Muñoz Molina: "Menos mal que el himno de España no tiene letra: la música desata pasiones"
"Quisiera que la economía española dependiera menos de los bares y que los toros fuesen desapareciendo" / "No puedo tener nostalgia de la España que se burlaba del débil o que lanzaba piropos repugnantes a las mujeres" / "Hay virajes sanos: de joven yo era antifranquista pero no demócrata, ahora sí lo soy".
11 septiembre, 2021 02:50Noticias relacionadas
Una vez quiso ser autor de obras de teatro de agitación política: a los dieciséis años, los tentaculitos de la dictadura ya le chaparon una pieza con vocación subversiva que iban a interpretar sus amigos, un poco de andar por casa, y eso le hizo sonreír. La primera manifestación de su vida fue en protesta por el fusilamiento de Salvador Puig Antich y a los veinte minutos estaba preso y esposado: eso le quitó las ganas de militar clandestinamente en el Partido Comunista.
Dice que su tendencia natural es “al miedo”. Dice que fue un niño sin fuerza, sin sangre, un poco raro, escasamente varonil. Le inquietaba la brutalidad lúdica de esa España avinagrada en la que creció: las pedradas, las peleas entre muchachos, las corridas de toros, la burla al débil o el piropo a la mujer, que en su época eran sinónimos de vida alegre, de distensión, de cachondeo, de participación activa, digamos, en la vía pública.
Su educación sentimental se forjó escuchando la radio de crío: aquellas coplillas de Lola Flores, de Juanito Valderrama, de Antonio Molina, de Joselito. Luego leyó a Julio Verne, a Mark Twain, a Stevenson, a Agatha Christie, a Dumas. Más tarde llegó Cervantes. Llegó Bécquer. Llegó García Lorca. Al que más quiere hoy es a Machado. Su amigo más viejo, Galdós.
La verdad es que a Antonio Muñoz Molina, el chiquillo jienense que nació en una buhardilla, ya se le está poniendo cara de sabio, y uno sabe que una cara es un destino. Hay algo plácido y amable y dadivoso en su gesto templado, hay una paz insuperable en la risa tímida, casi aniñada -sin aspavientos, sin histerias- que le ha sobrevivido a través de las décadas, de las conquistas, de la escritura y la experiencia. Nunca un académico fue tan campesino, nunca un campesino fue tan académico. Qué erudición tan generosa. Qué inteligencia sin vanidades.
Mezcla Antonio, digamos, lo mejor del barrio y lo mejor de la biblioteca: él ama lo que puede pasear, él quiere comprar en el mercado la carne y la fruta, él practica concienzudamente una austeridad elegante que le imprime trazas -tras el tintineo de las gafas, tras la barba inmensa y cana- de anacoreta, de caminante budista, de buen tipo sin deseos estrafalarios que quiere vivir con lo mínimo y que está a un cuarto de hora de levitar.
Ahora publica Volver a dónde (Seix Barral), un ensayo hermoso que arrancó a escribir en la confusión del confinamiento y en la despedida de un viejo mundo. Al hacer el recuento de pérdidas y glorias -ajenas y propias- del último siglo, acaba activando el ojo de la nuca y entreverándose en sus lejanísimos recuerdos, en una historia íntima y familiar de esta España tan querida y esquizofrénica, tan dolorosa y hambrienta y áspera y pizpireta y tantas veces noble. Muñoz Molina escribe desde que tiene memoria. Y sobre todo, escribe porque tiene memoria.
¿Qué sabe Muñoz Molina de la vida que no sabía antes del confinamiento, antes de ese momento inédito en el que todo se detiene, en el que el tiempo se para como en Big Fish?
Una cosa que sabemos casi todos, que es que se puede vivir bien con mucho menos. Hemos vivido con restricciones tremendas y difíciles de sobrellevar, perdimos el contacto con nuestras personas queridas, limitamos nuestros movimientos, nuestros viajes, nuestra vida social, nuestra gastos. Ah: concentrarte en cocinar y en arreglarte con las cosas que tienes en casa. Eso me pareció importante. Ocuparte de tu barrio, concentrarte en el mundo que dominas caminando: eso es una lección crucial.
Claro que no quiero vivir así permanentemente ni mucho menos, pero creo que las cosas se pueden hacer de manera menos agobiante, menos angustiosa y menos despilfarradora de recursos. Hace unos meses hubo un acto en la Feria del Libro de Moscú y yo tenía que acudir, ¿no? En circunstancias normales habría ido a Moscú, cosa que es una complicación enorme, pero hice un zoom y quedó estupendamente, y yo pensaba “en fin…”. Hay cosas superfluas que no te añaden nada.
