Los años extraordinarios, segunda novela de Rodrigo Cortés (Cenlle, Orense, 1973), es una de las sorpresas más gratas del año. En un ecosistema literario dominado por lo confesional, la ficción realista y la geometría euclidiana, Cortés propone un viaje irreverente y prodigioso a través del siglo XX.
La España que narra y vive su protagonista, Jaime Fanjul, no es real, pero es verdadera. El autor deforma con humor y lirismo un mundo donde Salamanca tiene salida al mar, república y monarquía alternan para disgusto de los alicantinos (borbónicos irredentos), Francia y Holanda andan a la gresca y Gurdjieff no es sólo inspiración, sino personaje.
La novela encaja en una tradición que va de Cervantes a Valle y de Wenceslao a Jardiel, con aromas de Kipling y Stevenson. Pero la poética de Cortés destaca por un rasgo fundamental y cada vez más raro: no se da demasiada importancia. Y en esta ausencia de gravitas radica su mayor virtud. Los años extraordinarios no pretende ser un monumento, ni muchos menos una lección. Por fortuna para sus lectores, se contenta con ser literatura.
La mayoría de los lectores te conocen por tu faceta de director de cine, y quería empezar por preguntarte cómo vives el contraste entre narrar con imágenes frente a narrar con palabras.
En mi caso no hay pluma sin cámara, ni cámara sin pluma, siendo ambos lenguajes completamente distintos. Incluso en términos de escritura, la elaboración de un guion y la de una novela -si es verdadera literatura- no tienen mucho que ver. El cine es esencialmente narrativo. Es el arte de la acción y los personajes se definen a través de lo que hacen y de las decisiones que toman. No se definen a través de la palabra o de reflexiones. La literatura es un medio mucho más evocador, donde el personaje se piensa y muestra el mundo a través de su mirada. Muchas veces no es tan importante lo que hace o dice, sino cómo lo hace. Yo creo mucho en el poder de la música a través de la palabra, de la sensorialidad que encierra el propio lenguaje emocional.
Si en la escritura cinematográfica lo primordial es la estructura, ¿qué prima en la literaria?
Depende. El mercado está lleno de novelas que en el fondo son trasunto de guiones, guiones no declarados o películas nunca realizadas. La escritura con verdadero aliento poético tiene un alcance más evocador y sensorial, y un autor opina más a través del estilo que del pretendido mensaje que pueda encerrar la novela. ¡Más te vale amar las palabras y conocer su alcance!
¿Buscabas conscientemente alejarte de la rigidez del guion de cine?
Conscientemente, no. Pero quizá sí hay una vindicación inconsciente de la libertad creadora. La escritura cinematográfica es muy cerrada. Y sobre todo hay un tipo de estructura canónica que casi responde a una plantilla que viene desde los griegos. Tiene un carácter muy económico y no se planta ninguna semilla que no vaya a ser recogida después. Esta novela no ha sido estructurada así, sino más bien desde su antítesis. Comencé a escribir sin saber quién escribía, quién era esta persona que hablaba en primera persona.
Conocí su nombre en la línea siete y no tenía ni idea de qué pasaría con su vida, cuál sería su carácter, a dónde viajaría, ni si tendría que inventarme países, personajes o habría alguna lección que aprender. Esto se parece mucho a la vida, no necesariamente al arte. La vida no tiene una estructura dramática cerrada.
Y de hecho, muchas veces, le imponía al personaje escollos para ver si era capaz de salir con vida de ellos. Le imponía tomar una decisión que yo no habría tomado jamás. O que emitiera una opinión que fuera contraria a las mías. O que ante dos elecciones posibles tomara la complicada, la que me no resulta natural, para ver cómo conseguía seguir desenredando la madeja desde ahí.
Es interesante que te hayas esforzado en alejarte de tu protagonista. La novela narra su vida -en primera persona- a lo largo del siglo XX. Pero no es nuestro siglo XX, sino una deformación, una versión casi fantástica de fenómenos, lugares y personajes. ¿Qué te atraía de narrar el XX desde esta óptica, digamos, deformadora?
No había un objetivo concreto y, desde luego, ninguno finalista; la novela no encierra la menor lección. Hay una inspiración inicial -aunque luego se separó mucho- que son las memorias de Buñuel, Mi último suspiro. Esa obra, en mi opinión, tiene un gran alcance literario.
¿Y qué te atrajo de esa memorias?
Inicialmente me inspiró para crear algo multiforme y sin estructura precisa. En las memorias de Buñuel todo cabe, desde la definición de sus licores favoritos hasta sus sueños. Al final la novela acabó por no parecerse en absoluto a eso y es cronológica y lineal, pero ese hálito sí que está de forma inicial. Jaime Fanjul nace con el siglo, pero no porque quisiera recorrerlo ni definirlo, sino porque me resultaba interesante alejarme de mi experiencia. Y de hecho, el personaje acaba su historia precisamente el día antes de mi fecha de nacimiento, para asegurarme de que nada de lo que contaba lo hubiera vivido yo.
