Se ha escrito mucho sobre las víctimas de Harvey Weinstein, el rey destronado, el depredador sexual ecuménico, el corcho destapado gracias a un Me Too que recorrió el mundo y que inauguró la revolución feminista más implacable de todos los tiempos acerca del consentimiento, el abuso y el deseo -tan silenciados-: se ha escrito sobre sus testimonios, sobre sus denuncias, sobre las venganzas que él volcó en ellas, sobre sus traumas, sobre el patrón común en el que incurría el productor a la hora de violentarlas, pero no se ha escrito nada, nada, acerca de cómo podía estar viviendo el protagonista de la tragedia todos los acontecimientos que revolvieron Hollywood y todo lo demás.
No se trata de un ejercicio de empatía con el verdugo, sino de una manera de acercarse a la mente de un machista infinito que logró tanto consenso social, tanto aval cultural y económico, tanto aplauso y tanta foto con tanta personalidad respetable. Esta es la historia de un impune profesional, de un hombre que creyó durante décadas que la vida era su barra libre y que su misión era estar ahí para atraparlo todo, para humillarlo todo, para quedar por encima de todo. ¿Cómo ve un violador en serie sus propios delitos? ¿Los entiende como tal; se siente incomprendido; se regocija acaso en un placer macabro?
Emma Cline -que fue autora novel con la exitosísima novela Las chicas- se sumerge ahora en los pensamientos de Weinstein con un libro brevísimo y punzante titulado Harvey (Anagrama), que recorre las últimas veinticuatro horas de la bestia antes de su juicio. Desmenuza sus estados, su relación con su exmujer, con sus hijas, con su nieta, con su asistente, con su amiga periodista. ¿Le han abandonado todos? No lo parece, ¿no? Aún tiene privilegios. Aún resiste. Aún le deben favores: y esto es América, un país genial, un país donde no se condena “a los que son como él”. Un país libre “de verdad”, sin mojigaterías, sin complacencias. Un país donde siempre reinó la ley del más fuerte.
Malos presagios
Aquí Harvey, en una casa prestada en Connecticut -la suya tuvo que abandonarla y se la quedó su pareja- fantaseando con su liberación: la penal y la moral. Casi que la ve cerca. Casi que ya la celebra. Hasta que diminutas señales, casi imperceptibles, empiezan a rondarle como buitres sobre la cabeza. Y eso que aún parece tener suerte: el vecino de al lado, mágicamente, resulta ser Don DeLillo. Seguro que acaban adaptando juntos Ruido de fondo, aquella novela complejísima, imposible de rodar. Seguro que ese filme, esa colaboración, esa alquimia, resulta el broche perfecto para su vuelta a los ruedos.
La hostia que le calza Cline a Weinstein en este libro es finísima, es sutil, es perversa: tal y como debe ser la literatura, lo contrario a un panfleto. Aunque ahora a Harvey sus abogados le pidan que adelgace y que se ponga trajes malos, como para dar pena, él recuerda sus días de gloria, donde todas las mujeres que ahora le critican le besaban en las fotos. “Lo solía hacer en privado con bastante facilidad: mi madre ha muerto hoy, decía, mientras veía cómo cambiaba la cara de la chica. Estoy tan solo, siéntate conmigo un minuto, túmbate aquí conmigo. Dando palmadas en la cama del hotel, una y otra vez”, escribe Cline.
“Agarrándola de la muñeca con la cara contraída en una mueca de pena: venga, decía, venga. Sé buena chica, no seas rancia. Te he hecho un masaje. Ahora me puedes hacer uno tú a mí, es lo justo”. Se trataba, según emula la autora, de “crear un estado de trance en el que se repetía un sinfín de veces que la tenía hechizada, en el que insistía una y otra vez en la inevitabilidad de lo que iba a suceder, y, al final, la otra persona no podía hacer nada más que ocupar la realidad que él había creado”.
No es sexo, es poder
Él sólo quería ganar y dejar constancia de sus victorias. En otro extracto especialmente interesante, Cline describe: “Alguna gente se resistía, otra no. Alguna gente se quedaba parada, inmóvil, otra se acaba a reír, de incomodidad. Las disfrutaba todas, incluso las victorias más triviales: eran como distintos sabores de helado. Y, al final, él terminaba siempre saciado, la otra persona resoplando, entornando los ojos, removiéndose inquieta, una vergüenza nueva asomando en su cara”. Claro que esto no era cuestión sólo de sexo. Claro que era cuestión de poder.
Harvey piensa en Polanski, ese “rarito” que había tenido sexo anal con una treceañera y había salido casi impune, condenado básicamente a libertad condicional, sin pena de cárcel. “Pero Polanski seguía haciendo películas, esquiando en los Alpes suizos con amigos y ganando premios”, emulaba Weinstein. “Lo de él era otra cosa en comparación. Eran mujeres adultas. ¿Se había follado Harvey a alguna adolescente? No. ¿Les había dado Harvey Quaalude? No. Las más de las veces ellas tenían sus propias sustancias predilectas, en plan ‘trae lo que vayas a tomar’. Harvey tomaba lo que le ofreciesen”.
'Un buen tío'
Pero él es incorregible: describe la autora con aterradora precisión su presunto encuentro con una joven enfermera llamada Anastasia, en el médico. Cómo intenta confundirla y seducirla. Cómo le divierte que ella parezca tonta y que no le tenga miedo. Cómo se relame y la vacila. Cómo deja en ridículo a su marido. Cómo pide su teléfono a su asistente. Él es un buen tío, se dice a sí mismo. “Había trabajado mucho, ¿o no? Le había comprado una casa a su madre, había mandado a la universidad a chicos desfavorecidos, había producido un documental sobre un rapero organizando a sus vecinos”, sostiene.
Sin embargo, extrañamente, se le van cerrando las puertas. Van saliendo nuevos testimonios. Sus hijas cada vez están más distantes y más medicadas. ¿Sabían las mujeres lo que estaban provocando: cómo estaba su familia, cómo estaba él? ¿Estarían orgullosas de esto? Sólo había sido un mujeriego, joder. Sólo había tratado de disfrutar un poco. Entonces, en medio de un mal sueño, baja en plena noche al porche y se encuentra con Don DeLillo: el hombre que le salvará. Y en ese momento cruje todo.