En la muerte de la actriz Patricia Hitchcock, la hija única del genio oscuro
Alfred Hitchcock (1899-1980) no estuvo presente en el nacimiento de su única hija, Patricia Hitchcock O’Connell (1928-2021), fallecida el pasado lunes. Él mismo lo contó. En su casa londinense de Cromwell Road, recién terminada su octava película (Champagne), aguardaba con su esposa, Alma Reville (1899-1982), el momento del parto. La cosa se retrasaba. El director tuvo un ataque de pánico y salió por piernas sin decir nada a nadie. Cuando regresó varias horas después, la niña ya había nacido y él traía una pulsera de regalo para su mujer.
Este comportamiento, digamos que inaugural, del cineasta ha sido uno de los muchos hechos sobre los que Patricia Hitchcock estaba llamada a dar su versión, siempre en busca de escarbar en el proliferante lado oscuro del maestro del cine. Pero Pat, actriz y productora ocasional, muerto su padre en 1980, dedicó su vida a su propia familia -a su marido, Joseph O’Connell, empresario textil, y a sus tres hijas-, a gestionar la fabulosa herencia y el patrimonio cinematográfico del genio y a guardar silencio, excepción hecha de las anécdotas favorables que contó sobre sus progenitores y del libro que escribió sobre su madre con el escritor y documentalista Laurent Bouzereau en 2003: Alma Hitchcock. La mujer detrás del hombre.
Durante el rodaje de Los pájaros (1963), el fotógrafo franco-norteamericano Phillipe Halsman recibió el encargo de hacer unas fotografías promocionales de la película. Las hemos visto mil veces: cuervos sobre las manos y la cabeza del director y sobre su puro al morro…Halsman pasó varios días con el matrimonio Hitchcock en su casa hollywoodense de Bellagio Road. En el patio de esa mansión había un busto de Pat, y Halsman fotografió al director agarrando el busto por el cuello con las dos manos.
Donald Spoto, en su libro Las damas de Hitchcock (2008), lo tiene claro: Hitchcock, busto mediante, estaba estrangulando a su hija. Spoto no sólo recuerda que Hitchcock solía bromear ante sus amigos haciendo demostraciones de cómo era posible estrangular a una mujer con una sola mano, sino que se molesta en contar en cuántas de sus películas hay estrangulamientos o conatos de estrangulamientos: le salen dieciocho, y no son todas.
Halsman, por alusiones, fue también el autor de esa célebre foto en la que Alma Reville sostiene con aprensión una fuente con un asado ante la puerta abierta de su frigorífico, lo cual permite ver en su interior una cabeza de tamaño natural de su marido.
Tres películas con su padre
Los estrangulamientos, los reales y los fingidos -aunque con trazas de acabar mal-, son muy importantes en Extraños en un tren (1951), el mejor papel en la breve carrera de Pat como actriz. Pat Hitchcock quiso ser actriz desde pequeña. Sus padres no alentaron su propósito, pero accedieron a que estudiara arte dramático en Londres y a que, siendo adolescente, interviniera en tres obras teatrales de Broadway que no tuvieron éxito.
Su padre, según dijo ella, no era nada partidario del nepotismo y rechazaba sistemáticamente –“no es adecuada”, sentenciaba- las sugerencias de su entorno para que interpretara pequeños papeles en sus películas. Pero, además de en diez episodios de la serie televisiva Alfred Hitchcock presenta (1955-1960) y en Extraños en un tren, Pat interpretó dos cortos papeles en Pánico en la escena (1950) y en Psicosis (1960).
En Pánico en la escena, Pat fue una compañera de clase de arte dramático de Jane Wyman, protagonista de la película con Marlene Dietrich. Hitchcock hizo que su personaje se llamara Chubby (“regordeta”, en inglés) y, por su parecido con Wyman, le pidió que la doblara en escenas de conducción peligrosas. A las dos cosas, los periodistas le sacaron partido.
También a su papel en Psicosis, al principio de la película, como la compañera de oficina de la muy pronto asesinada en la ducha Marion Crane (Janet Leigh), a la que ofrece ansiolíticos. Un cliente coquetea con la atractiva Marion, y Pat, gordita y poco agraciada de joven, le dice a su amiga: “Conmigo no lo ha intentado porque se ha fijado en mi anillo de casada”. "¡Humor de Hitchcock a costa de su hija!", se dijo.