En esta época en la que hemos distinguido lo necesario de lo accesorio, ¿qué es lo estrictamente necesario para usted, Antonio, no sólo para sobrevivir, sino para ser moderadamente feliz?
Es saber que las personas que quiero están bien, el círculo de personas que son muy importantes para mí, mi familia… que no estén enfermos, que no tengan sobresaltos, que no estén sufriendo. Hay una cosa que creo que a todos los seres humanos nos produce tristeza y es no poder evitar el sufrimiento de nuestros hijos. No podemos evitar que nuestro hijo o hija sufra… por disgustos amorosos, qué sé yo…
Mire que son terroríficos, ¿eh? Se pone uno enfermo de verdad.
Así es. Por eso necesito que vivan plácidamente. Y necesito tener la sensación de que tengo tiempo, de que no voy corriendo de una cosa a la otra. Hacer ejercicio me hace mucho bien. Venirme aquí al Retiro y correr a las ocho de la mañana…
No sabía yo que había escritores runners.
¿Por qué no?
No sé, quizá no me lo cuentan.
(Ríe). Pues los hay, ¿eh? Y a mí me gusta correr, me gusta ir en bicicleta, me gusta tener tiempo para perderlo, para ir al mercado a comprar cosas e irme a mi casa y hacer la comida con mi mujer. Eso me da muchas alegrías.
¿Le reconocen a usted en el mercado, le asalta la gente?
Me saludan a veces, sí. Pero las personas que saludan a un escritor son muy educadas, en general. Hace poco estaba en la frutería y una señora me dice “¡anda, un escritor en una frutería!”.
Como “ha aterrizado de sus mundos, está aquí”.
Sí. Y eso que yo siempre he disfrutado mucho de la vida de barrio, de la ciudad del cuarto de hora, en la que puedes vivir e ir a pie a los sitios importantes. Los sitios importantes son el sitio en el que compras el pan o en el que compras el café. Esa vida es sostenible y saludable y no tienes que coger el coche e irte a un centro comercial… yo diría que eso tiene valor político. Cuando he vivido en sitios donde no se puede ir a pie es horrible, me ha pasado en EEUU, fuera de Manhattan. En Los Ángeles me sentí angustiado completamente porque no sabía relacionarme con el espacio.
Describe el presente inmediato en esta obra y dice que eso le parece, además de un “desafío literario”, un “deber cívico”. ¿Cree usted que los escritores tienen algún tipo de responsabilidad política, de responsabilidad social; son de alguna manera cronistas distintos de una época?
Un escritor, como ciudadano, puede elegir sus compromisos. Hay escritores que se han comprometido mucho políticamente, han tenido actividad política… y hay otros que han huido del tema. Bueno, no es una responsabilidad exclusiva: todos los que nos dedicamos a contar el mundo, estamos tú y yo en ese campo, todos los que escribimos y contamos la realidad de algún modo, tenemos una responsabilidad ética, y es la de ser lo más fieles que podamos a la verdad. No difundir bulos, no contar cosas que son falsas. Eso es profesional y también es político. Para tener opiniones políticas razonables y no disparatadas tienes que basarte en hechos comprobados. Yo ejerzo una libertad radical, sobre todo, cuando escribo ficción y digo lo que me da la gana. Es un derecho que tengo, o que tiene otra persona.
En las columnas también se suelta usted.
Sí. Las columnas te disciplinan, te fuerzan a eso, a fijarte.
En este libro reconstruye una memoria íntima y familiar. ¿Qué aprendió usted de la España campesina, cuáles eran sus verdades, sus valores, y cuáles se nos han extraviado por el camino?
Hay algo importante y es el valor del trabajo bien hecho. En el caso de la vida campesina que yo conocía, claro, que era la vida de la huerta. No era lo mismo un jornalero en esa época, al que no pagaban nada por segar durante todo el día, que un hortelano, como mi padre. Él tenía su tierra y era un trabajo muy duro, pero era suyo. Cuando era niño y adolescente me daba mucha rabia lo de “esto tienes que hacerlo bien, tienes que hacerlo lo mejor que se pueda”. Yo quería ser chapucero, quería hacerlo rápido y acabar…
Nos costó a los jóvenes, cuando éramos jóvenes, entender lo de la cultura del sacrificio.
