“¿Qué es un pintor al fin y al cabo? Es un coleccionista que quiere construir su propia colección, pintando él mismo los cuadros de los demás que más le gustan. Así es como todo empieza y después se convierte en otra cosa”. Esta frase, pronunciada por Picasso en 1934, contextualiza la convivencia de una parte de su obra en el museo Eugène Delacroix, erigido en el que fue el último apartamento del pintor francés. El genio español se reúne así con Las Mujeres de Argel, obra que le sirvió de inspiración en la realización en clave cubista de 15 obras, la última de las cuales era vendida hace poco más de cinco meses por 147 millones de dólares, batiendo el récord de ventas en subasta.
Ambos artistas aúnan su talento en la misma galería hasta el próximo 25 de enero, con motivo del 30 aniversario de la apertura del Museo Picasso, una excusa perfecta para crear el reencuentro entre dos hombres fascinados por el color y comprender la admiración como motor de creación en el artista malagueño. Picasso solía decir que todos los pintores estaban presentes en su memoria a la hora de atrapar el pincel, un hecho más que evidente si retomamos cualquiera de las obras de su serie Grandes Maestros. Pero lo cierto es que la debilidad del artista por Delacroix iba más allá de la mera admiración. Un mismo viaje, con cerca de un siglo de separación, marcó la obra de ambos genios: Marruecos, 1832 para Delacroix, 1954 para Picasso.
El embeleso por la luz y el exotismo marcaron la obra del artista francés, que dos años después de su regreso crearía Las Mujeres de Argel, abriendo por vez primera las puertas de un harén y haciendo un uso particularmente exquisito de su paleta. Su pasión por la cultura africana no escapó a los ojos del cubista, que se vio tentado por la misma aventura sucumbiendo, tras su estancia en Marruecos, a su interpretación de la mítica obra de Delacroix.
Cuatro dibujos o estudios de Las Mujeres de Argel y cuatro estampas de la misma pieza encuentran su sitio entre los cuadros del pintor romántico, en una exposición que invita a los picassomaníacos a introducirse de lleno en los pensamientos del pintor malagueño a través de sus bocetos, que durante unos meses dormirán rodeados de los objetos que Delacroix trajo de vuelta de Marruecos. Manuscritos del artista francés, piezas de litografía, los primeros bocetos de Las Mujeres de Argel... El tiempo se para cuando, en un silencioso apartamento en el centro de París, Pablo Picasso se funde en el contexto que inspiró al propio Delacroix a crear la obra que tanto le fascinaría.
Picasso invade París
No solo el autor de Libertad guiando al pueblo abre sus puertas al pintor español. El Grand Palais acoge hasta el 29 de febrero obras maestras de Pablo Picasso, muchas de las cuales jamás han sido mostradas, en la exposición Picasso.manía.
Además, el genio cubista también se cuela en el Louvre, llegando a mezclarse con absoluto disimulo entre artistas de la talla de Ingres, Chardin, Le Nain o Watteau. Y es que el museo parisino por excelencia no ha querido privarse de rendir su particular homenaje al artista, exponiendo como prolongación de la iniciativa lanzada por el Museo Delacroix cuatro de sus obras. Cada uno de estos cuadros, cedidos por el Museo Picasso para la ocasión, se halla junto a las creaciones que inspiraron al maestro cubista. El museo invita así al visitante a encontrar, casi por sorpresa, las obras de Picasso integradas en sus galerías perennes, reforzando una lógica de causa-efecto en la creación del cubista.
Una explosión de color atrae de inmediato la atención al descubrir, dentro de la obra neoclásica de Dominique Ingres, la técnica inconfundible de Picasso. Frente a La bañista de Valpinçon del pintor francés, el cubista derrocha luz con su Desnudo acostado, delineado con la meticulosa técnica que Ingres aplicó a toda su creación. A escasos metros, en la sala que el Louvre dedica a los hermanos Le Nain, la obra puntillista con la que Picasso rindió homenaje a La familia feliz se hace un hueco junto a la pintura que despertó su curiosidad. Este ejercicio de admiración, comprensión y, para los más críticos, comparación, es posible también si nos perdemos entre las creaciones de Chardin, donde el artista español cuela, con sorprendente disimulo, una de sus nature morte. A escasas salas de distancia, Paul vestido de Pierrot, la interpretación que el pintor hizo de la obra de Watteau, parece acoger al visitante con la ironía. Su Paul frente al original.
Un estallido de talento a través de los tiempos, no exento de paralelismo entre los universos de los que el perspicaz pintor dejó embaucar gran parte de su obra.