¿Y por qué deformar la realidad?
La deformación permite extraer revelaciones profundas de las cosas. Exagerar la realidad permite verla. En un pasaje de la novela se dice algo parecido a “no hay como desenfocar el mundo para acceder a uno nuevo”. A través de la literalidad se consigue un reflejo exacto y poco revelador. Sin embargo, cuando como los surrealistas extraes algo que no tiene resonancia alegórica o simbólica, sino que tiene un origen puramente irracional, paradójicamente se extraen revelaciones muy elocuentes y muy desautomatizadas.
Ya que mencionas a los surrealistas, el ritmo de la novela me transmitía algo de escritura automática.
Sí, hay mucho de escritura automática, aunque no literal; no me he dejado poseer por ningún escritor muerto (sonríe), pero sí en el sentido de que la primera escritura fue completamente torrencial, desconectando mis decisiones lo más posible de las racionales y tratando, insisto, de proponerme caminos lo menos trillados para mí. Sí es cierto que cuando acabas el primer borrador, que es el trabajo de picar piedra, es cuando por fin sabes quién es tu personaje, qué hace, por dónde va a viajar y a qué gente va a conocer. Ahí es cuando te enteras de lo que has escrito, te enteras de lo que significa, lo vuelves a leer y empiezas a entender con qué partes de ti resuena todo eso.
Entiendo que estas dinámicas de trabajo son muy distintas a las de un rodaje.
Sí, un rodaje es una guerra, una presión salvaje: quedan diez minutos de sol, no volverás a esa localización, y los errores no tienen solución. Tratas con psicologías muy diversas que hay que conciliar, cada día es muy caro, en términos de eficiencia hay un ejército de gente… Pero bueno, cada día tiene su afán. Se trata de comprender las particularidades de cada una de ellas. Y hay algo en la escritura solitaria que es eminentemente placentera porque hay una idea de la libertad que es prácticamente natural, sobre todo si te impones no admitir consideraciones de ningún tipo ni estudios de mercado, sino levantar la tapa del cerebro y ver qué es lo que sale. Pero en el trabajo colaborativo, con un actor, por ejemplo, se producen momentos hermosísimos que jamás se producirían en soledad.
¿Y temes que se juzgue tu literatura teniendo presente tu éxito como director?
Siempre he creído que el trabajo tiene que defenderse a sí mismo. Si quieres que te respeten como director más vale que dirijas bien. Y si quieres que te respeten como escritor más vale que escribas bien. Dicho esto, sí hay una preocupación porque las cosas aterricen de la forma adecuada para su percepción, en el sello adecuado, para dirigir la mirada en la dirección correcta. Pero a partir de ese momento, el trabajo tiene que defenderse a sí mismo.
Esta es tu segunda novela pero es tu cuarto trabajo literario. Has publicado dos libros de breverías y publicas una entrada diaria en tu “Verbolario” del ABC. Y del mismo modo que en estas obras resuenan, por ejemplo, las greguerías, la novela también entronca con una tradición reconocible.
Sí, la novela está inscrita en una tradición inevitable; no podría haberla escrito un mexicano, un belga o un tailandés, porque somos lo que comemos. En la tradición española hay una visión indulgente que es la de Cervantes, una más dura que es la de Quevedo, una deformadora que es la de Valle y un sentido de la prosa que uno admira en Cunqueiro, Azcona o Mendoza. Pero también está Gurdjieff y su visión orientalizante pero occidentalizadora… Y hay más: las lecturas de la infancia, las películas de aventuras… No sería difícil detectar a Kipling, a Saint-Exupéry incluso a Casteneda en su forma de afrontar el desierto y su vertiente más poética.
La novela está repleta de quiebros humorísticos. ¿Buscabas conscientemente hacer reír al lector?
Es curioso, porque casi todo el mundo que lee la novela habla de las carcajadas y de cómo se divierte. Yo no soy consciente de que sea divertido mientras escribo, responde más a una manera de interpretar las cosas. Y a veces te sorprende. Ese humor surge de una voluntad, que sí es consciente, de des-solemnizar. Tan pronto como siento que me acerco a algo que pudiera ser confundido con lo solemne lo reviento a pedradas. Y eso genera esas contradicciones, esas paradojas, que son de las que se nutre muchas veces el colapso de la risa.
Si me interesa el humor es porque una mirada humorística sobre algo es necesariamente inteligente y es propiamente humana. Cuando se elimina el humor de algo se deshumaniza: los grandes melodramas tienen humor, la tragedia tiene humor. No está tan alejado Kafka de El apartamento. En Wilder hay humor, veneno, romanticismo, porque todo es verdad a la vez. Para mí no hay una gran diferencia entre el humor y la poesía. El humor es eminentemente poético: Buster Keaton era un poeta, Mingote era un poeta y Juan Carlos Ortega es un poeta.
En la novela hay ecos de Jardiel, de Perelman, es decir, de un humor alejado del canon actual. ¿Eres lector de textos de humor?