¡Claro! Además, dejando aparte su utilidad, lo de hacer bien un trabajo es algo extraordinario y fue una lección que no he olvidado nunca. Ahora me pongo delante de una página y la estudio frase por frase. Tengo que asegurarme de que está bien, de que lo que voy a dar a leer está lo más cuidado que puede estar, para que no haya palabras innecesarias, vulgaridades… yo escribo con cuidado artesanal.
Es hermoso eso que usted dice, sobre todo cuando ha tenido tanto prestigio intelectual la cuestión del anarquismo y de la abolición del trabajo. Siempre nos sonó encantador, bohemio…
Mira, pues Juan Ramón Jiménez tiene una conferencia maravillosa que se llama El trabajo gustoso. Ahí habla de los artesanos de su pueblo, de Moguer, y es algo extraordinario, algo que ennoblece a quien lo hace, y además es útil para la comunidad. Hay algo sobrio ahí, algo que me gusta. El sentido de la sobriedad tiene que ver con la escasez de medios, eso también lo aprendí del campo. La conciencia de que las cosas tienen que ser aprovechadas al máximo. Como no despilfarrar agua al regar. Esa lección hoy es más pertinente que nunca.
Pero advierte usted también de que no quiere caer en trampas de la nostalgia, no quiere dulcificar las viejas épocas. Es consciente de que los años más felices de su vida, los años de la infancia y la adolescencia, en el fondo se desarrollaron bajo una dictadura.
Sí. Es que no podemos dejarnos engañar. Era una sociedad y un mundo en el que estaban muy presentes el abuso, la explotación, la desigualdad, la crueldad…
El despotismo.
Sí. El despotismo y sus jerarquías. El poder de los padres sobre los hijos, el poder de los varones sobre las mujeres. Había tal falta de respeto, tal falta de sensibilidad ante el sufrimiento de los débiles, de las personas con discapacidades… había tal burla cruel hacia el vulnerable, hacia el cojo, hacia el niño débil. Ese mundo de indiferencias me alegra que haya desaparecido y que no quede rastro. No me quiero poner amarillento, no me quiero poner nostálgico. Yo tengo nostalgia del amor que me daban mis padres cuando era niño, pero no de un mundo en el que mi madre no tenía ningún derecho. No podía trabajar fuera, tenía que lavar con agua helada al amanecer antes de irse a trabajar al campo. Me alegro mucho de que llegara la lavadora. El agua corriente a las casas…
Qué cosas, Antonio.
Parece sorprendente, pero eso yo lo viví. Mucho cuidado con la nostalgia. Nadie que haya vivido en el mundo rural lo idealiza. Se perdieron algunos cultivos específicos, sí, ciertas frutas y hortalizas adaptadas al terreno, cosas que ahora valen mucho dinero. Había mucha pobreza.
Y mucho machismo.
Sin duda. Los niños varones nos educábamos separados de las niñas. La primera vez que yo fui a una clase mixta tenía quince años y llegué asustado y torpe. Era tremendo el modo en el que un homosexual era un proscrito. Era tremendo el autoritarismo de cualquier funcionario. Cuando mis padres iban al colegio a firmar algún papel o algo, los trataban a patadas. Los curas dominaban las conciencias y en los niños que tenían siete años ya nos sembraban las ideas del pecado y del infierno. ¿No es terrible? “Como hagas un pecado mortal vas al infierno”. Esto a un niño de siete años. Suerte que el ser humano tiene recursos para sobrevivir intelectualmente.
Bastante bien han salido ustedes.
(Ríe). Creo que hemos aprendido mucho. Sobre todo en las relaciones con las mujeres.
¿Se acuerda usted de su relación con su primera novia? ¿Fue novia de la infancia?
Mi primera novia fue mi primera mujer. Ahí empecé a aprender lo que era una relación igualitaria, pero era muy complicado…
Y justo usted era bienintencionado, pero cuántos habría que no estuvieran interesados en tener una relación horizontal.
Hay algunos que han tenido menos sensibilidad. Yo era un niño un poco raro, parecía que era poco varonil. No tenía fuerza, no tenía sangre, como decía mi padre. Me producía mucho desagrado la brutalidad de los juegos, era un niño muy sensible. Veía esas pedradas y me descomponía. Recuerdo imágenes pavorosas, como la de un grupo de zagales acosando a una persona con discapacidad mental. ¡Eso no era normal! O los piropos repugnantes a las mujeres. ¿Qué nostalgia puedo tener de esa España? ¡Borrada! ¡Adiós!
