Daniel Ramírez: "El gran problema de España es que a los ecuánimes se les llama equidistantes"
El escritor y periodista de EL ESPAÑOL lanza su primer poemario, 'Es sólo vivir', el rosario de símbolos, cuentos y detalles cotidianos de un hombre joven, lúcido y romántico que no cede ante el cinismo imperante.
30 junio, 2021 01:38Noticias relacionadas
Daniel Ramírez escribe poemitas en el metro mirando a los niños que le recuerdan al niño que él fue y preguntándose si ya se habrán enterado del tenebroso secreto de la vida: que todo va a morir, que todo está muriendo ya, en estos mismos momentos, mientras cogen la mano blanda de su madre en el vagón, mientras mi amigo les captura en versitos urbanos, mientras amasamos desasosiego y toneladas de angustia moderna, mientras las cosas bellas se nos presentan como epifanías y se nos escapan como ráfagas.
La vida es como el día que terminas el instituto: lo cuenta Ramírez en un versito. “Prometes querer a todo el mundo. Y al mundo. Luego (…) los prójimos se deshilachan. Ni siquiera sales al patio. Tan sólo te acurrucas hasta que suena el timbre”. Morir solo y honesto, vivir traidor y acompañado: habrá que elegir, se dice el autor en otra página. Salpican por aquí verdades pequeñas y suficientes, como que “todas las francesas en bicicleta merecen una película, por lo menos una canción, aunque sea un poema”.
O como que ser vecinos, una vez que alguien se marcha del bloque -después de tantas veces que les escuchamos hacer el amor, después de todas las veces que planteamos derrocar al casero- “es casi no ser”. Ser como desconocidos que se conocen muy bien. Aquí están todos, todos los que quisimos, todos los que nunca nos dejaron indiferentes: las niñas bonitas, los amigos que perdimos en el camino, los profesores que extrañamos -¡los maestros!-. Aquí late una añoranza tremenda hacia no se sabe qué -¿será cierto que antes fuimos tan felices?-, una nostalgia perseverante de esa que nos hace rajitas por dentro.
Es sólo vivir (Verso&Cuento), dice Ramírez como declaración de intenciones ya desde el título de su primer poemario. “No sé si soy poeta. Soy un gacetillero”, cuenta. Concretamente, de este diario. “He escrito un libro de poesía porque hay determinadas imágenes que no puedo escribir en el periódico, que no encajan en la columna y que no encajan en otros libros. Imágenes que voy apuntando en una libreta y que la poesía me ayuda a sacar”. Piensa en aquel día que estaba por Atocha, frente a un hotel, y observó a un tipo que hablaba por teléfono. Lloraba a mares. Entonces vio cómo sacaban a un cadáver, “que, supuse, sería de su pareja, cubierto con la típica manta dorada”. Las piernas le vencieron y se cayó al suelo. “El dolor te anula las rodillas, como en las películas”.
Le digo a Ramírez que en sus poemas es un mirón, un voyeur, un espectador, pero que rara vez interviene en el transcurso de las cosas. “Será deformación profesional. Y cuando estoy en algo es porque me ha interpelado de manera directa, como en el poema en el que una chica se queda dormida en el metro y da contra mi hombro. Ese poema no lo busco, me asalta”. Es un periodista-poeta: no juega a la ficción. Todo en este libro parte de la realidad. Digamos que identifica los símbolos o los detalles que le resuenan “en el fondo del corazón”, con la esperanza de que puedan resonar también en el fondo del corazón del lector.
El ministro del Tiempo
Él lee a Karmelo C. Iribarren. A Gabriel Celaya. A Luis Alberto de Cuenca -cómo le gusta El desayuno-. A Idea Vilariño. ¿Es un joven antimoderno? “Soy un viejoven. Mis amigos me llaman ‘el ministro del tiempo’ y mis columnas se llaman ‘Quijotadas’. Una de las cosas que más me gusta de mi trabajo es entrevistar con Alsina a gente de casi cien años. No hay nada más contracultural que eso”, sonríe. Sin embargo, en este libro, en lugar de hablar de la redicha “generación perdida”, se refiere en un poema a la “generación encontrada”. Llama a huir “de la oficina segura”, a decir “adiós a patrias inflamadas”. Hay realmente una vocación de conspiración dirigida a los jóvenes.
