No se tomaba vacaciones. Cuando se sentía cansado cambiaba de actividad: arquitecto, pintor, escultor, diseñador, pedagogo, ensayista, editor… Un hombre multitalento incansable, que creía que un artista sólo tiene la libertad para hacer lo que desea si, además, tiene un trabajo que le permita sobrevivir. Max Bill (1908-1994) mató el artista puro, el arte por el arte. Bajó el arte a los rincones de la vida cotidiana, democratizó el diseño y lo expandió más allá del ámbito académico. Toda su vida se consideró un arquitecto y construyó la casa para su familia en Zúrich.
“Mi padre era una esponja, que se nutría de todo lo que veía a su alrededor”, explica Jakob Bill, hijo del máximo exponente del arte concreto y comisario de la primera retrospectiva dedicada a su padre en España, organizada por la Fundación Juan March, a partir de este viernes. Manuel Fontán, director de exposiciones de la institución, cuenta a este periódico durante los últimos retoques del montaje histórico que el protagonista es un artista futurista, que se mantiene muy presente en el diseño.
En el recorrido, entre las 170 piezas incluidas, es difícil no conjugar las visiones de Max Bill con la estética tecnológica del mundo pixel. En su obra todo está relacionado, la tipografía con la pintura, la escultura con la arquitectura, el grabado y la gráfica publicitaria. “El Bauhaus se convirtió para mí en el centro de todo por su intersección entre disciplinas y por la reafirmación de que teníamos que asumir personalmente la responsabilidad de toda nuestra actividad configuradora frente a la sociedad o que todo el entorno que habíamos de crear, desde una cuchara hasta una ciudad, debía estar en armonía con las condiciones sociales”, escribió el propio artista.
El artista dijo que la visita a una exposición es una ocasión para interrumpir la vida diaria con un día de fiesta
El legado del artista suizo se formula de la siguiente manera: todos los fenómenos, desde el objeto más pequeño hasta la ciudad misma, forman parte esencial de la vida cotidiana. “Este estado podría llamarse cultura y es eso lo que tratamos de alcanzar”, dijo. Es más, entendía que la mayoría de los visitantes esperaba recibir una sensación que excedía el ámbito de sus rutinas. Un golpe por sorpresa. “La visita a una exposición es una ocasión para interrumpir la vida diaria con un día de fiesta”, escribió.
En 1944 recibe su primer encargo en el ámbito de las artes aplicadas y la producción industrial, una de las piezas más democráticas que le harán inmortal: la máquina de escribir llamada Patria. A este le seguirán sillas, mesas, lámparas, cepillos para el pelo, espejos y relojes. Brill protagonizó un cambio decisivo en el concepto de belleza, que hasta entonces se había excluido del discurso moderno. Frente a lo puramente utilitarista, Bill declaró también la cualidad formal como una parte necesaria: “Para nosotros ha llegado a ser obvio que la belleza no puede seguir derivándose únicamente de la función, sino que reivindicamos la belleza como función de igual rango, que es, en la misma medida, una función”, apuntó.
Sus cuatro maestros en pintura fueron Kandinsky, Klee, Mondrian y Vantongerloo. El primero de ellos fue su maestro en la Bauhaus. Su influencia se ve en las obras tempranas. Klee fue para Bill como un ancla, recuerda su hijo. Por la lengua (el suizo-alemán), pero también por su obra. Pero borra el rastro de todos ellos en 1930, aunque mantuvo el contacto con Klee hasta la muerte de éste. De Mondrian se conserva una correspondencia desde 1935. También bebió de Le Corbusier, que fue quien impulsó su deseo de convertirse en arquitecto. La única mancha en su expediente, en el currículo del hombre que inventó la máquina de escribir más bella para el proletariado, es que no leía más que revistas de arquitectura. Para la literatura no había tiempo.