¿Qué ha aprendido usted del amor y del sexo desde entonces?
La idea profunda de la igualdad. La presencia de las mujeres en todos los aspectos de la vida. Además te das cuenta de que son cosas tan capilares… uno tiene prejuicios y no sabe que los tiene, esto es así. Yo era muy progre, en la universidad era muy contestatario, y antifranquista y todo eso, pero cuando estaba en mi casa en vacaciones me levantaba por la mañana y eran mi madre y mi hermana la que me hacían la cama, y no se me ocurría ayudar a quitar la mesa. Era lo que se veía. Era natural. Una cosa que había que ya no es natural eran los mundos en los que sólo hay hombres, que es una cosa que yo, cuando estaba en el ejército… veía preocupante. Es peligroso que haya muchos hombres solos. Insalubre.
Menos mal que abolieron la mili. Pero persisten esas manadas, ahora que hemos resignificado la palabra…
Era mucho peor aún de lo que parecía.
Hemos hablado del peligro de la nostalgia. Ahora ese debate está muy abierto a consecuencia del libro de Ana Iris Simón, Feria. España divididísima. Sabe usted que su tesis se basa en que su generación -nuestra generación, en verdad- vive peor que la de sus padres. ¿Está de acuerdo? ¿Esa nostalgia es falangismo, como dicen algunos, es Voxismo?
No voy a calificar nada de eso (ríe). Lo que sí te digo con una experiencia antigua y probablemente más amplia que la de esta mujer, es que no se vivía mejor antes. Antes viviría mejor quien tuviera muchos privilegios. Pero una persona trabajadora, una persona débil, o de algún modo desprotegida, no vivía mejor.
¿Ni siquiera esta última generación? Me refiero, la de sus padres y la de ella, que tiene 30 años. Es cierto que ahora tenemos una burbuja inmobiliaria tenebrosa, la locura del precio de la luz, la incorporación tardía al mundo laboral, el ser niños hasta muy tarde… todos esos factores de infantilización…
Sí, eso no quiere decir que no se reconozcan las injusticias que hay ahora. Pero reconocer las injusticias del presente no quiere decir que tengamos que refugiarnos en las añoranzas del pasado. Yo no quiero que haya injusticias, no porque antes fuera mejor, sino porque quiero que ahora no sea malo.
¿Qué heridas le dejó a su familia y a usted la guerra y el franquismo?
La herida fundamental es la herida del atraso y de la pobreza. Hay una cosa literal y que en la vida de mis padres fue determinante, y es que los dos dejaron la escuela muy pequeños, mi padre cuando tenía ocho años y mi madre con seis. Empezaron a ir a la escuela que se había fundado rápidamente en el periodo republicano y mi madre empezó a ir a una escuela mixta de niños y niñas y cuando terminó la guerra, eso se acabó. Aquella posibilidad de defender los derechos civiles, los derechos sociales… desapareció.
Es una huella bastante clara. Pienso en el atraso al que quedó condenada mi tierra. Esas zonas de interiores de España fueron muy castigadas por la pobreza. El hambre que pasó la gente en los años cuarenta. Esas son heridas de las que ellos no se han repuesto. No podían. Han tenido una mala suerte histórica… mi madre vio a mi padre volver de un campo de concentración convertido en un esqueleto, ¿sabes?
¿Y cómo le afectó eso a usted como joven militante? ¿Eso forjó su conciencia política?
Mis personas mayores no querían hablar. No querían que tú te significaras. “Tú no te señales”. Ellos habían visto lo que les había pasado a mucha gente por haber hablado, por haberse destacado por su militancia o lo que fuera… de pronto, que mis amigos y yo tuviéramos ideas de rebeldía les provocaba pavor. Nos reñían por eso. Cuando llegó la democracia, votaron lo mismo que habían votado. El mapa electoral del 77 en Jaén fue asombrosamente igual al del año 36 (ríe). Pero durante la dictadura, e incluso al final, ellos tenían un miedo y una cautela tremenda. Eso no quiere decir que no hablaran, contaban muchas cosas entre ellos, pero a nosotros, sus hijos, nos metían el miedo en el cuerpo.
¿Sigue siendo usted de izquierdas?
Yo sí.
Lo decía por aquello de Gil de Biedma: “Sigo siendo de izquierdas, y a veces, incluso en las noches, ejerzo, ejerzo, ejerzo…”.
