Los esnobs musicales, los melómanos-catedráticos-del-dedito-levantado, están por todas partes: es fácil reconocerles porque se encargan de amargarnos la fiesta haciéndonos saber que lo que nos gusta no es tan bueno, no es especial, no es sofisticado. No les basta con no disfrutar de nuestras canciones predilectas, optan por derribárnoslas. Seguro que también nosotros -el lector y la que escribe- habremos pecado de aquello, que santos no somos. Lo pensaba el periodista especializado en música Javier Becerra en medio del clamor del confinamiento primero, cuando de forma popular y espontánea el tema Resistiré, del Dúo dinámico, surgió de entre los avernos para salvar a la gente de sus angustias.
“Enseguida aparecieron los listos para decir que esa canción era una basura, que por qué no usábamos mejor Autosuficiencia de Parálisis permanente. Vale que la canción no te guste, pero no la puedes ridiculizar, ahora mismo ya es historia de España”, cuenta a este periódico. Ese absurdo -y muchos otros- los cristaliza en La música no es lo más importante (Libros.com), una reflexión sobre cómo el conocimiento actúa a veces como un impedimento para disfrutar de la música -y cuando no, de la vida-. Cuestiona, además, a esos expertos en la crítica que lo gozan humillando al resto por sus gustos musicales -lo que no es, a su juicio, sino una forma de revalorizarse a sí mismos-.
Lo peor de las devociones es cuando se vuelven severas y nos convierten en auténticos “lisiados emocionales”, llevándonos a tratar mal a los demás o a ridiculizarlos por imponer nuestras preferencias: “En la adolescencia cogí cierto camino de la música que me resultó muy intenso y absorbente, pero luego, ya en la madurez, entendí que tomarte tan en serio la música y alienarte de esa manera te lleva a perder la perspectiva del mundo: la gente que se hace fuerte en ese mundillo es débil en todo lo demás”, sostiene Becerra.
Aquí laten suspicacias hacia las distinciones entre “cultura” y “entretenimiento”: “Esos conceptos que se crean para tomar distancia. Quien dice eso es el típico que lo que quiere decir es que cualquier grupo indie es cultura y que el reguetón es entretenimiento. No estoy muy de acuerdo con esas posturas, porque los Beatles, cuando empezaron, eran como el reguetón de hoy en día para los mayores. Frank Sinatra y los crooners oían a los Beatles… ¡o a Little Richard! y se llevaban las manos a la cabeza. Les parecía lascivo, histriónico; les parecía que desafiaba todo lo que se entendía por calidad musical”, expresa. “Es fácil despreciar lo que no entiendes”.
Arriba 'La Macarena'
A Becerra, ser padre le ha quitado más tonterías que ninguna otra cosa: ahora que sus hijos flipan con La Macarena, él se descubre bailándola encantando y siendo feliz con los suyos. ¿No va la música, al final de todo, de eso? Pero quién se lo iba a decir hace veinte años. “Todavía no puedo decirte que sea un temazo, pero llámame en cinco y te digo, porque ya no lo descarto”, sonríe.
Es el desprecio a lo popular. “Si hablamos de La barbacoa de Georgie Dann, parece más obvio, pero hablemos de Vetusta Morla: es un grupo que tiene odiadores profesionales que invierten demasiada energía en criticar a una banda, que, simplemente, no les gusta. Esto me hace pensar que en el fondo les gusta un poco y no lo quieren decir. Como cuando te gusta una persona que no te hace caso y empiezas a criticarla: quizás estás demasiado pendiente de ella”, guiña.
El riesgo, señala, es que la idea de “relacionarte en base a tus gustos musicales” supone una suerte de “oh, nosotros accedemos a un mundo que la mayoría de la gente desconoce”: “Así que uno abraza sus pequeños tesoros y se siente más sensible, más inteligente y sofisticado. Empiezas por ahí y acabas pensando que el resto de la gente son unos desgraciados ignorantes que no se han preocupado de escarbar y buscar los grupos que conoces tú. Es un arma arrojadiza y una forma de reafirmación personal que denota un montón de complejos, además, eminentemente masculina”, cuenta.
El crítico 'macho'
Dice Becerra que recuerda su primera cita con su mujer: ella hablaba de música y él trataba de colocar por encima sus propios gustos musicales para demostrar que sabía más que ella. “A ella le gustaba Oasis y yo decía que eran una copia barata de The Stone Rosas, que estaban recalentados, que tal. Menos mal que no me mandó al cuerno”, ríe. “Al tiempo, ya me dijo ‘mira, yo no escucho la música como tú: a mí algo me gusta o no me gusta, no voy a estar buscando justificaciones ni leyendo artículos para defenderme’. Y acabé yo disfrutando de Oasis”.