La manía de las gafas
En Extraños en un tren, Pat Hitchcock es Bárbara, la hermana menor de la adúltera Anne (Ruth Roman), que desea casarse con el campeón de tenis Guy (Farley Granger), conminado por un pacto que no quiere cumplir a matar al padre de Bruno (Robert Walker), el desconocido psicópata que lo ha abordado en un tren y que ya ha cumplido con su parte del acuerdo: ha estrangulado en un parque de atracciones a Miriam, la promiscua esposa del deportista. Bárbara, muy aficionada a las historias de crímenes, simpatiza mucho con el novio de su hermana y llega a facilitar su huida de la policía cuando está en situación de principal sospechoso del asesinato de su mujer.
Pat Hitchcock bordó su personaje de arriesgada metomentodo y celestina de su hermana, y nos ha quedado su rostro aterrorizado cuando contempla, precisamente, cómo Bruno, que se ha presentado en una fiesta que se celebra en su casa, está a punto de estrangular medio en broma -en apariencia- a una invitada.
Cualquier gesto o anécdota de Hitchcock, dentro y fuera de la pantalla, ha sido sometido por sus biógrafos a una interpretación psicoanalítica encaminada al peor pronóstico. En esta ocasión, se especuló sobre el hecho de que Bruno no deja de mirar a Bárbara -o sea, a Pat- mientras amaga con estrangular a la dama, lo cual se debe, presuntamente, al parecido físico entre Bárbara y la ya finiquitada Miriam, la mujer de Guy.
Ese parecido físico, bastante remoto, se logró en parte imponiendo a las dos actrices el uso de sendos pares de gafas. Laura Elliot (Miriam) declararía que no veía tres en un burro y que pasó todo un calvario durante el rodaje a cuenta de las mareantes gafas, sin que sepamos por qué Hitchcock no aceptó que llevara cristales sin graduar. Pero Donald Spoto, en el mencionado libro, ha contado que Hitchcock impuso a sus actrices -de Joan Fontaine a Ingrid Bergman, y a otras- el uso parcial o completo de gafas en al menos siete películas.
Las gafas avejentan o afean, según, ocultan (cuando se usan) o desvelan (cuando se retiran), como las máscaras. Sin embargo, Spoto concluye con que Hitchcock era también un fetichista de las gafas, pues su secretaria declaró que el director le obligaba a llevar gafas y luego le decía que se las quitara. Alma Reville usaba gafas.
El sadismo del director
En Extraños en un tren ocurrió otro pequeño suceso con Pat que ha sido contado de varias maneras en orden a demostrar el nunca desmentido sadismo de Hitchcock, tan obvio en sus películas. El director desafió a su hija a que se subiera a la noria del parque de atracciones donde se rodó el asesinato de Miriam y la terrible escena final de los caballitos en la que muere Bruno.
Se supone que la chica tenía miedo, y Hitchcock le prometió 100 dólares si se montaba en la noria. Pat se montó y, cuando estaba arriba del todo en su cabina, Hitchcock paró la noria, la dejó colgada en las alturas, apagó la luz de las instalaciones, se largó y no volvió hasta pasada una hora a rescatarla.
La fallecida Pat Hitchcock, las escasas veces que se puso a tiro de los periodistas, tenía que encarar esta clase de anécdotas. Pat dijo que este episodio sucedió, en efecto, pero que ella subió a la noria acompañada de otras personas, que no permanecieron en lo alto más allá de tres minutos y que, en cualquier caso, lo peor no fue eso, sino que su padre nunca le dio los cien dólares prometidos.
Y todo esto no es nada comparado con todo lo que Pat Hitchcock tuvo que oír y leer sobre el documentado acoso sexual de su padre a la actriz Tippi Hedren -en los rodajes de Los pájaros y Marnie, la ladrona (1964)- y a otras actrices que, finalmente, contaron experiencias similares. También sobre su glotonería y obesidad mórbida y sobre su alcoholismo, sobre su afición a gastar bromas pesadas y crueles y a decir obscenidades al oído de las mujeres y sobre sus frecuentes ataques de ira.
Todo eso no está, claro, en el imprescindible libro de entrevistas de François Truffaut, El cine según Hitchcock (1966), pero inunda y desborda el contenido de las dos biografías principales del director de Vértigo (1958): Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio (1983), de Donald Spoto, y Hitchcock. Una vida de luces y sombras (2003), de Patrick McGilligan, escritores que se han enzarzado el uno contra el otro en sus libros a cuenta de sus diferentes relatos -en gran parte coincidentes, por lo demás- sobre el director. Pat Hitchcock, según se ocupa de contar McGilligan, rechazó el libro de Spoto porque “le dio la vuelta a los hechos que expone”.
Sólo dos mujeres
McGilligan, más condescendiente o piadoso con el director, fue, sin embargo, quien tajantemente afirmó en su biografía que Hitchcock era impotente, citando sus propias declaraciones de que era “casto” y “célibe”, retomando la historia de que tardó un año en consumar su matrimonio con “la pequeña” Alma Reville y calculando exactamente la fecha en la que Pat hubo de ser engendrada al primer y único intento logrado.