(Ríe). Es cierto. Pero mira, habría que definir también lo que es la izquierda. Yo me considero socialdemócrata. ¿Eso qué quiere decir? Que defiendo la idea de la justicia social, de la igualdad entre las personas, de los servicios públicos fundamentales… pero también las libertades individuales radicales, el imperio de la ley y los procedimientos democráticos estrictos. No admito ninguna trampa contra la democracia en nombre de la justicia, ¿sabes? No tengo la menor tentación populista ni autoritaria. Creo en la separación de poderes.
Todo lo que era sólido.
Ajá, sí, sí, sí. Todas esas cosas. No es una especulación utópica, es algo normal en toda Europa, en Escandinavia, en Alemania, en Holanda, hasta cierto punto. En ese sentido me considero de izquierdas. Lo que no voy a hacer es celebrar una dictadura porque parezca que se ejerce en nombre de la izquierda. No. No voy a tener más paciencia, o más simpatía, ¿cómo se dice…?
Más manga ancha.
Eso. No voy a tener más manga ancha hacia un régimen tiránico porque se presente como defensor de la justicia, como el régimen de Cuba o de Venezuela. La igualdad, el principio de legalidad, la transparencia y la libertad de expresión son innegociables.
¿Es mito o realidad eso de que los intelectuales de nuestro país fueron, de jóvenes, buenos antifranquistas, y ahora han virado a lo loco hacia la extrema derecha? ¿Es eso cierto, que los años le hacen a uno de derechas?
(Ríe). Hay virajes que están bien, ojo. Te voy a decir una cosa: yo, cuando era joven, no era demócrata. Era antifranquista pero no era demócrata.
¡Oh!
Oh, sí. Muchos de nosotros no éramos demócratas. Estábamos contra Franco pero no estábamos con la democracia. Pensábamos que la democracia formal o burguesa, como la llamábamos, era una pamplina, una forma de dominación capitalista. Nosotros pensábamos que la República Democrática Alemana era más democrática que la República Federal Alemana.
Vicios púberes de los chavales.
No, no eran vicios de la juventud, había gente mayor que también lo pensaba así. La izquierda española tenía una conexión muy grande con el movimiento comunista y con la Unión Soviética. En el movimiento comunista había una parte de gente heroica, luchadores admirables, pero había también unas ideas que no eran democráticas. Yo no era demócrata en el sentido en el que lo soy ahora.
Quizá su viraje ha sido hacia el sentido común, pero yo me refería a gente, a escritores españoles, que venían de allá y ahora simpatizan con Vox. Un viajazo y no de LSD.
(Ríe). Es más fácil pasar de un fanatismo a otro que del fanatismo a la tolerancia. Yo recuerdo a finales de los años setenta que en Granada, donde yo vivía, había mucha gente que pasó de la extrema izquierda a un islam muy estricto. Había mujeres que había conocido en asambleas, muy militantes… y las veía con el pañuelo y con la barriga, pariendo múltiples hijos.
¿Qué le parece a usted que se reinaugure la placa de Millán Astray y que quiten la de la maestra republicana Justa Freire?
Son cosas realmente innecesarias. Acuérdate cuando el año pasado, en la segunda o tercera ola, se aprovechó para quitar la placa de Largo Caballero y de Indalecio Prieto. Yo creo que son ganas de chinchar. De crear bronca. A mí me molesta mucho. Y me molesta mucho que parezca que somos incapaces de llegar a una concordia en la memoria democrática. Me parece muy doloroso, pero qué le vamos a hacer. Son ganas de crear broncas artificiales y no sirven para nada. Sólo sirve para marcar una diferencia, para agriar el debate político y para entretenernos cuando hacen falta debates muy serios.
¿Qué es España para usted? ¿Tiene algo de verdad esa caricatura de país de puticlubs, de machos ibéricos y toros? Sobre los que usted, además, ha manifestado numerosas veces su repulsa.
Algo hay (ríe). Algo hay de esa caricatura.
¡Algo tendrá el agua cuando la bendicen!
Pero esa caricatura también es injusta en la medida en la que es un país que ha establecido una democracia bastante sólida en el interior de la UE. Y oye, los índices de calidad señalan que nuestra democracia no es de las peores. Es un país en el que se ha avanzado muchísimo en la igualdad entre hombres y mujeres, en la tolerancia. Fue uno de los primeros países en los que hubo derecho al matrimonio homosexual sin polémica casi: porque yo recuerdo en Francia las manifestaciones que había en contra de eso… ¡ah, Francia, Francia…! Pues mira. Y España en el momento de la vacuna ha hecho un trabajo de mucha calidad.
