El estreno de Dune (2021), del director canadiense Denis Villeneuve, trasciende el ámbito cinematográfico para prolongar y multiplicar uno de los fenómenos editoriales y literarios más relevantes de la segunda mitad del siglo XX. Y no sólo en el campo genérico de las novelas de ciencia ficción.
El escritor estadounidense Frank Herbert (1920-1986) publicó Dune, la primera de las seis novelas que dedicaría a las peripecias sucedidas en el desértico e inhóspito planeta Arrakis en un futuro muy lejano e inconcreto, en 1965, cuando tenía 45 años, después de una larga etapa como periodista y con sólo otra novela en su haber, El dragón en el mar (1955).
Dune fue un relámpago y una revolución de largo alcance. La década de los 50, en plena Guerra Fría y con un gran avance en los descubrimientos científicos y tecnológicos, había representado el despegue definitivo de la ciencia ficción literaria con autores como Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Ray Bradbury, Philip J. Farmer, Kurt Vonnegut y varios otros.
Los años 60, con los anteriores escritores en activo, supusieron "la cúspide" del género —en expresión del especialista John Clute— con la llegada a su madurez de novelistas como Stanislaw Lem —se acaba de cumplir su centenario—, Brian W. Aldiss, J.G. Ballard o Phillip K. Dick, nacidos en su mayoría en los años 20, impactados por el uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki en 1945 y luego testigos de la llegada del hombre a la Luna en 1969.
Entre los unos y los otros, se coló con Dune un prácticamente desconocido Frank Herbert, con tres características fundamentales perfectamente distinguibles en la película de Denis Villeneuve: la creación de un gran relato epopéyico al modo de las narraciones seminales de la Antigüedad clásica y más allá; la aportación de una sabiduría humanística global —más que científica— inspirada en fuentes árabes, judías, cristianas, budistas y, entre otras, grecorromanas y el tratamiento conjunto de cuestiones mitológicas, religiosas, políticas, económicas y ecológicas. Incluso hay alusiones simbólicas y mediterráneas, toma ya, al toro y a la tauromaquia.
En rigor, ni antes había habido ni hubo después nada parecido a las seis entregas de Dune, que sencillamente —no lo olvidemos por obvio— habría de traducirse como "Duna".
Seis años de estudio
Frank Herbert tuvo la primera idea sobre Dune en 1959 al visitar el desierto de Oregón para escribir un reportaje (que nunca escribió) sobre las dunas de su área recreativa. Luego diría que, como el imaginario colectivo, sitúa por excelencia el paisaje de dunas en los desiertos de Arabia, ese fue el punto de partida para investigar los componentes de la cultura árabe que serían parte sustancial de su saga. Se dedicó seis años a estudiar antes de escribir Dune. Cuando la publicó, faltaban doce años para que la muy distinta serie cinematográfica de La guerra de las galaxias, de George Lucas, ubicara algunos de sus episodios en un paisaje desértico.
El éxito crítico inmediato, el boom de ventas (no vertiginoso al principio) y los más importantes premios del sector (Nébula, Hugo) recibidos por Dune determinaron la escritura posterior de las conocidas como Las Crónicas de Dune, cinco novelas más que Herbert escribió durante dos décadas y hasta las vísperas mismas de su prematura muerte por un cáncer de páncreas: El mesías de Dune (1969), Hijos de Dune (1976), Dios Emperador de Dune (1981), Herejes de Dune (1984) y Casa Capitular Dune (1985).
Una última edición de los seis volúmenes en DeBolsillo, disponible en estuche al precio de 35,85 euros, ocupa un total de 1.696 páginas. Pocas veces —o nunca— se ha escrito un relato de ciencia ficción de semejante extensión y de tan alto promedio de calidad literaria.
Los cánones de la ciencia ficción la dividen en dura y blanda, según prime, respectivamente, el protagonismo y el tratamiento riguroso de los temas científico-tecnológicos o la ambición literaria y la temática humanista y cultural. Dune pertenece al segundo grupo, lo cual es palpable en la película de Villeneuve pese a la vistosa presencia de algunos artefactos de todo tipo.
A la muerte de Herbert, su hijo mayor, Brian Herbert, y Kevin J. Anderson ampliaron la saga, basándose en un abundante archivo de notas preparado por el escritor. A día de hoy, en lo que ya hace tiempo es una rentable franquicia, contando precuelas y secuelas, se han publicado más de veinte novelas a partir de Dune, relatos cortos, libros, diccionarios y enciclopedias sobre los libros, cómics y novelas gráficas.
Se han creado y comercializado juegos de cartas, de mesa y de rol, videojuegos y discos. También se han rodado tv movies y miniseries de televisión. Después de varios intentos fallidos, y tras Dune (1984), de David Lynch, la película de Denis Villeneuve es la segunda adaptación que llega a la gran pantalla. Cuanto más grande, les recomiendo, mejor.
Dino de Laurentiis entra en acción
Parecía un disparate que el magnate Dino de Laurentiis —quinientas películas en su haber— encargara una superproducción cinematográfica tan compleja como Dune a David Lynch, un director entonces bisoño que había dado la campanada con la inextricable Cabeza borradora (1977) y que acababa de tener su primer éxito con El Hombre Elefante (1980). Pero lo hizo, gracias a la intuición de su hija Raffaella, productora ejecutiva del filme, y eso le honra.