Todos los comportamientos y visiones de Hitchcock con las mujeres se derivarían, según este supuesto, de su frustración sexual y de su gordura y fealdad -llegó a pesar 150 kilos, papada incluida-, que no atraían al sexo opuesto, lo cual le producía profundos trastornos.
McGilligan, en su biografía, se pregunta cómo sobrellevaba todo esto Alma Reville, privada presuntamente de una vida sexual normal, y se esfuerza en documentar la hipótesis de que la esposa de Hitchcock tuvo, al menos, una duradera relación sentimental con Whitfield Cook, guionista, precisamente, de Pánico en la escena y Extraños en un tren, relación que Spoto se apresuró a negar en Las damas de Hitchcock.
En contrapartida, y como todo cabía en el pandemonio de especulaciones que suscitaba la perversa y morbosa temática de muchas películas de Hitchcock, en Hollywood se dijo que el director británico tenía como amante a la bella e inteligentísima Joan Harrison, íntima amiga de Alma, a la que llevó a Estados Unidos como asistente y que fue nada menos que su coguionista en películas como Posada Jamaica (1939), Rebeca (1940), Enviado especial (1940) -fue nominada al Oscar por estas dos últimas- , Sospecha (1941) y Sabotaje (1942).
Harrison, que convivía y viajaba con la familia Hitchcock, fue una mujer de gran talento, que luego se convirtió en una de las tres únicas y primeras productoras de Hollywood en los años 40 y estuvo casada de por vida con el célebre escritor de novelas policíacas Eric Ambler. Hitchcock dijo en una ocasión: “Sólo ha habido dos mujeres con las que me habría podido casar: Alma, con la que me casé, y Joan, con la que no”.
Elogio de Alma Reville
En todo este barrizal chapoteaban los periodistas y escritores que merodeaban a Pat Hitchcock desde la muerte de su padre y la aparición de la biografía de Spoto. Pero Pat, de excelente y amable carácter, no quería saber nada, llevaba una vida familiar discreta y retirada, se ocupaba de gestionar el legado del genio y, si acaso, se limitaba a recordar anécdotas encantadoras de cuando acompañaba a sus padres a misa, salían a restaurantes y teatros o viajaban tan ricamente juntos por Europa.
Una vez que dijo que no estuvo muy contenta en el internado donde pasó dos años de niña, ya le sacaron punta al asunto: ¡abandonada! También cuando contó que su padre la visitaba en su cuarto por la noche cuando estaba dormida y le pintaba la cara, pretendiendo que la niña se asustara a la mañana siguiente al ver su rostro irreconocible en el espejo del baño.
El caso es que Pat, cuando se propuso escribir un libro, lo escribió sobre su madre, aunque también, como es lógico, hablaba mucho de su padre. El libro es muy hagiográfico, y Pat sostiene algo indudable: que la carrera de su padre habría sido imposible sin su madre, cuyas recetas incluye al final. ¿Una reivindicación de Alma Reville, la mujer que estuvo detrás -según el subtítulo- del hombre y del genio? Seguro.
Alma Reville apoyó, controló y dirigió no sólo todos los asuntos personales y la vida cotidiana de Hitchcock, sino también los profesionales. Puede que el gran público no lo sepa, pero, desde luego, todos los críticos, historiadores y cinéfilos saben que la “pequeña” Alma fue, sucesiva o simultáneamente, montadora, ayudante de dirección, script, supervisora de continuidad, adaptadora a la pantalla de los argumentos procedentes de novelas y coguionista principal de, al menos, ocho películas de Hitchcock, incluyendo algunas tan importantes como la citada Sospecha, 39 escalones (1935) y La sombra de una duda (1943). Además, Hitchcock le consultaba y le pedía opiniones e ideas sobre todo lo relativo a sus películas y Alma, se las pidiera o no, se las daba.
En su última aparición pública, al recibir durante una cena el homenaje del American Film Institute, meses antes de morir, un Hitchcock muy enfermo, abotargado, adormecido, balbuciente y tambaleante hizo un amplio elogio de “la mujer que está sentada a mi lado”, su esposa durante 54 años. Dijo que Alma Reville había sido la mejor esposa, madre, montadora, guionista y… cocinera. Alma, según Pat, estaba “feliz como una almeja”. Pero también enferma. No llegó a enterarse de la muerte de su marido, a quien sobrevivió sólo dos años. Pat Hitchcock contó que, cuando su madre recibía visitas poco antes de su muerte, solía decirles: “Alfred está en el estudio. No os preocupéis, volverá pronto”.