“Y eso que creo que esta era podría ser la de la censura y la de la autocensura”, establece. “Gran parte de los poderes fácticos y de la sociedad se está armando de un puritanismo atroz que hace que solo se puedan decir determinadas cosas, y eso favorece al auge de los movimientos populistas de extrema derecha o extrema izquierda”, sostiene. “Hay determinadas cosas que no se pueden decir. Por un lado la patria, la exaltación del sentimiento nacional, y por otro lado el feminismo, la igualdad… son valores que pueden ser virtuosos pero que se están continuamente mancillando”.
“Eso me pone muy nervioso, y por eso creo que la poesía es el género más libre que existe en este momento. El único género a día de hoy libre de censura y de autocensura. Aunque todos estamos condicionados, claro: todos tenemos jefes y tenemos padres”, guiña. Dice Ramírez que, a su juicio, esta generación se mueve entre dos patas: “Es una generación que genera censura en las redes sociales, que a veces parece la Santa Inquisición -todo esto a grandes rasgos-, y, por otro lado, están esos jóvenes que tienen mucho de caricatura, que parecen indolentes o alejados de las artes, que no sienten nada frente a la música, la literatura o el cine”, resopla.
“Yo escribo precisamente para combatir eso: porque creo que somos muchos los que vemos el mundo de otra manera, somos muchos los que pensamos, como Celaya, que la poesía es un arma cargada de futuro”.
P.- Decía Gabriel, también, que él maldecía la poesía concebida “como un lujo cultural de los neutrales”. ¿Te consideras ‘extremocentrista’?
R.- Creo que él no lo decía sólo en un sentido político, sino en términos de libertad. Por ejemplo, Celaya ocultó toda su vida que se casó vestido con el uniforme del Ejército nacional después de haber sido gudari vasco y de haber estado encerrado en un campo de concentración. Pero lo liberó la familia de su novia. Eso él lo ocultó siempre. Los poemas que escribió durante la guerra no reflejaron lo que en verdad después quiso decir. Nadie es realmente libre.
Yo creo que se puede ser moderado y libre, y en este sentido hay que distinguir la equidistancia de la ecuanimidad. Lo explica muy bien Trapiello: ser equidistante es, por ejemplo, estar siempre a la misma distancia de Vox y de Podemos o del PP y del PSOE. No mojarse. Pero la ecuanimidad es ser capaz, desde un punto de vista racional, de criticar las barbaridades de un lado y del otro. El gran problema de España es que a los ecuánimes se les llama equidistantes. En un país donde a Trapiello se le llama revisionista o donde Vox carga contra Alsina llamándolo ‘moderadito’, apaga y vámonos.
P.- En ‘Aunque sea un rato’ levantas la ceja ante conceptos como ‘la lucha del pueblo’ o ‘derribemos al poder’. ¿Qué es más ridículo hoy: ser falangista o ser comunista?
R.- Me parece igualmente ridículo. Son doctrinas políticas que han contribuido a combatir el sentido común con una dialéctica de puños y pistolas. Son dos cosas más parecidas de lo que la gente piensa. José Antonio acuñó, por ejemplo, el “pan, patria y justicia” y la revolución sindicalista, y el “las tierras son para quien las trabaja”. De ahí también la polémica sobre Ana Iris Simón. Franco odiaba a los falangistas y se los quitó pronto de en medio. Lo que es curioso es que en España estemos tan prevenidos frente al falangista pero no tanto frente al comunismo, cuando éste ha tenido muchas réplicas en diferentes países y épocas del mundo. Cuba, Hungría, los países asiáticos… claro que, por supuesto, el PCE contribuyó a traer la democracia a España, cosa que no hizo el falangismo.