De Laurentiis había comprado los derechos de la novela a Herbert en 1976 y había encargado, finalmente, la dirección a Ridley Scott, quien debido a los retrasos, abandonó el proyecto para poner en marcha Blade Runner (1982). Con anterioridad, unos productores franceses habían conseguido los derechos y habían elegido al peculiar escritor y cineasta Alejandro Jodorowky, que preparó una película de diez horas con decorados y diseños de H.R. Giger y Moebius (Alien) y con previsto protagonismo secundario de Salvador Dalí. El proyecto se fue al garete tras gastar dos millones de dólares en dos años de trabajo. Existe en DVD un documental de Frank Pavich sobre el proceso creativo de esta película, Jodorowsky's Dune (2013).
Lynch también necesitó más de dos años de trabajo para preparar Dune y, después de escribir seis versiones del guion, rodó la película en México durante cinco meses, a veces filmando en ocho estudios a la vez y en un total de ochenta decorados. Laurentiis quería una película apta para menores acompañados y con mucha acción. También se había reservado por contrato el derecho a controlar el montaje final. Lynch presentó una película de cinco horas y De Laurentiis le obligó a dejarla en menos de dos horas y media.
Nada más estrenarse, la crítica y la industria se mofaron de la película. Costó 40 millones de dólares y recaudó 30. Un fracaso, pese a Max von Sydow, Sting, Silvana Mangano y toda la ilustre parroquia que rodeaba al entonces debutante Kyle MacLachlan. Sin embargo, De Laurentiis, un buen tipo, le produjo a continuación a Lynch nada menos que Terciopelo azul (1986), su inicio real como aclamado autor, y la película obtuvo más de dos millones de dólares de beneficios.
En su excelente mezcla de biografía y memorias, Espacio para soñar (2018), libro coescrito con Kristin McKenna y magníficamente editado en castellano por Reservoir Books, hay más de treinta suculentas páginas sobre Dune y Lynch dice que se vendió a De Laurentiis y que aprendió muchísimo rodando la película.
Y dice también que Dune no es su película. ¡Cómo lo iba ser si en las papeleras quedaron más de dos horas de su montaje! Podemos verla cualquier día en Filmin y Movistar. Siempre ha tenido muchos detractores, pero también muchos partidarios que la han convertido en una película de culto.
Me encuentro entre los segundos por una razón muy simple: desde que la vi en las lejanas fechas de su estreno, no he podido olvidar más de media docena de secuencias extraordinarias y permanecen en mi retina decenas de imágenes excepcionales.
Un drama íntimo
No es fácil resumir aquí (ni en la pantalla) la historia de Dune, ni siquiera la primera novela, con la que se corresponde básicamente la película de Villeneuve, a cuyo título se añade la etiqueta "Parte 1". El director quiere rodar la segunda parte el año que viene.
La Casa Atreides, una de las muchas que se reparten el poder en el Imperio, ocupa por decisión del Emperador el planeta Arrakis. Es un territorio yermo, donde el agua escasea y sus habitantes se ven obligados a reciclarla para su consumo de sus propios orines y sudor. Sin embargo, Arrakis tiene una gran y codiciada riqueza, la especia, fusión de droga y combustible producida con el concurso de unos agresivos y depredadores gusanos gigantes.
La Casa de los malvados Harkonnen, comandada por su volador barón Vladimir (Stellan Skarsgard), que quiere hacerse con el preciado bien, dispensador del poder político y económico, roba y ataca a los Atreides y termina matando a su jefe, el duque Leto Atreides (Oscar Isaac).
El joven Paul Atreides (Timothée Chalamet), con habilidades predictivas, hijo y heredero del duque asesinado y de su concubina Lady Jessica (Rebecca Ferguson) —miembro de la influyente fraternidad de mujeres conocidas como las Bene Gesserit—, está siendo entrenado como guerrero por Duncan Idaho (Josh Brolin) para suceder un día a su padre, cuyo asesinato determina su huida en compañía de su madre embarazada, su alianza con los lejanos y marginales Fremen liderados por Stilgar (Javier Bardem) y el inicio de sus amores, todo ello al tiempo que despunta su condición mesiánica y que se prepara para reconquistar su rango y su territorio.
Con una fotografía velada por la presencia del polvo, con la sinfónica y omnipresente música de Hans Zimmer y con un minimalismo estético —grandes lienzos de pared, el manto del desierto y los cielos— compatible con una ritual solemnidad teatral y cuasioperística, sin dejar de sazonar la acción con peleas —esos escudos invisibles y eléctricos de protección—, batallas y exhibición de ingenios y máquinas —los ornitópteros voladores, por ejemplo—, el director de La llegada (2016) y Blade Runner 2049 (2017) ha vuelto a sacar sobresaliente en su sobrevenida y reciente encomienda de hacer coexistir los requisitos culturales del cine de autor con, drama familiar mediante, las cláusulas de fabricación de subyugantes y extensos espectáculos de ciencia ficción.
Si consideramos lo dicho arriba sobre el tejido cultural, espiritual y temático de la novela de Frank Herbert y hemos retenido las sugerencias derivadas de los dos párrafos anteriores, tal vez nos sorprenda saber y constatar —al ver la película— que, en el fondo —todo lo en el fondo que se quiera—, el Dune de Villeneuve, antítesis del de Lynch, no deja de ser, en efecto, un drama íntimo, un drama con las muertes, traiciones y pérdidas que marcan la iniciación a la edad adulta de un joven llamado Paul Atreides.
Pero tengo una duda atroz: hipnotizado y absorto durante las dos horas y media de proyección, no sé si esta película de Villeneuve me va a dejar la huella que me dejó la película de Lynch. Hum…, creo que no.
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