Sí, siempre he leído textos de humor. Desde los guiones de radio de los hermanos Marx, a la obra literaria y dramática de Woody Allen, Perelman, Tom Sharpe… Los ingleses siempre tienen una mirada humorística sobre las cosas. En ese sentido Cervantes es muy inglés, porque siempre hay indulgencia, distancia… Y siempre me he sentido muy a gusto en esa mirada que niega la gravedad.
¿Consideras que la emergencia de la llamada ‘corrección política’ amenaza el humor?
Hay élites cada vez más solemnes, cada vez más aburridas, cada vez más desposeídas de humor y con verdades más fundamentales sobre todo, pero el mundo no es lo que dice la élite que es el mundo. La realidad es que la gente hace bromas constantemente, se toma todo a chanza… Los chistes prohibidos dejan de ser prohibidos en cuanto se hacen entre amigos o en un terreno seguro donde la gente maneja sus propios códigos y los comprende. Todo es exactamente igual en el mismo instante en que apagas la radio.
Pero además de humor y ausencia de solemnidad, ¿la mirada de Jaime no revela cierto cinismo?
Jaime Fanjul no es un personaje ejemplar en ningún sentido. En muchos casos es irritante: uno lo tomaría de los hombros, lo sacudiría, y le diría “reacciona”. Sin embargo tiene dos grandes méritos: no juzga y no se queja. Y eso no está mal.
¿Por qué crees que esa mirada desmitificadora del amor, de la familia que tiene tu protagonista es importante?
No es importante en absoluto. Nada en esta novela es importante, tampoco desmitificar. Y el personaje tampoco refleja mi mirada, hace mal muchas cosas. Lo que me resulta interesante del personaje de Jaime es que eso le hace, como le dice Gurdjieff, inatacable e inmanipulable porque le da todo igual. Pero no porque sea un pasota, sino porque no lo dota de sentido de la trascendencia. Acepta con naturalidad la derrota y jamás se ve como héroe de nada, incluso cuando las cosas le van muy mal. Y poco a poco es más consciente de su fracaso vital, porque en más de siete décadas de vida aprende muy poco.
Sin embargo, cuando el lector está con la guardia baja entre tanto humor le sueltas un crochet como este: “La melancolía de un gallego lo arrasa todo: eclosiona sin aviso y barre el mundo, los gallegos llevan la muerte dentro”
(Sonríe). Es algo que sucede varias veces y personalmente me gusta mucho. Tiene que ver con generar contrastes, con frustrar expectativas. Hay momentos en la novela donde la carcajada se congela, se detiene la lectura y se abre un pequeño abismo. Y tan pronto como se genera ese abismo se vuelve a romper con alguna afirmación inconveniente.
Sí, no dejas que nos pongamos solemnes.
Eso que dices me alivia.
Las referencias a Galicia son muy interesantes. Galicia, que durante el XIX y principios del XX era algo así como la Transilvania de España, conserva ese halo mágico en la novela. ¿Eres un gallego ejerciente?
Soy gallego por voluntad consciente de mi madre. No vivíamos en Galicia y mi madre fue allí a dar a luz para que fuera gallego, ¿cómo dices que no a eso? Sin embargo, no he vivido nunca en Galicia. Con el tiempo he descubierto una tradición literaria muy natural y generalmente exquisita, sea Cunqueiro, sea la Pardo Bazán o Fernández Florez. En ese sentido, hay una conexión con lo mágico que es muy aterrizada y que comparte la novela en la medida en que es casi sobrenatural. Puedes heredar tradiciones sin haberte enfrentado a ellas porque no tienes acceso a la fuente: las heredas de quien las ha heredado.
También hay referencias muy divertidas a una Salamanca, digamos, especial.
Estaba definiendo un lugar que conozco muy bien pero no desde la literalidad. Cuando leí los Encuentros con hombres notables de Gurdjieff, que es una autobiografía, en seguida me di cuenta de que no es posible que viviera eso. Muchas cosas son evocaciones fantasiosas. Empiezas a leerlo con un sentido de la realidad claro y, de repente, te habla de cuando cruza una tormenta de arena en el desierto construyendo unos zancos enormes.
Como en Big fish, la película de Tim Burton, está definiendo su realidad con deformaciones conscientes que sin embargo expresan lo que sucedió. Así que la Salamanca que defino no es tanto la real como mi percepción de Salamanca. Es una evocación de lo que ha significado a través de mi piel ese sentido de la piedra, del frío, pero eso no define Salamanca.
Claro, es tu lienzo impresionista, decides deformar un mundo antes que inventarlo.
Sí, aunque había una pereza inicial: “si te inventas este mundo no tendrás que documentarte. El rey será quien tú decidas y la acción sucederá donde tú quieras. No tiene que resonar con la realidad”. En seguida descubrí que eso era un error. Y que para inventarte un país también tienes que ubicarlo en un sitio muy concreto. Tienes que conocer las reglas de un lugar para poder deformarlas.
Para terminar: ¿en qué sección de la librería colocarías Los años extraordinarios?
Diría que son unas memorias; las memorias de un explorador que vuelve sin encontrar nada.