Apellidarse Gautreaux y ser norteamericano revela un rotundo origen étnico, como ser un Aguirregoitia o un Piñeiro o un Sunyer por nuestras latitudes. El escritor Tim Gautreaux (1947) —lo apuntan las letras de su apellido— desciende de acadianos franceses que acabaron estableciéndose, deportados, en el sur de Luisiana. A mediados del siglo XVII, los británicos los expulsaron de Nueva Escocia y otras tierras conocidas como Acadia, frontera hoy entre Canadá y Estados Unidos.
En la zona meridional del mapa —en lo que denominan Deep South y las regiones de South Central— formaron la comunidad cajún. Este grupo étnico, quizá en declive demográfico ahora, mantiene singularidades de idioma, de costumbres, de creencias, versiones de relatos orales, con perspectiva propia, gastronomía y pasado y música.
Quien escribe localizando la mayoría de sus historias en ese territorio y haciendo personajes a gentes de allí no suele esquivar del riesgo de que lo encasillen en esa fácil etiqueta de “ficción cajún” o la de “narrador del Sur profundo”, noble y de nombres excelsos, pero afeada por el costumbrismo enraciado, el tipismo, un humor privativo, las topiquerías y alguna otra baratija literaria o hasta sesgos cognitivos e ideológicos.
Sin embargo, la literatura de Gautreaux es, por su talento para saber contar y observar minucioso, e incluso por la perspicacia de sus valores antropológicos, de alcance universal. Al menos transnacional. La traducción de su tercer libro de narrativa, el segundo de cuentos, Welding with Children, lo vuelve a confirmar en Todo lo que vale).
Timothy Martin Gautreaux, nacido hace setenta y tres años en el estado sureño de Luisiana, en Morgan City, se formó en la Universidad Estatal de Nicholls y en la de Carolina del Sur, donde se doctoró en Literatura Inglesa. En 1972 se incorporó a la enseñanza de Escritura Creativa en la Southeastern University: tres decenios ininterrumpidos de docencia como writer-in-residence, hasta su jubilación en 2003. “Para escribir, antes hay que vivir”, asegura con realismo.
Comienzos poéticos
Empezó por la poesía, que cultivó durante años, hasta que uno de sus profesores de la facultad, el novelista y pensador y antes médico Walker Percy, le animó a adentrarse en la escritura de cuentos. Fue un acierto alentarle a teclear piezas de una veintena de páginas, la extensión entonces habitual en las grandes revistas literarias de Estados Unidos. The Atlantic Monthly, Harper’s, GQ (Gentlemen’s Quarterly), The New Yorker, Story, Zoetrope… son varias de las cabeceras que han ido difundiendo la narrativa de este autor galardonado y bien considerado y asiduo en las antologías anuales de cuentos, según queda probado en volúmenes de los premios O.
Henry y de Best American Short Story. Casado y padre de dos hijos, Tim Gautreaux es, como él recalca jovialmente, por sus raíces cajún, sus antepasados obreros —abuelos, tíos y su padre— empleados en oficios de mecánicos, supervisores y técnicos de barcazas fluviales, vetustos ferrocarriles y plataformas petrolíferas, y porque sí, católico desde su nacimiento. Él y su mujer viven actualmente en Chattanooga, Tennessee. El escritor es un manitas, habilidoso reparador de máquinas y motores. Y de los mecanismos del contar con palabras.
La obra narrativa de Gautreaux no es extensa: tres novelas y tres recopilaciones de cuentos. La tercera recopilación, Signals, reúne una docena nueva de relatos más ocho que ya repitió en los dos libros hermanos. En nuestro país, su descubridor y traductor es José Gabriel Rodríguez, que vierte guardando —al menos, de momento— el orden cronológico de los títulos de este sobresaliente narrador. El mismo sitio, las mismas cosas, su primera colección de narrativa breve, apareció en España en 2018 y a su autor se la publicaron en 1996; la novela El paso siguiente en el baile, salió aquí en 2018 y en 1998 en Estados Unidos.
