Santa Ayuso de los Bares se calza el clavel rojo debajo de la oreja y se viste de chulapo: tiene las verbenas de San Isidro habitándole el cuerpecillo todo el año. Quiere tasca, Isabel, quiere terraza. Quiere bajarse sus botellitas de Mahou predilectas y abrir la boca al sol como las ancianas en los bancos de Lavapiés. Quiere dejar morir la tarde y hablarle de “jefe” al camarero. No entiende la vida, no la entiende, sin esa pasión aguerrida del “puerta grande o enfermería”: es torera y temeraria. Lo cuentan en el Partido Popular como el chiste más serio: raro es allí el fulano que no se ha ido de cañas con la presidenta. Está a tiro de barra, Isabel, está celebrándola en Cibeles, está bebiendo “el vino de las tabernas” -como diría Machado-, está matando por unos huevos rotos con jamón serrano.
Es una anécdota larga, Ayuso, es un meme reconvertido en iconografía del que ha sabido beneficiarse: le ha pasado como a Aguirre, que de tanto ser tentada por los reporteros de Caiga Quien Caiga en busca de su vis cómica y torpona, acabó ganando la batalla del costumbrismo y convirtiéndose en un animal político temible.
Ayuso sabe que aquí en el barrio somos muy de la befa, muy del escarnio: el pitorreo nos hace grandes, nos alimenta los días. En cualquier reyerta estaremos del lado de la chanza: este es nuestro dudosamente honorable sello patrio. Y está sabiendo girar con gracia su imagen primera de ninfa loca, de muñequita diabólica que sonríe raro con los ojos un poco salidos de las cuencas -al estilo perverso Funny Games-, siempre en un filo tenso entre la greguería o el desbarre.
Todas las Ayuso
Isabel es todas las mujeres: la virgen que llora negro en las misas fúnebres, con el pecho encogido y el pucherillo en los labios, la tía de pueblo -“de toda la vida de Sotillo”- que engancha a un cordero y casi se lo sube al lomo, como una Heidi mazada, la macarra que te esperaba en la puerta del colegio y ahora hace lo propio en la del Congreso -para que se lo digas a la cara-, la chifladita mágica que acaricia perros por la calle, la colegona leal de Casado que se hace fotos con Almeida y las titula “aquí, con mi partner”.
Tiene ese aura extrañamente gangsta, Isabel: la ves conducir un tractor y tienes claro que va a arrollarte. Se tatúa la rosa de Depeche Mode en el antebrazo, salta como si no hubiera en mañana en los conciertos de Los Secretos, se vuelve nostálgica si le hablan de los atascos “a las tres de la mañana un sábado” en Madrid. En la Casa de Campo no quiere el fiestón del Orgullo LGTBI “porque es el escenario de familias” y sabe a ciencia cierta que la “d” de la Covid-19 viene de “diciembre”. Sus cosas. Su chascarrillo diario.
Este icono pop inconmensurable viene agitando la bandera de la libertad y no se la quita de la boca: con una palabra tan potente -y populista- no hay quien pierda. Es ese espíritu desacomplejado que gasta el que la acerca a los jóvenes, a los que necesitará ahora más que nunca, cuando no sabemos si prosperará la moción de censura o si iremos a elecciones.
Su unión con los jóvenes
La une a los púberes la política del zasca, ese llevar la contraria a cualquier precio, ese sincomplejismo tan relajado, esa subversión que a ratos resulta refrescante y otra veces desfila como un carro en llamas. Sus maneras son populares, su emblema es ir de cara. Sabe que no tiene armazón intelectual en su discurso y no le importa no citar a nadie más que a sí misma ni beber de referencias culturales: como diría Madonna, ella es su propia obra de arte.
Preguntando por el centro de Madrid, pocos son los chavales que pueden hablar de sus políticas en el resto de áreas, pero la mayor parte tiene claro que gracias a ella aún pueden despendolar un rato con los compadres. Otros trabajan en la hostelería o en los comercios y celebran su laxitud con las normas pandémicas. “Siempre vamos a ir de bares, es nuestro ADN”, comenta una chica en el vídeo. “Yo voy con Ayuso”, replica otro veinteañero en cámara. Su medida principal es el amor a la taberna, justamente en la ciudad donde las cantinas son ley y templo.
Jaime Muñoz, de 25 años, explica, por su parte, que “ha sabido buscar un equilibrio entre ser cautos y dejar aun así ciertas libertades para que la sociedad se desarrolle personal y económicamente”. Destaca también que no ha sido “paternalista” ni ha jugado a “darse publicidad de responsable (cerrando los comercios a las seis de la tarde, prohibiendo la venta de alcohol o los eventos culturales…)”. Cree que sus medidas nos han ayudado a “sobrevivir a esto” y que, además del impulso económico, “posibilitan una normalización de las relaciones sociales, porque su deterioro afecta mucho a la propia psicología humana”.
Pablo, de 26 -prefiere no poner su apellido porque, según cuenta con risa nerviosa, es abogado- va más a degüello: “Gabilondo es un inútil, de Ciudadanos ni hablamos y Podemos ni existe en Madrid. Ayuso es la única que defiende que seamos libres en la pandemia, que ya somos mayorcitos para saber lo que hacer o no. Al menos no nos trata como a gilipollas”, señala. Hay quien teme que entre en el Gobierno "la extrema derecha". Muchos hablan de su propia "doble moral": "Está lo que te dice tu cabeza y lo que te pide el cuerpo, el cuerpo te pide fiesta". "¿Toque de queda a la una? Pues me quedo en casa de un amigo a dormir, tal, y eso al final es peor", reflexiona otra joven.
Isabel de nuestros bares
La mayoría de los entrevistados en Sol, Callao o Gran Vía -rompeolas de todas las Españas- temen un cambio de Gobierno por si eso les corta el rollo de esta vida, o de lo que queda de la vida que conocimos, aunque es de justicia decir que todos los preguntados se han mostrado muy razonables y no han volcado todo en “la fiesta por la fiesta”, sino en la "reactivación de la economía" y en la hipocresía que existe a la hora de fingir que cerrando bares o con toque de queda se acaba la verbena. Buscan un ratito de distensión, un pequeño espacio para la soltura, y en ese camino farragoso aparece la estampita de Santa Ayuso en el retrovisor del camión vital, con el viejo mantra “yo conduzco, ella me guía”.
Se acabará convirtiendo en una beata de los pubs: bajaremos las escaleras para ir al baño y veremos su cara sonriéndonos locamente desde los azulejos al lado de un cuadro de Marilyn y otro de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, musas nuestras de la belleza y el desquite. Iremos a pedirle la cuenta al viejo mesonero a la barra y nos encontraremos con Isabel divinizada en un almanaque, donde antes lloraba el Cristo del Gran Poder. Tocará las palmas junto a un póster de Camarón en la última de las bodegas cañís y será como un doble de cerveza, como un cuenco de aceitunas, como una servilleta de “Gracias por su visita”, Santa Ayuso madrileña, tú que estás nuestros bares.