidad de contacto con el otro, y cuando mueres, se corta de cuajo todo eso. Por eso me gusta Visitación, porque reúne lo mejor de los dos mundos. No todo el mundo nace pero todo el mundo se va a morir, eso está muy presente en el libro y creo que en la mayoría de las personas que tienen ese impulso.
Igual me pongo un poco abstracta, pero, ¿tiene sentido la vida, para qué?
Para vivir y para dejar vivir. Para hacer y dejar hacer. No tiene sentido preguntarse demasiadas cosas elocuentes ni ambiciosas porque nada ocurre como uno lo planea, con suerte en el camino te encontrarás con gente y será, por lo menos, una travesía en conjunto.