En cualquier caso, esboza Becerra, cree que este arquetipo del macho subidito que no acepta recomendaciones -porque sus filias estancas le hacen pertenecer prácticamente a una tribu social de la que no podría soportar emocionalmente salir- está ya venido abajo y pertenece más bien a su generación. “Tengo la impresión de que los chavales de ahora son más abiertos y eclécticos, igual escuchan a OT que a Lana del Rey o a Metallica. Eso en mi generación era imposible, no podías estar en dos bandos a la vez”.
Me gustas (irónicamente)
Hablemos de Camela como súmmum del “grupo que antes era sinónimo de populacho, de chabacanería y de bajeza pero que ahora se escucha entre los modernos de forma irónica”. ¿Cómo puede gustarle a uno algo de forma irónica?, le pregunto a Becerra. ¿Podemos disfrutar de una tarta de queso de forma irónica? Se ríe y dice estar de acuerdo.
“Es una estupidez, pero sucede mucho: Camela era un grupo despreciado -y mira que vendía-, pero ahora, en esta especie de recuperación, como empieza a ‘molar’, hay muchos que dicen que la disfrutan irónicamente, colocándolo siempre en el ‘petardeo’ y en la ‘horterada’. Hay una condescendencia de ‘a mí me gustan otras cosas, pero ahora voy a bajar momentáneamente el nivel’. Es un mecanismo psicológico para distinguirse de los fans de Camela de verdad. Y es, sin duda, algo muy clasista”.
Cree que este tipo de especímenes se están perdiendo “algo muy grande”: “Lo quieren todo, quieren disfrutar de un producto que consideran ‘de baja calidad’ y al mismo tiempo, mantener su estatus, no rebajarse al vulgo”, detalla. Le resulta curioso al autor que esté mal visto reírse abiertamente de otra persona por ser pobre, o por ser racializada, pero sin embargo se permite despreciar a alguien por tener menos cultura que uno, “y puede ir de la mano a veces”.
“Yo me crié en un barrio de clase trabajadora y lo que se escuchaba allí en aquella época eran Los Chichos, Los Chunguitos y a los heavys, y siempre han sido despreciados. Mira Barón Rojo, que seguramente es uno de los mejores grupos de rock de la historia de España -y que grabaron en Inglaterra, y que fueron teloneros de Iron Maiden, y que llenaban pabellones de deportes más que ningún grupo de la Movida-: nunca tocarán en el Primavera Sound. Han quedado menospreciados. Sin embargo, Motorhead no. Hay un clasismo bestial en la música”.
Estética, no ética
Esto no va de ética, sino de estética: “En mi generación marcaba mucho el haber podido estudiar en Inglaterra. Los que tenían dinero lo hacían: se iban a Brighton a gastos pagados y volvían con el rollo working class de los Smiths, pero era todo pose, porque de Estopa pasaban. Si quieres aplicar tu orgullo de clase, tienes ejemplos cercanos”, sostiene.
¿Por qué la izquierda nunca ha reivindicado a Estopa? “Siempre vi mucho interés en reivindicar cosas raras, no cosas que van al grano. Estopa habla directamente de la vida de un bar de extrarradio de Barcelona. Me acuerdo de un concierto que se dio hace años aquí, en una casa okupa de A Coruña, que hacían electrónica y querían denunciar el capitalismo y tal. ¡Proyectaron a oficinistas cabreados rompiendo ordenadores en plan Silicon Valley! Aquí no habíamos visto nada parecido nunca. Así vinieron a denunciar la presión laboral. Una desconexión...”, ríe.
Recuerda también cuando en su ciudad en 2015 ganó las elecciones Marea Atlántica -allí, equivalente a Podemos- y “aunque en cuestiones culturales hicieron muchas cosas bien”, se cargaron la programación que había dejado el PP para las fiestas de la ciudad, donde las contrataciones eran del estilo Miguel Bosé y Rosario Flores. Les pudo el molar y apostaron por “cultura de calidad”, estilo Caetano Veloso o Los Planetas. “Tiempo después, vi en un reportaje de 24 horas con el alcalde cómo la peluquera le decía: oye, y qué pasa con mi Miguel Bosé. ¡Eso era, totalmente! Ella era clase trabajadora, era su caladero de votantes y quería que la dejaran de rollos de Caetano Veloso. Quería a Miguel Bosé”.
Es un delirio que nos salpica a todos en algún momento, pero que acaba embarrando, sobre todo, a los críticos culturales enfadados, obstinados, señorones perdonavidas. ¡Gente que no baila! ¿Cómo pueden conocer, entonces, la canción desde dentro? Es más: ¿cómo pueden ser felices? ¿No es síntoma de inteligencia usar la música para que nos una en vez de para que nos separe? Lo explicaba maravillosamente un grafiti que se viralizó: “Algún día te arrepentirás de todas las cumbias que no bailaste por andar de rockerillo”. Pues amén.