Claro que hay cosas de mi país que me enfadan y me ponen triste, pero procuro no ser injusto, sobre todo con la gente, porque hay mucha gente en España que actúa de una manera muy digna y que en pandemia se ha portado admirablemente. Claro que hay irresponsables y hay tontos del culo, como en todas partes, pero no es una caricatura.
A mí me gustaría que la economía española dependiera menos de los bares, del turismo de masas, y más del conocimiento. Y me gustaría que los toros fueran desapareciendo. Cualquier forma de barbarie. No creo que España sea un mal país. No hay más corruptos ni más incompetentes que en otro. Yo he visto a esta sociedad ser intolerante y volverse bastante tolerante. Me parece importante tener una visión lo más serena posible y lo más detallada de las cosas.
¿Qué siente hacia conceptos como “patria” o “matria”? No sé si “matria” le parece un concepto más agradable, quizás porque lo usó Borges, que eso ayuda.
Son palabras. No es una cosa que me quite el sueño. Siento lealtad democrática hacia España, pero no necesito reivindicar los Tercios de Flandes ni la conquista de México, ni nada de eso.
Recuerdo una columna suya durante el confinamiento, cuando se le colocó una manifestación de pitidos y caceroladas debajo de casa de la extrema derecha. Escribía usted que el mayor problema de estas gentes, que diría Julio Iglesias, es que no tuvieran himno.
Sí, es que yo escuchaba varias canciones por ahí.. “Que viva España”, de Manolo Escobar, ésta y la otra… y no cuajaban. Eso es bueno, ¿eh? Está bien que no tengamos un gran himno.
Así no coagula…
Eso es. Mi abuelo tenía una cosa, y es que le hacían llorar todos los himnos. Lo mismo lloraba con la Internacional que con el Cara al sol. Están hechos para eso, incluso sabes que muchos han pasado de un bando a otro. El Montañas nevadas procedía de un himno anarquista y lo tomaron los nazis. Pero me alegro. Cuanta menos emoción esté relacionada con la política, mejor. Cuidado con la música (ríe). La música desata pasiones muy primitivas. Cuando dicen “no, es que el himno de España no tiene letra…”. Mejor, mejor que no tenga. Menos mal que no tiene. Vamos a dejarlo como está.
¿Qué leía usted antes y qué lee ahora? ¿Algún mito caído?
Me gusta mucho menos que antes Philip Roth.
¿Se le ha deshinchado?
Sí. Lo veo demasiado masculino, demasiado pagado de sí mismo. Esta vanidad… en libros suyos que antes me gustaban mucho, ahora veo un exceso de narcisismo y de testosterona. He releído muchas cosas que me han gustado, como los Episodios nacionales. En la última serie son todavía mejores de lo que recordaba. Ahora estoy leyendo Anna Karenina. Hay una escritora portuguesa fabulosa, Isabela Figueiredo. Cuadernos de memoria coloniales. Ella nació en los setenta en Mozambique y cuenta su salida de la infancia en conexión con el final de los colonialismos, centrándose en la figura de su padre. Para mí el escritor español más completo es Pérez Galdós, es el más intenso y más sólido. Y en poesía, Antonio Machado.
¿A quién haría usted ministro o ministra de Cultura?
A mi mujer (sonríe). Ella habría sido una buena ministra de Cultura. Su nombre sonó en algún momento, le propusieron en un principio ser ministra de Cultura… aunque parezca un poco embarazoso que lo diga yo, estoy convencido de que lo habría hecho bien. Luego es que España es un país tan áspero… el precio que pagas es desmesurado. Mira a la pobre Sinde, que hizo cosas que estuvieron muy bien. Cómo la dejaron sola. Ya no cómo la atacaron, sino cómo los que tenían que defenderla la dejaron sola.
Un poquito cainita este país, Antonio. Tenemos nuestras cosas…
Sí, pero ya te digo que hay que ser mesurado. La gente dice “es que en España hay una relación muy difícil con el pasado”. ¿Y en EEUU? Fíjate. Nosotros tuvimos una guerra civil hace 80 años, ellos tuvieron la suya hace más de 150, y no se ponen de acuerdo.
Están viendo qué monumentos derriban.
Hay algunos monumentos… En la ciudad en la que yo viví un tiempo, donde está la Universidad de Virginia, Charlottesville, ahora han quitado varios monumentos. Y es que la ciudad entera estaba llena de monumentos a generales del ejército confederado. Estamos de generales a caballo ya hasta…