"'Como si nada hubiera sucedido./ Ese es mi resumen/ y está en él mi epitafio./ Habla mi nada al vivo/ y él se asoma a un espejo/ que no refleja a nadie", escribió Francisco Brines, que acaba de fallecer a los 89 años en el hospital de Gandía. Llevaba más de veinte años diciendo que se moría, medio de coña medio en serio, y llevaba toda la vida, de alguna manera, escribiendo sobre la muerte, a pesar de haber sido él tan disfrutón, tan gozoso, tan desarrollado en sus sensualidades y sus sentidos. Tan amigo de la buena comida, de los compadres, del olor de los naranjos, del mar Mediterráneo. De su Valencia FC. De sus toritos guapos. Era uno de esos vividores que viven lento porque, concienzudamente, saben vivir. Y entienden que, con todo, la literatura no es tan importante. No es tan importante como la vida.
El Premio Cervantes se lo entregaron los Reyes el 12 de mayo. Qué tarde llegamos siempre en este país, qué ajustaítos. Dos infartos en los últimos diez años. Un libro de despedida que sacó ¡en 1995!, llamado La última costa, con el que dio por cerrada su obra. Escribió algunos poemas más, claro, pero ya le serán póstumos. Como le entraba el agobio en medio de su amabilísima pereza, adelantó algunos en diversas antologías y hasta bautizó el compendio como Donde muere la muerte. Le dio miedo cerrarlo. Le dio miedo que fuese una profecía.
"Estoy dispuesto a alcanzar todos los años que sea siempre que tenga conciencia. Si la pierdo, quisiera que la vida se acabase en mí, que se extinguiese como una vela. Para mí, la vida ha sido una vela que ha dado luz pequeña, pero era una luz que quemaba y desafiaba la cera del cuerpo. Estoy esperando a que la vela se apague de un momento a otro", avisaba en noviembre de 2020, en charla con este periódico.
Había sido tan buena gente, Brines: es tan fácil que cualquier fulano hable bien de él. Más honroso eso todavía en el mundo -¿o mundillo?- de la poesía, donde se acostumbran a los navajazos oxidados. Pero con Brines era imposible: su buen humor, su sencillez y su capacidad de goce lo inundaban todo.
No fue un hombre raudo ni un hombre bulímico: escribió despacio, porque podía. Y porque necesitaba mirar las cosas varias veces antes de poder alcanzar su alma. Porque no era un vendemotos, Brines, ni un profeta de la nada, sino un poeta de hueso y carne, también metafísico si se terciaba, que quería hundir el rostro en la verdad de las cosas. En sus sabores. En sus texturas. En sus nostalgias. En sus promesas de alegría. "Ahora acerco tu rostro hasta mi boca, / y quiero que mi vida y tu historia concluyan bruscamente".
Naranjas y poemas
Fue una rara avis en su nido, Francisco, porque su familia se dedicaba al negocio de las naranjas y él vino con el rollo de que quería alimentar el espíritu: casi nada, en plena posguerra, el niño. ¿Qué es ser un hombre de provecho, en verdad, sino hacer lo que uno ama? En sus últimos reconocimientos, en sus últimos premios, pensaba constantemente en su madre. La madre era para él la gran metáfora del mundo, el gran símbolo del comienzo y del fin de la vida. Será que su madre -que era "autoritaria, pero con argumentos"- se le empezó a aparecer para cogerle la mano y llevarse a su crío consigo. Su crío que ya soplaba 89 y hablaba tan sabio y tan despacio.
“He pensado que mi madre estaría muy contenta, le habría dado mucha alegría, porque alguna vez pensó que yo no iba por el buen camino y al final ha resultado que ha sido el mejor”, contaba en las últimas semanas. Al Brines niño, criado tan feliz entre árboles y padres amorosos, ya le llamaban la atención "las palabras bien expresadas": "La lectura me daba sensaciones, experiencias y conocimientos. Me hacía una persona más respetable. Y yo eso lo consideraba mucho porque la respetabilidad es, en definitiva, el asentamiento sobre un nuevo vivir. Estoy contento de que ese “nuevo vivir” me llegara a través de la poesía", contó a este periódico.
