El arte como laberinto, la espectacular y muy concurrida exposición de Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 1943), en la Sala Alcalá 31 de la Comunidad de Madrid, permanecerá abierta hasta el 25 de abril. La reunión de cerca de cien obras del artista da noticia de su evolución, pero con el primordial matiz -no siempre rastreable en otros casos- de la fidelidad a algunos ingredientes que ya estaban presentes en su punto de partida, hace ya más de cuarenta y cinco años. Oscar Molina Alonso, comisario de la muestra, ha dicho que, pese a su carácter retrospectivo o antológico, el discurso expositivo rehúye tanto el ordenamiento cronológico como el temático. Y así es.
En el interior del laberinto
El laberinto mencionado en el título de la exposición -que también alberga muebles, joyas, fotografías y otras piezas demostrativas de la versatilidad creativa del artista- es crucial en, al menos, un triple sentido, que no es poco. El recorrido se dispone a través de un laberinto de espacios y caminos conformado por mamparas y tabiques blancos, que lleva al visitante a tomar intuitivamente sus propias rutas y a hacerse cargo por su cuenta de los ecos y los efectos estéticos, emocionales y de significado que su aleatorio itinerario le suscitan. A veces, a contemplar en solitario, en acotados rincones, las obras.
Los laberintos, desde el que Dédalo construyó para retener a Minotauro, hijo del rey Minos, en Creta -y desde antes-, traen reminiscencias clásicas y mitológicas siempre activas, junto a caracterizaciones heterodoxas de lo sagrado, en la obra de Pérez Villalta, incluyendo su concreta representación figurativa en sus frecuentes plasmaciones de ciudades y construcciones imaginadas.
Y no hay duda de que nuestras vidas y nuestras obras, tanto de un modo real como metafórico, han sido y son mucho más, antes que una línea recta, laberintos a transitar con sus correspondientes zigzagueos, dudas, incertidumbres, desánimos y retrocesos, siempre en busca de seguir adelante hacia una salida y un desenlace satisfactorios.
Dos cuadros fundacionales
El Museo Nacional Reina Sofía, entre las obras de Pérez Villalta que posee, contiene dos que cabe considerar como fundacionales. Son dos acrílicos sobre lienzo de gran formato y largo título: el tríptico Grupo de personas en un atrio o alegoría del arte y la vida o del presente y el futuro (1975-1976) y Escena. Personajes a la salida de un concierto de rock (1979). Son de obligada cita en cualquier recuento crítico e informativo de la obra de Pérez Villalta. El artista gaditano -o artífice, como se autodefine-, en aquellas lejanas fechas, ya incluía en sus cuadros (sumo los dos) elementos que podemos ver con profusión en Alcalá 31: escaleras, columnas y pilares, edificios vaciados o/y abiertos, vidrieras y cristaleras, cúpulas y templetes, variopintos pavimentos geométricos, vegetación sureña, fragmentos de cielo…
Ya estaban en ellos los toques y aromas deudores de la antigüedad clásica, los renacentistas y las vanguardias. En Escena…, frente al estatismo frontal de Grupo…, ya se atisba en el fondo el luego persistente aroma de la pintura metafísica y, sobre todo, son notorios el movimiento y la distorsión de las figuras humanas, que así se distancian de un mero figurativismo realista. Con todo ello, ya opera la pulsión de Pérez Villalta a contar una historia, o a sugerirla, o a fijar un fragmento o una viñeta de una historia más amplia y en curso.
El cariz fundacional e histórico de esos dos cuadros tiene otra deriva más allá de la propia pintura de Pérez Villalta y, por eso también, se recurre tanto a ellos. El exestudiante de Arquitectura -¡obvio!- circulaba por los terrenos de la llamada Nueva Figuración Madrileña y en vías del manierismo y la calificación posmoderna.
Entonces, en Grupo…retrató a un nutrido grupo de colegas y amigos pintores y, entre ellos, se autorretrató, como haría muchas veces después. Y, en Escena…, congregó a rostros en trance de ser los protagonistas de la escena musical de la siguiente década. Se haría eterno dar los nombres aquí, búsquenlos por ahí. Por lo uno y por lo otro, estos cuadros trascienden al propio Villalta y han pasado a documentar un momento único: La Movida.