P.- Hay una nostalgia muy desgarrada por la infancia en este poemario. Estás extrañándola como si efectivamente ya fueses anciano, como en Pantalón corto o en Raíces. “El beso que no supe dar / en la cabaña de los patos”… ¿cómo te llevas con tu memoria histórica?
R.- Bastante bien, creo. Garci me dijo una frase brutal: “Yo no tengo mundo interior, yo lo que tengo es mundo anterior”. O el archicitado Rilke cuando decía que la patria es la infancia. Quizá sí. Yo creo que muchos de los mejores poemas están en esa sensación de irte, regresar a un lugar feliz y llevarte un sofocón, como también dijo Sabina. ¿Sabes María Luisa Elío, la mujer a la que García Márquez le dedicó Cien años de soledad? Ella se tuvo que exiliar durante la Guerra Civil, siendo niña, a su padre, que era juez, lo perseguían los carlistas, estuvo encerrado en un sótano… bueno, total, que su familia se fue a Sudamérica. Y escribió un libro precioso, Tiempo de llorar, en el que cuenta cómo regresa a Pamplona siendo adulta y ella pensaba que iba a encontrar allí la patria que fue su infancia. Decía entonces que se dio cuenta de que regresar es irse.
P.- ¿Qué tipo de niño fuiste tú?
R.- Me ha hecho ilusión que mi madre me diga, al leer este poemario, que reconoce mi mirada de niño, y eso que hace muchos años que no vivo con ella.
P.- Mira lo que decía Picasso: que tardó cuatro años en pintar como Rafael pero le llevó toda la vida dibujar como un niño.
R.- Es así. Es complicada esa mirada, ¿no? Yo era un niño jodidamente travieso, muy revoltoso, siempre estaba montando algún lío. Te cuento una imagen muy poética que viví, muy de película. Mi madre nos había apuntado a todos los hermanos a judo, y tú sabes que yo soy el hombre menos violento que has conocido, Lorena. Total, que yo siempre llegaba tarde. En casa de mis padres hay un pasillo largo con cuadros de mapas enmarcados en cristal… un pasillo estrecho. Yo iba con el cinturón de judo en la mano, corriendo hacia la salida y con unos diez años, y se me engancha en un cuadro y sigo corriendo sin darme cuenta… efecto dominó. Fui un niño de diez años que se dio la vuelta y vio la primera explosión de su vida. Me castigaron sin paga un año, pero luego se quedó en dos semanas. Nunca volvieron a ponerle los cristales a los cuadros, en homenaje a mi fechoría.
P.- En el libro dices que quizá el momento de hacerte adulto es cuando te das cuenta de que quien te amó de niño también odiaba.
R.- Sí. Cuando eres niño piensas que las personas son buenas o malas, haces retratos gruesos de tu profesora o de tus compañeros de clase. Pero hay un momento de tu vida en el que entiendes que una persona que te ama con locura a ti, puede odiar visceralmente a otra persona. Que tiene maldad por otro lado. Entender eso es un click en la complejidad humana. A todos se nos olvida que somos o que hemos sido el dolor de alguien, pero esa es la transición para ser adulto.
P.- Hay muchas chicas que viven en tus poemas, aunque siempre pasan de largo. ¿Un poeta siempre debe ser promiscuo? Es decir, aunque tenga un gran amor, como es tu caso, ¿para escribir hay siempre que desear muchas cosas?
R.- Un poeta tiene que entremezclarse estrechamente con la vida, no puede renunciar a su mirada. Eso afecta a todos los planos de la emoción, del deseo a la ambición al miedo. Pero, como decía Gistau, yo no creo en el escritor maldito. No creo que un gran columnista o un gran poeta tenga que ser un borracho que está con siete mujeres distintas y que no pasa por casa. No creo en el malditismo, pero sí en el estar siempre alerta. Lo que pasa es que hay un camino hacia la pose, como le pasaba a Ruano, que creía que para tener adquirir notoriedad lo primero que tenías que tener era enemigos. Y dijo “El Quijote es la mayor mierda que se ha escrito nunca” sólo para salir a hostias del Ateneo. Ruano era el maestro de Umbral y Francisco también lo entendió muy bien: la pose es importantísima.