Leía lo que le caía en las manos. "Ese azar de la lectura me dio una gran experiencia vital y de pensamiento. Por eso respeto enormemente el azar y me cobijo a la sombra de él", expresó. ¿Saben ustedes que Brines fue vecino de Caballero Bonald? Qué cosas, para que vean: los dos últimos genios de la generación del cincuenta se han ido casi a la vez, dejando bloques vacíos, vecinos atónitos y nuestras estanterías llenas.
La poesía duele
Brines sabía que "la poesía es un don, pero hace sufrir al que lo padece": eso que decía Truman Capote a su manera de que "cuando dios le da a uno un don, le entrega también un látigo, y ese látigo es para autoflagelarse". Sabía que "cuando uno es dichoso, normalmente no escribe, ¡vive!, y expresa de manera intuitiva esa felicidad, dejando la escritura un poco apartada".
Quizá fue lo que hizo él, que podía pasarse una década entera sin publicar un poemario, y tan tranquilo. Estaba haciendo algo mejor, y ustedes lo saben: respirar el aroma de los naranjos. Coquetear con la noche de Madrid. Buscar los goces homoeróticos de los que escribió con cierto arrojo, con hermosura y valentía -ya conocemos lo 'encasillable' que puede ser la homosexualidad, tristemente, en la industria literaria, y ya sabemos cómo atrofia o contamina a veces la mirada de los lectores más conservadores-.
Eso sí, el pudor -como reconoció más tarde- le hizo guardar ciertos poemas más explícitos de corte erótico. Porque era muy tímido. Porque entonces podían parecer "escandalosos" y él no quería "agredir" a nadie, en sus propias palabras. Digamos entonces que Brines era homosexual "pero no muy gay", como ha dicho Luis Antonio de Villena. Es decir, poco activista. Era más bien un hombre elegíaco. Intimista. No militaba, no exacerbaba sus pasiones: bastante tenía con no dejarse arrollar por ellas. "Casi nunca es la voluntad la que elige", disparó en un momento dado.
Pasión homosexual
Qué fulgurantemente conmovedor era aquel poema en el que hablaba de por qué amaba al hombre al que amaba. Le preguntaban y nunca respondía que por su belleza ni por la calidad de su alma, sino por su "limitada perfección". "La verdad de mi amor ahora la sé: / vencía su presencia la imperfección del hombre, / pues es atroz pensar / que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas, / y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu, / su claridad, la dolorida flor de la experiencia, / la bondad misma. / Importantes sucesos que nunca descubrimos, / o descubrimos tarde". Ese amor suyo era una "azarosa creación perfecta" que su "desorden serenaba".
En otras ocasiones recordaba el mejor verano de su vida, un verano de la juventud allá en Grecia. "Si pudiera elegir de todo lo vivido / algún lugar, y el tiempo que lo ata, / su milagrosa compañía me arrastra allí, / en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida", confesaba. Ese recuerdo le hacía sobrevivir a la "sucesión mediocre de los años". Ese recuerdo le hacía sobrevivir a "las carencias". "Saqueo avaramente / siempre una misma imagen: / sus cabellos movidos por el aire, / y la mirada fija dentro del mar. / Tan sólo ese momento indiferente. / Sellada en él, la vida". Ahí estaba todo.
La infancia y el arte
Quizás, además de esos regalos del cuerpo, la juventud y la belleza, todo lo que le interesó a Francisco de la vida se quedó en sus años de crianza en Elca -su casa, su refugio natal y poético en Valencia-, que ya casi equivalía a un Macondo. Lo que vino después, en general, fue más bien doloroso, más bien previsible, más bien ingrato: sencillamente, la vida del hombre. Pero como el poeta se caracterizaba por una incombustible capacidad de asombro, siguió dejándose embaucar por ciertas cosas bellas de la vida. La carne en flor, las puestas de sol, las charlas hondas, la lectura. Los pájaros y las grandes preguntas. Las noches con estrellas. Ese silencio.
Su amigo y poeta Alejandro Duque definió con precisión las temáticas de Brines: “El amor por el arte, la niñez, el paisaje, el tacto de la piel de un cuerpo deseado y un sentido de la fraternidad universal a través del tiempo”. Tan hermoso y preclaro. Será que su educación sentimental venía de Juan Ramón Jiménez. Su sentido ético, de Cernuda, donde decía que estaba todo todo, con Kavafis siempre a mano. Qué podía salir mal.