Acaba de engrosar el catálogo de La Gran Huerta su segundo tomo de cuentos, Todo lo que vale (Welding with Children), cuyo original es de 1999. Los dos decenios de distancia no se resienten demasiado. La naturaleza humana cambia a una extraña velocidad y a ritmos parecidos. Gautreaux es un cuentista magistral. Algo realmente difícil en su largo país.
¿Pero no hay demasiados cuentistas buenos en USA?
Anidar ente el ramaje genealógico de cuentistas norteamericanos cuesta. Abundan nombres portentosos. Aun a riesgo de que parezcan —es imposible— lápidas, insisto en quienes han alcanzado lo más alto del bosque. Son clásicos los cuentos de Hemingway, que despuntaron —la técnica del iceberg o de la omisión, entender lo que no se dice, una manera distinta de contar y de implicar al lector— hace ahora un siglo y se nutrieron de experiencias propias o cercanas con un estilo emparentado con el periodismo escueto y condensado.
El excepcional novelista Faulkner compuso relatos perdurables, por sus personajes patricios y la nobleza de los de abajo, sus alardes técnicos para enmarañar y a la vez desbrozar historias. Los dos habían nacido a finales del XIX y no se les notaba. Saltando a ramas de arriba: J. D. Salinger y Truman Capote —sus cuentos juveniles y los de madurez quizá inmadura— innovaron en los temas, las visiones y las entretelas del corazón humano y dolorido y moldearon personajes poco habituales que dieron versiones nuevas de la ternuray la excentricidad. Son imprescindibles ambos.
La breve cuentística de Carson McCullers y la eclosión de Flanery O’Connor, posiblemente la más completa aunque difícil de toda la nómina, y el todavía no muy conocido en nuestro idioma William Goyen. Casi todos del sur estadounidense. John Cheever y el recuperado Richard Yates —gracias a otros dos grandes, Raymond Carver y Richard Ford—, y el talento innegable para el cuento de Tobias Wolff, en el pódium reciente del género, a mi modo de ver.
Más nombres norteamericanos que se pueden sumar: Jayne Anne Phillips y David Foster Wallace. Las revistas siguen hoy otra estrategia para encontrar autores y más autoras, y recurren a resaltar representantes de minorías de origen, indagar en emociones tan compartidas universalmente como la soledad y sus rastros, pretenden incluso echarse el farol de las mudanzas técnicas, de enlazar con procedimientos audiovisuales de ahora, con comentarios y con nuevos suscriptores digitales. Quizá el balance no irradia optimismo. ¿Quedaba sitio para alguien más?
¿Por qué Gautreaux es un cuentista magistral?
En primer lugar, porque Gautreaux siempre cuenta historias. La de un abuelo obligado a cuidar de los hijos de sus hijas que descubre que sus nietos —sin padre— crecen huérfanos del sentido del bien y del mal. La de un dependiente experto en cámaras antiguas de fotos que averigua un secreto en un viejo carrete sin revelar. La de una autoestopista manca, peculiar profesora recién despedida de su campus a la que recoge en la carretera un joven mecánico a quien su propia novia lo acaba de echar del trabajo.
La de un septuagenario que ayuda a la niña de la casa de al lado a armar su proyecto para la exposición de ciencias en el colegio. La de un pastor presbiteriano que busca escribir más que sermones y asiste a un congreso de medio pelo de escritores noveles. Un acontecimiento suele alterar el curso de lo cotidiano y la trama cambia de dirección y expande su interés.
Este cuentista sabe que el lector debe apreciar diferencias, un desequilibrio, un desajuste notable, entre la primera escena y el desenlace y las últimas líneas. Así se comporta el tiempo narrativo. Así se configura una historia. Y Gautreaux idea tramas pertinentes. Y finales que, aunque no acaben con aparatosas acrobacias, sí dejan el sabor novedoso de la sorpresa. O el regusto de la reflexión y la hondura. Leer uno de sus cuentos pide unos minutos de recapacitación antes de pasar al siguiente.