P.- El riesgo es convertirse en un escritor-vedette. También hablaba Umbral, precisamente, de la “antropofagia cultural”, es decir, de que la mitomanía había llegado a tal extremo que ya no queríamos leer a un autor, sino queríamos comernos al autor por los pies. Queríamos su humanidad, no su obra.
R.- Es interesante. Creo que la antropofagia lo está prostituyendo todo mucho: tienes que volcar tantísimo de ti… eso sí, me fascina ejercer el dandismo. Me gusta ser viejoven y ponerme foulard, como mi admirado Luis Antonio de Villena. Pero todo eso es porque me gusta. No sé lo que tengo que hacer para adquirir lectores, y, de hecho, no lo hago.
P.- También tienes un poema abiertamente feminista donde hablas de las mujeres como seres que no duermen porque siempre están cuidándolo todo y de cómo eso “las eleva por encima del hombre”.
R.- Sí. He escrito ese poema sintiéndome completamente libre. Parece mentira que el feminismo, que es algo tan importante y tan universal, se haya convertido en un tema en el que uno tenga que estar mirándose continuamente los bolsillos y la ideología a la hora de expresarlo, ¡es tan elemental como la igualdad! Horrible que se haya convertido en un arma arrojadiza entre partidos políticos. Pensaba en mujeres muy concretas, como en mi madre, en mis abuelas, en mi pareja. Teresa, mi pareja, es capaz de sentir que yo he llegado y de preguntarme qué tal el día sin despertarse. Las madres también lo hacen mucho, es acojonante.
P.- Me encanta el poema Copenhague donde retratas ese instante de emancipación y de alegría casi adolescente que supone el levantar los pies de los pedales de la bici y dejarse ir. ¿Qué sabes de la libertad, qué de la felicidad?
R.- Sé que es una especie de tierra iluminada, inalcanzable, algo que nos empuja a seguir todos los días. De vez en cuando conseguimos rozarla con el meñique, pero ese roce es tan potente que hace que queramos seguir aquí. La atisbamos… aunque la mayoría del tiempo, como dice Idea Vilariño, “me faltan tantas cosas que me duelen las manos”. La verdad que soltar los pies en la bicicleta en una noche en Copenhague es parecido a la felicidad.
P.- ¿Por qué escribe el poeta? ¿En qué cree más, en dios o en la trascendencia?
R.- Es una pregunta interesante. Hay un componente de ego indudable. Quien no lo reconozca, miente. Pero luego el ejercicio de sentarte a escribir me parece una de las mayores maneras que tenemos de acercarnos a dios, o a los dioses. Esa cosa de construir un pequeño mundo. No me hago la pregunta de por qué escribo, sólo siento la necesidad de escribir. Mi pregunta es casi siempre cuál es el momento.
P.- ¿Cuánto tiene el escritor de sus padres y cuánto de sus hijos, o de sus potenciales hijos?
R.- Hay tantas respuestas como seres humanos. Creo que hay mucho de mis padres en las cosas que escribo. Mi padre es ingeniero, pero en su tiempo libre es un gran humanista. Música clásica, coros… escribe cuentos que nunca publica. Mi madre desde muy pequeños también nos ha relacionado con la cultura. O eras de Los Hollister o eras de Los Cinco: esas eran las verdaderas dos Españas. Creo que en el fondo lo importante para entender la vida es relacionarse con la esperanza, con la mirada hacia adelante. Eso está en los padres y en los hijos no nacidos: ese sueño de que tus hijos puedan leerte y disfrutarte.
P.- Luego ni dios lee a sus padres.
Ya ves. Le pasaba a Ruano: “Oye, hijo, ¿ya me lees?”. Y el hijo decía “padre, ni puedo, escribes tantos artículos que no me da tiempo”. Fíjate, un tío con tantos lectores como él… su preocupación era que le leyera su hijo. A un tío con un ego tan exacerbado y tan cubierto… le preocupaba sólo que le leyera su hijo. Esa es la prueba de que es algo que tiene mucha importancia. Te preocupa enseñarle a vivir.