Recuerdo de La Movida
Es evidente que Pérez Villalta no sólo exhibió personalidad propia en aquellos años de las galerías Buades y Vijande, sino que, felizmente para él, sobrevivió en todos los sentidos a la ebullición, combustión y quema de La Movida. Esta exposición es una muestra de que La Movida -siquiera como plural punto de encuentro- no fue un fenómeno tan efímero y banal como algunos pretenden (ni tan acreedor en su conjunto a la posteridad, desde luego, como pretenden otros). Pero el caso es que pintores, fotógrafos y músicos de aquellos años -muchísimo más que escritores y cineastas- han creado y siguen creando una obra que pervive.
Hablar hoy de La Movida a propósito de una personalidad tan distinguible y tenaz como Pérez Villalta puede ser opinable, pero creo que no se puede soslayar. Estando a lo suyo (como todos), estuvo con los otros, fuera en el estudio del fotógrafo Pablo Pérez Mínguez o en el piso de Las Costus, nucleares centros centrípetos y centrífugos de (parte del) movimiento. En el primer número de La Luna de Madrid (noviembre de 1983) -chimenea y fuelle de La Movida- se destacaba en la portada una entrevista con Pérez Villalta que iba en el interior.
En el Reina Sofía, por cierto, está también uno de los acrílicos sobre papel que Pérez Villalta pintó para los créditos de Folle, folle, fólleme Tin (1978), en realidad el primer largometraje (en 16 mm) de Pedro Almodóvar. Hay pinturas suyas también en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), Laberinto de pasiones (1982), La piel que habito (2011) y hasta en Dolor y gloria (2020), que yo recuerde. El Almodóvar coleccionista es propietario de varios cuadros de Pérez Villalta, que donó en 2013 su legado al sevillano Centro de Arte Contemporáneo (CAAC). Y no para que esté en un almacén, ha dicho.
Son botones, síntomas, indicios de los laberintos de La Movida, la creación y la amistad. La historia, más o menos completa, de aquel tiempo está contada en muchos libros, quizás el mejor sea Sólo se vive una vez. Esplendor y ruina de la movida madrileña (Árdora, 1991), de José Luis Gallero. Contiene una entrevista con Pérez Villalta bastante extensa y muy interesante de leer hoy con ocasión de su exposición: dice el pintor que los 80 fueron una de las épocas más aburridas, tontas, nefastas, absurdas y horrendas que hemos vivido. Literal. No obstante, en la Biblioteca Nacional se celebró en 1983 la gran exposición de su consagración y en 1985 Villalta recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas. Cosas distintas.
Y el artista, hace muchos, muchos años, se fue a vivir casi de continuo a Tarifa, su ciudad natal, allí donde se unen el Atlántico y el Mediterráneo, a su raíz andaluza, que bebe en manantiales romanos (clásicos) y árabes (más barrocos). Y eso se percibe muy bien en la Sala Alcala 31: mares y cielos azules, blancura de las casas, resonancias religiosas junto a paganismo, sensualidad de los cuerpos desnudos…
Y luz, mucha luz
En la exposición hay un cuadro que resume mucho de la trayectoria personal y artística de Pérez Villalta, mucho de lo dicho aquí. Y de lo no dicho: la importancia del dibujo. Es un cuadro muy agradecido para los ojos, como tantos otros, y el ánimo del espectador: Artistas en una terraza o conversaciones sobre un nuevo arte mediterráneo (1976). Villalta, de espaldas, comparte charla con dos amigos pintores de su generación, su paisano Chema Cobo y el manchego Herminio Molero (también músico, fundador de Radio Futura), en la terraza de un edificio, como los demás, blanquísimo. Detrás de unos bodegones de apetecibles frutas (otra especialidad), ante un mar azulísimo en calma, la inundante luz potencia el más transparente y respirable de los aires.
Es bien cierto que la pintura de Guillermo Pérez Villalta a veces se oscurece o no es ajena a tensiones dramáticas. Pero el visitante de El arte como laberinto, creo yo, se llevará de la sala, sobre todo, una luminosa y sensual invitación a la vida.