Naturaleza humana
Gautreaux penetra en nuestra naturaleza y nuestro ser. O en la de casi todos. Hace que uno se pregunte si aún merece la pena distinguir —sin juzgar a nadie— qué está bien y qué no, si avanza el amor o se sedimenta o se diluye. Interrogarse por la propia identidad de cada cual y su consistencia interna, por aceptarse o no, respetar la intimidad de cada quien. O plantea como tema narrativo si es preferible pensar en los otros aunque ese compromiso a uno le acarree consecuencias desfavorables, ingratas y de descrédito, como le pasa a un simpático párroco aficionadillo al brandy.
Por el contrario, puede indagar en cómo se sumerge alguien en lo abisal de una depresión o cómo se desenjaula de las limitaciones del alzhéimer o cómo unos abusan de otros. Es decir: en las historias de Gautreaux siempre subyace algo verdaderamente humano. Podría pensarse que una derivación ética. Pues sí. Uno de los personajes da una clave de credo estético: “El arte puede interpretar la belleza o el terror, mientras que las fotos normales y corrientes solo pueden mostrar hechos bellos o terribles”. Y piden estos cuentos interpretación, no solo observación. Y otro personaje —es un cura— asevera que el género humano no suele dejarse guiar la mayoría de las veces por el sentido común sino por “cierto deseo que desafía esa belleza sencilla de hacer lo más sensato”.
Compasión y humor
A esa humanidad de su mirada compasiva Gautreaux —tenía cincuenta y dos años cuando salió este libro— añade el bálsamo del humor. A veces, muy pocas, se asoma hasta la caricatura, cuando acumula rasgos en personajes estereotipos.
A la vez sale gente aparentemente normal y casi nunca bobalicona ni sin grietas: barrigones que hunden el tripón en la parte de abajo del volante, contables aprensivos y honrados que piden no trabajar los viernes para cuidarse la salud, un mecánico joven aficionado a leer novelas del Oeste, cocineras de hamburguesas a las que se les rompe el bastidor del somier…, aunque alguno no sabe ni manejar un rollo de papel higiénico. Salen otros menos habituales, sobre todo personas mayores.
De hecho, en el libro abundan los de más edad y experiencia, representantes de una época que ha cambiado y con relaciones muy suyas con su presente y el de todos. El trato a la ancianidad indica el rango de una civilización parece apuntar este narrador canjún. Aquí, hombres y mujeres con recorrido vital saben sorprenderse y sobre todo cómo seguir arreglando la maquinaria de la vida. Enternece. Emociona por dentro.
¿Más méritos? La capacidad de observación de Gautreaux y su destreza para relacionar y emparejar realidades hacen que idee comparaciones acabadas: las manchas rojizas de la tierra reseca parecen la piel de un perro enfermo; el aliento de un varón que ha bebido huele de cerca a quitamanchas; una imagen se rompe en pedazos como una brasa al chocar contra el suelo. Otra cualidad de este excelente escritor es su pericia y soltura en el diálogo. Además de hacer avanzar la acción y perfilar al personaje —¡qué menos!—, consigue que remolquen su pasado y evocar en el lector su actitud y su personalidad.
Alusión al símbolo
Y un sello personal es la alusión a símbolos, objetos, que encarnan el eco que se multiplica en el relato. Una clave para añadir dimensión. Puede ser el acto de despejar de cachivaches y chatarra una parcela que permita ver el bosque y poner juegos, un carrete y fotos de mucho antes renacidas al presente, dedicar una noche a rehacer un trabajo puede hacer comprender el temperamento y el afecto de alguien de una generación precedente.
Al menos siete de los once cuentos de Todo lo que vale más son piezas maestras. “Bailando con la mujer manca”, “Resistencia”, “Exceso de luz”, “El afinador de pianos”, “Mala sangre”, “El Congreso de Escritores de Pine Oil”. Este último título admite una interpretación: de la burla de un congreso de escritores medianos se infiere la concepción particular de Gautreaux sobre la creación literaria, entendida como un don que cada cual debe desarrollar y dar a los demás y no dejar en el mundo un trozo vacío. El símbolo es aquí una sierra circular que veinte años antes le presta al personaje principal un tío suyo y que le pregunta si hace algo con esa herramienta, si al menos la mantiene con vida, engrasada.
Afortunadamente, Tim Gautreaux recorta y perfila con su maquinaria sabia y llena bastantes huecos del mundo. Completa casi del todo el álbum.